Se lo había dicho riendo tras el cristal de una copa de vino, en Venecia, la última noche de fin de año que estuvieron juntos. Ella se había empeñado en regresar allí, donde pasó varias nocheviejas en su niñez, para ver la exposición de los surrealistas en el palacio Grassi. Quiero que me lleves al mejor hotel de esa ciudad fantasma, pidió, y que deambules conmigo de noche por sus calles desiertas, porque sólo esos días es posible encontrarlas así: hace tanto frío que los mochileros mueren congelados en los bancos, todo el mundo se encierra en hoteles y pensiones, en las calles sólo hay góndolas meciéndose silenciosas en los canales, la calle de los Asesinos parece más estrecha y sombría que nunca, y las cuatro figuras talladas en piedra de la Piazzetta se acercan más unas a otras como si poseyeran un secreto que quien las contempla, ignora. De jovencita me escapaba a pasear con bufanda y gorro de lana, oyendo el eco de mis pasos mientras los gatos me miraban desde los soportales oscuros. Hace mucho que no vuelvo a esa ciudad, y ahora deseo hacerlo de nuevo. Contigo, Faulques. Quiero que me ayudes a buscar la sombra de esa niña, y después, de vuelta al hotel, me la cosas de nuevo a los talones con hilo y aguja, silencioso, paciente, mientras me haces el amor con la ventana abierta y el frío de la laguna erizándote la espalda, mis uñas clavadas en ella, hasta que sangres y me olvide de ti, de Venecia y de todo cuanto he sido y cuanto me espera.
Ahora Faulques recordaba esas palabras y la recordaba a ella caminando aquellos días por las calles estrechas cubiertas de nieve, el suelo resbaladizo y las góndolas tapizadas de blanco entre el chapoteo del agua verde y gris, el frío intenso y el aguanieve, los turistas japoneses acurrucados en los cafés, el vestíbulo del hotel con brocados engalanando las escaleras centenarias, las grandes arañas del salón adornado con un enorme y absurdo árbol de Navidad, el director y los viejos conserjes que salían a saludar a Olvido llamándola signorina Ferrara como diez o quince años atrás, los desayunos en la habitación ante la vista de la isla de San Giorgio y, a la derecha, la Aduana y la entrada al Gran Canal, entre la bruma. La noche de San Silvestre se vistieron para cenar, pero el restaurante estaba lleno de norteamericanos vociferantes y mafiosos eslavos con mujeres rubias, así que cogieron los abrigos y caminaron por las calles blancas y heladas hasta una pequeña trattoría del muelle Zattere. Allí, él de esmoquin, ella con collar de perlas y un vestido negro y ligero que parecía flotar alrededor de su cuerpo, cenaron espaguetis, pizza y vino blanco antes de pasear hasta la punta de la Aduana para besarse a las doce en punto, temblando de frío, mientras un castillo de fuegos artificiales coloreaba el cielo con estrépito sobre la Giudecca, y regresaron luego despacio al hotel, cogidos de la mano por las calles desiertas. En adelante, Venecia siempre sería para Faulques las imágenes de aquella noche singular: luces difusas por la neblina y copos pálidos que caían sobre los canales, lenguas de agua que rebasaban los peldaños de piedra blanca y se extendían en ondas suaves por el empedrado, la góndola que vieron pasar bajo el puente con dos pasajeros inmóviles cubiertos de nieve y el gondolero cantando en voz baja. También las gotas de agua en el rostro de Olvido y su mano izquierda deslizándose por la balaustrada de la escalera camino de la habitación, el crujido del suelo de madera, la alfombra en la que a ella se le enganchó el tacón de un zapato, el espejo enorme a la derecha donde la vio mirarse de soslayo al pasar, los grabados en las paredes del pasillo, la tenue luz amarillenta que entraba por la ventana cuando, ante la gran cama del dormitorio, tras despojarse de los abrigos mojados, él le alzó muy despacio el vestido hasta las caderas mientras ella le miraba los ojos en la penumbra con una intensidad fija e impasible, medio rostro iluminado apenas, bella como un sueño. En ese momento Faulques se alegró en su corazón -un gozo tranquilo y salvaje a un tiempo- de que no lo hubiesen matado ninguna de las veces que eso hubiera sido posible; porque en tal caso no estaría allí esa noche, desnudando las caderas de Olvido, y nunca la habría visto retroceder hasta recostarse en la cama, sobre la colcha intacta, sin dejar de mirarlo entre el cabello suelto y mojado de aguanieve que se le derramaba sobre la cara, la falda subida hasta la cintura, abriendo despacio las piernas con una deliberada mezcla de sumisión e impúdico desafío, mientras él, impecablemente vestido todavía, se arrodillaba ante ella y acercaba la boca, entumecida por el frío de la noche, a la oscura convergencia de aquellos muslos largos y perfectos, en cuyo centro latía cálida, suavísima, deliciosamente húmeda al contacto de sus labios y su lengua, la carne espléndida de la mujer a la que amaba.
Se agitó el pintor de batallas, pasando los dedos por los bordes de la grieta del muro, ásperos y fríos. Carne cruda, recordó de pronto, junto a huellas de un animal en la arena. El horror siempre al acecho, exigiendo diezmos y primicias, listo para degollar a Euclides con la guadaña del caos. Mariposas aleteando por todas las guerras y todas las paces. Cada momento era una mezcla de las situaciones posibles combinadas con las imposibles, de grietas previstas desde aquel primer instante a la temperatura de tres mil millones de grados Kelvin, situado entre los catorce segundos y los tres minutos después del Big Bang, inicio de una serie de casualidades precisas que crean al hombre, y lo matan. Dioses borrachos jugando al ajedrez, albures olímpicos, un meteorito errante de sólo diez kilómetros de diámetro que, golpeando la Tierra y aniquilando a todos los animales con más de veinticinco kilos de peso, despejó el camino a mamíferos entonces pequeños y temerosos que, sesenta y cinco millones de años después, terminarían siendo homo sapiens, homo ludens, homo occisor.
Una Troya previsible bajo cada foto y cada Venecia. Venerar caballos de madera con el vientre preñado de bronce, aplaudir por las calles a los maestros florentinos o quemar, con idéntico entusiasmo, sus obras en las hogueras de Savonarola. El balance de un siglo, o de treinta siglos, fue el resumen que hizo Olvido aquella noche en la punta de la Aduana, observando a la multitud congregada al otro lado de la boca del canal, en San Marcos, los petardos y cohetes que estallaban y el vocerío de quienes celebraban la llegada del nuevo año sin saber qué les deparaba este. Ya no hay bárbaros, murmuró estremeciéndose. Están todos dentro. O tal vez somos nosotros los que nos hemos quedado fuera. ¿Te digo por qué estamos tú y yo juntos esta noche? Porque sabes que el collar que ahora llevo puesto es de perlas auténticas. No porque te hayas fijado en ellas, sino porque me conoces a mí. ¿Lo entiendes?… Este mundo me asusta, Faulques. Me asusta porque me aburre. Detesto que todos los tontos se proclamen parte de la Humanidad y todos los débiles se escuden en la Justicia, que todos los artistas sonrían o escupan, que es lo mismo, al marchante y al crítico que los inventan. Cuando mis padres me bautizaron, erraron el nombre por milímetros. Hoy, para sobrevivir en la caverna del cíclope es preciso llamarse Nadie. Sí. Creo que necesitaré pronto otra dosis fuerte. Otra de tus hermosas e higiénicas guerras.
El pintor de batallas decidió dejar la grieta como estaba. A fin de cuentas era parte de la pintura, como todo lo demás. Como Venecia, como el collar de perlas de Olvido, como él mismo. Como Ivo Markovic, que en ese momento, sin que lo hubiera oído llegar, se recortaba a contraluz en la puerta de la torre.