– ¿La amaba? -preguntó Markovic.
Faulques miró hacia levante. No había un soplo de brisa y la línea de claridad era más concreta: viraba a tonos azules y grises mientras por aquella parte se amortiguaba la luz de las estrellas.
– Quizá por eso hizo la foto… ¿No? Para devolver las cosas a su estado natural.
El pintor de batallas permaneció callado. Ante sus ojos, en la cubeta del laboratorio, iban apareciendo, a la manera de aquella sutil línea de horizonte que se insinuaba en la distancia, los contornos y sombras de la imagen fotográfica. Es oscura la casa donde ahora vives, recordó. Había mirado a Olvido muerta a través de la cámara, borrosa primero y nítida luego, a medida que giraba de infinito a 1,6 metros el anillo de la distancia focal. La imagen en el visor aparecía en color; pero el recuerdo principal superpuesto a todo lo demás, lo que el tiempo o la memoria de Faulques conservaban -había destruido aquella única copia en papel, y el negativo yacía sepultado entre kilómetros de película archivada-, era la gama de grises afianzándose despacio en el papel fotográfico, la lenta impresión revelada por el proceso químico bajo la luz roja del laboratorio. La bolita del pendiente de oro en el lóbulo de la oreja fue lo último en aparecer bajo el líquido de la cubeta. Caronte debía de estar satisfecho.
– Vi la mina -dijo.
Seguía observando la línea azulgris del horizonte. Cuando al fin se volvió hacia Markovic, el destello del faro recortó un instante la silueta de este.
– ¿Quiere decir -inquirió el croata- que vio la mina antes de que ella la pisara?
– Sí. O mejor dicho, la adiviné.
– ¿Y no dijo nada?
– Dudé tres segundos. Sólo eso. Tres. Ella se iba, ¿comprende?… Me estaba dejando ya. De pronto quise saber hasta qué punto… No sé. Irse de una forma u otra no dependía de mí. Quizá la geometría tuviese algo que decir al respecto.
Markovic escuchaba muy quieto. De no ser por la brasa de su cigarrillo o por los destellos periódicos del faro, que lo silueteaban a intervalos, Faulques habría pensado que no estaba allí.
– Ella dio dos pasos adelante -continuó-. Exactamente dos. Quería fotografiar algo que estaba en el suelo, un cuaderno escolar… Observé que en la cuneta la hierba se mantenía derecha. Alta e intacta. Nadie la había pisado.
Ahora Markovic chasqueó la lengua. Familiarizado con hierba pisada y sin pisar.
– Ya entiendo -murmuró-. Siempre hay que desconfiar de eso.
– Pensé… Bueno. Ella podía detenerse donde estaba. ¿Comprende?
El otro parecía comprender muy bien.
– Pero ella se movió -dijo.
Se movió, confirmó Faulques. Igual que una pieza sobre un tablero de ajedrez. Había dado un paso más, esta vez hacia la izquierda. Uno sólo.
– Y usted estaba mirando todas aquellas líneas y recuadros… Quieto y fascinado.
Era la palabra exacta, concedió el pintor de batallas. Fascinado. Antes de terminar el último movimiento, ella levantaba la cámara para hacer la foto. Sólo tres segundos: un instante casi imperceptible. El caos y sus reglas, por decirlo de ese modo, habían tenido su oportunidad. Entonces él pensó que era suficiente, y abrió la boca para decirle que se detuviera. En ese momento hubo un fogonazo, y Olvido cayó de bruces.
– ¿Recuerda sus últimas palabras?… ¿No lo miró antes ni le dijo nada?
– No. Ella iba caminando, fue a hacer la foto y pisó la mina. Es todo. Murió ajena a mí, sin advertir que la observaba. Sin darse cuenta de que moría.
Se extinguió la brasa del cigarrillo de Markovic. Las luciérnagas también habían desaparecido, y la forma compacta de la torre iba afirmándose lentamente donde el cielo viraba de negro a azul oscuro.
– Ella se iba -insistió Faulques.
Oyó al croata. Un roce en el suelo, una agitación entre los arbustos. El pintor de batallas tocó el mango del cuchillo, pero se quedó así, rozándolo con los dedos, sin empuñarlo. De pronto estaba tan cansado que se habría dormido allí mismo. A fin de cuentas, pensaba, lo que iba a ocurrir venía sucediendo desde hacía cuatrocientos cincuenta millones de años. Algo tan común como la vida y el universo mismo. También era muy tarde para todos, pensó. Sobre todo para él.
La voz de Markovic sonó queda, reflexiva. En vez de conversar parecía expresar un pensamiento en voz alta. El faro escorzó otra vez su contorno. Se había incorporado un poco.
– Cuando vine en su busca, señor Faulques, creía que iba a matar a un hombre vivo.
El pintor de batallas recostó la cabeza en el árbol y aguardó tranquilo, abiertos los ojos en la oscuridad. Se recordaba durante otros amaneceres, preparando de madrugada el equipaje con precisa rutina, parado en el umbral antes de cerrar la puerta, echando un último vistazo para comprobar que todo cuanto dejaba atrás se veía ordenado y limpio. Sentado en un taxi camino del aeropuerto, recorriendo las calles desiertas de una ciudad dormida, ignorando si volvería o no.
– Pues tendrá -dijo en voz baja- que arreglárselas con lo que hay.
Mantuvo la cabeza apoyada en el tronco y siguió así, inmóvil, mientras la claridad gris y luego dorada y naranja se afirmaba en el horizonte, la silueta negra de la torre se recortaba en la primera luz de la mañana, y todo alrededor, los árboles, los arbustos y las rocas, iba tomando forma despacio. El destello lejano del faro se apagó justo cuando una suave brisa de tierra volvía a soplar hacia el acantilado, donde el mar estaba tranquilo y había cesado el rumor de las piedras arrastradas por la resaca. Entonces, al fin, Faulques miró hacia el lugar donde estaba Ivo Markovic y sólo vio media docena de colillas aplastadas en el suelo.
El pintor de batallas aún permaneció un largo rato sentado, sin cambiar de postura hasta que el disco rojo del sol rebasó la línea del mar junto a la isla de los Ahorcados y sus primeros rayos horizontales le calentaron la piel, haciéndole entornar los ojos. Entonces se levantó sacudiéndose las agujas de pino del pantalón, y dirigió una lenta mirada circular al paisaje. Las gaviotas chillaban volando en torno a la torre, cuyas piedras doraba aquella luz rojiza de levante. En el lado opuesto del horizonte, los accidentes de la costa se perfilaban en la suave bruma del amanecer, escalonadas sus puntas en perspectiva con diferentes tonos de gris, desde el más oscuro y próximo al más difuso y lejano. Como en los cuadros antiguos.
Era, decidió sereno, un hermoso día.
Bajó por el estrecho y empinado sendero de guijarros, y al llegar a la playa, que todavía se hallaba en sombra, observó el mar, quieto y dilatado como una enorme lámina de mercurio, que la luz ascendente empezaba a volver azul en la distancia. Se quitó las zapatillas y la camisa y se adentró un poco en el agua, metiendo los pies desnudos entre las piedras redondeadas de la orilla. Estaba fría, como cada mañana antes de las acostumbradas ciento cincuenta brazadas de ida y ciento cincuenta de vuelta. El frescor vigorizó sus músculos y despejó su cabeza. Retrocedió para dejar sobre el tronco descolorido del árbol seco, junto a la camisa y las zapatillas, las llaves de la torre, algunas monedas que llevaba en los bolsillos, y el cuchillo que aún tenía metido en la parte de atrás del cinturón. Entonces miró hacia arriba y sonrió, deslumbrado: el sol asomaba por la cortadura del acantilado, entre las ramas de los pinos, y sus rayos iluminaban oblicuamente la pequeña playa. En ese momento sintió una molestia en el costado; un aviso del dolor que se insinuaba de nuevo, reclamando sus derechos. La certeza le hizo mover la cabeza, ensimismado. Esta vez, se dijo, llega demasiado tarde.
Antes de volver al agua, cogió una de las monedas que había puesto sobre el tronco seco y se la introdujo en la boca, bajo la lengua. Luego, sumergido hasta la cintura, observó cómo en las piedras de la orilla se desvanecían sus huellas, semejantes a pinceladas del mural por fin acabado, secándose bajo el sol de la mañana.