Se lo había planteado algo más tarde a un amigo, en un restaurante de Madrid. Necesito saber si es parte del juego, preguntó. Si hay una base científica para toda esa carne racional tendida al sol, en espera de que la despachen. Unas leyes ocultas en la vida o el mundo. Necesito saber si realmente mis fotos son la línea más corta entre dos puntos. El amigo era un hombre de ciencia joven y con buena cabeza, miembro de un par de academias y autor de libros divulgativos. Aristóteles, empezó este, y Faulques lo interrumpió diciendo no me salgas con Aristóteles, maldita sea. Yo hablo de vida y muerte real. Olor a cadáver bajo los escombros, olor a muerte que repta por la orilla de un río. Su amigo lo miró tres segundos en silencio. Aristóteles, prosiguió imperturbable, nunca se limitó a exponer lo que sucedía, sino que buscó el porqué. Para comprendernos, decía, hemos de comprender el universo; y para comprender el universo, hemos de comprendernos a nosotros mismos. Lo que pasa es que desde entonces ha llovido mucho. Al divorciarnos de la naturaleza, los hombres hemos perdido la capacidad de consuelo frente al horror que acecha ahí afuera. Cuanto más observamos, menos sentido tiene todo y más desamparados nos sentimos. Fíjate en que, gracias al aguafiestas de Gödel, ya ni siquiera es posible encontrar refugio en el único lugar que creíamos seguro: la matemática. Pero ojo. Si no hay consuelo como resultado de la observación, sí puede haberlo en el acto de la observación misma. Me refiero al acto analítico, científico, incluso estético, de esa observación. Es -Gödel aparte- como los procedimientos matemáticos: poseen tal seguridad, claridad e inevitabilidad, que proporcionan alivio intelectual a quienes los conocen y manejan. Son analgésicos, diría yo. Así volvemos a un Aristóteles algo maltrecho, pero todavía útil: la comprensión, incluso el esfuerzo por comprender, nos salva. O al menos consuela, porque convierte el horror absurdo en leyes serenas.
Habían seguido comiendo y conversando sobre todo eso, mientras Faulques hacía las preguntas adecuadas y escuchaba las respuestas en silencio, cual alumno interesado por la exposición del profesor. No lo sabía entonces, pero aquello alteraba -completaba, era en cierto modo la palabra justa- una visión del mundo que hasta entonces había tenido, así lo creía él, las lentes de sus cámaras como única vía de acceso, o de conocimiento. Situaba, en fin, intuiciones e imágenes inconexas sobre el escaqueado riguroso de un inmenso tablero de ajedrez que abarcase el mundo, la razón y la vida. Y es duro, estaba diciendo su amigo, asumir la ausencia de sentimientos del universo: su despiadada naturaleza. Los viejos científicos lo contemplaban como un enigma que podía leerse con la posesión del código adecuado: algo así como un jeroglífico dispuesto por Dios. Eso significa que en cierto modo puedes tener razón, ya que si cambiamos la palabra Dios por el concepto de sistema de leyes ocultas, la idea sigue siendo válida, aunque determinarla resulte difícil. ¿Comprendes? Pasa como con la conjetura de Goldbach: sabemos cosas que no podemos demostrar. La ciencia clásica conocía la existencia de problemas asociados a sistemas no lineales -me refiero a los de comportamientos irregulares, arbitrarios o caóticos-, pero no pudo entenderlos por la dificultad matemática de su tratamiento. Ahora, según progresa nuestra capacidad de observación, encontramos más y más caos aparente en la naturaleza. Hace ya medio siglo que sabemos que las verdaderas leyes no pueden ser lineales. En aquellos sistemas confortables con los que la ciencia nos tranquilizó durante siglos, los cambios minúsculos en las condiciones iniciales no alteraban la solución; pero en los sistemas caóticos, cuando varían un poco las condiciones de partida, el objeto sigue un camino distinto. Eso sería aplicable a tus guerras, claro. Y también a la naturaleza y a la vida misma: terremotos, bacterias, estímulos, pensamientos. Vivimos en interacción con el confuso paisaje que nos rodea. Pero es verdad que un sistema caótico está sujeto a leyes o reglas. Es más: hay reglas hechas de excepciones, o de azares aparentes, que podrían describirse con leyes formuladas en expresiones matemáticas clásicas. Resumiendo la conferencia, amigo mío, y antes de que pagues tú la cuenta: aunque no lo parezca, hay orden en el caos.
También aquella grieta de la pared -una entre muchas- formaba parte del caos. Pese al denso enfoscado de cemento y arena aplicado por Faulques en la pared circular de la atalaya, una de las hendiduras más grandes había progresado algunos centímetros en las últimas semanas. Ya afectaba a una de las zonas pintadas del mural, entre el negro de la humareda y la ciudad que ardía sobre la colina con oscuros contraluces geométricos sobre un fondo de llamas, que el pintor de batallas había logrado muy razonablemente -una vida fotografiando incendios daba de sí- con la aplicación de rojo inglés en la zona exterior y rojo cadmio con algo de amarillo en el centro. La evolución en zigzag de aquella grieta -de aquel sistema no lineal, habría dicho el científico amigo de Faulques- respondía también a leyes ocultas, a una dinámica evidente cuyo desarrollo resultaba imposible prever. Había intentado remediar la grieta rellenándola a base de resina acrílica con polvo de mármol, aplicada con una espátula, y repintando encima; pero eso no cambiaba mucho las cosas: la grieta seguía, lenta, su progresión implacable. Mientras se limpiaba el gris y el azul de los dedos con un trapo y un poco de agua, Faulques observó resignado la hendidura de la pared. Después de todo, se consoló, aquello formaba parte del criptograma. El zigzag del caos y sus sentidos ocultos. También la naturaleza, recordó, tenía sus pasiones. Con tales ojos estudió durante un largo rato el recorrido de la grieta: su punto de partida en el límite superior del mural, y el camino descendente en forma de abanico o concha, dividido en otras grietas más pequeñas, siguiendo la principal su curso hacia abajo, abriéndose paso entre el cielo del amanecer lluvioso que se prolongaba hacia la playa de la que zarpaban las naves, en dirección al espacio abierto que había entre las dos ciudades: la moderna, lejana, casi bruegheliana torre de Babel todavía dormida y tranquila, ignorante de que ese amanecer era el de su último día, y la antigua, despierta e incendiada, de donde provenía el tropel de refugiados que llegaba hasta la parte baja de la pintura, en primerísimo plano: las mujeres y niños aterrorizados que caminaban entre alambradas y amenazantes soldados de futuristas reflejos metálicos, en cuyos ojos pretendían leer su destino como quien interroga a la Esfinge. La grieta, observó Faulques, adoptaba la forma de un rayo indeciso entre ambas ciudades, pero el pintor de batallas sabía que esa indecisión era sólo aparente; que había una norma oculta bajo la pintura y la imprimación acrílica y el enfoscado de cemento, una ley rigurosa e ineludible que terminaría convirtiendo las lejanas torres de acero y cristal, apoltronadas en la bruma del alba, en un paisaje similar al de la colina en llamas; y que en algún lugar de aquella grieta acechaban caballos de madera y aviones volando muy bajo hacia las torres gemelas de todas las Troyas dormidas.
Olvido se había burlado de él cuando empezó a manifestar aquello. Por ese tiempo Faulques aún no se adentraba en las grietas y anfractuosidades del problema, pero ya vivía entre intuiciones, cual si llevase un enjambre de molestos mosquitos zumbándole alrededor. Fotografías a la gente buscando las rectas y curvas que la matarán, decía riéndose de pronto después de observarlo un rato en silencio. Fotografías las cosas buscando los ángulos por donde empezarán a desmoronarse. Vas a la caza de cadáveres y ruinas adivinados, prematuros. A veces pienso que me haces el amor con esa desesperación desolada y violenta porque al abrazarme sientes el cadáver que seré un día, o que seremos ambos. Estás acabado a medio plazo, Faulques. Empiezas a dejar de ser un soldado callado y flaco. No lo sabes, pero has contraído el virus que terminará impidiéndote hacer tu trabajo. Un día te llevarás la cámara a la cara, y al mirar por el visor sólo verás líneas, volúmenes y leyes cósmicas. Espero no estar a tu lado en ese momento, porque te volverás insoportable, de puro autista: un arquero zen que ejecuta movimientos en el aire con las manos vacías. Y si aún sigo contigo, te dejaré. Ciao. Lo prometo. Detesto a los soldados que se hacen preguntas, pero mucho más a los que obtienen respuestas. Y si algo me gusta de ti es el silencio que guardan tus silencios, tan parecido al de tus fotos frías y perfectas. No soporto los silencios rumorosos, ¿comprendes?… Una vez oí decir, o leí, que el excesivo análisis de los hechos termina por destruir el concepto… ¿O es al revés? ¿Los conceptos destruyen los hechos?