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– ¿Cómo se le ocurrió esto?… ¿Hacer algo así, aquí?

Faulques se lo contó. Historia vieja. Había estado en un molino antiguo y en ruinas, cerca de Valencia, en cuyas paredes un autor anónimo del XVII, sin duda un soldado de paso por allí, pintó en grisalla escenas del asedio del castillo de Salses, en Francia. Eso dejó en su cabeza ciertas ideas que fraguaron más tarde, entre una visita a la sala de batallas de El Escorial y cierto cuadro visto en un museo de Florencia. Era todo.

– No creo que sea todo -discrepó Markovic-. Están esas fotos suyas… Qué extraordinario. Nunca pensé que fuera un hombre insatisfecho con su trabajo. Tal vez horrorizado, me dije. Pero no insatisfecho. Aunque en esta pintura lo que menos parece es horrorizado. Quizá porque los cuadros no se pintan con sentimientos. ¿No?… O si. Tal vez lo que no puede pintarse con sentimientos sea un cuadro como este.

– Fotografiar un incendio no implica sentirse bombero.

Y sin embargo, pensó el pintor de batallas aunque no lo dijo, Markovic tenia razón. O la tenía en cierto modo. Un cuadro como aquel no podía pintarse con sentimientos, ni tampoco ignorándolos. Primero era necesario tenerlos, y luego verse despojado de ellos. O liberado. A él era Olvido quien lo había cambiado de verdad, por dos veces y en dos direcciones. También le había enseñado a mirar. Y, en cierto modo, a pintar. Fue una suerte. Cuando ella murió y la lente de la cámara se volvió borrosa, eso fue su salvación. Pintaba con la mirada que ella le dejó impresa.

– Dígame una cosa, señor Faulques… ¿Sentir el horror desenfoca la cámara?

Ahora el pintor de batallas no pudo menos que reír. Aquel individuo había hecho un buen trabajo de rastreo e interpretación, aunque no del todo. A menudo rozaba la verdad sin tocarla, pero algunas de sus toscas aproximaciones eran correctas. Tenia, resolvió admirado, buena intuición. Cierto estilo.

– Esa -admitió- es una buena apreciación.

– Respóndame, por favor. Estoy hablando de piedad, no de técnica.

Faulques guardó silencio. Su incomodidad se acentuaba. Todo iba demasiado lejos. Pero había un placer siniestro en aquello, decidió. Como el marido que sospecha de su esposa y rebusca hasta alzarse, triunfante, con la certeza. Pasar un dedo, suavemente, por el borde afilado de una navaja rota.

Markovic seguía sentado en la escalera. Movió la cabeza despacio, afirmativo, cual si acabara de escuchar una respuesta que nadie había dado. Supuse que se trataba de algo así, dijo.

– ¿De verdad no hay ninguna mujer real? -inquirió de pronto.

Faulques no respondió. Había cogido algunos pinceles y los lavaba con jabón bajo la espita del bidón de agua. Después de sacudirlos con cuidado, chupó la punta de los más finos y los dejó todos en su sitio. Luego se dispuso a limpiar la bandeja de horno que usaba como paleta.

– Disculpe mi insistencia -prosiguió el croata-, pero es importante. Forma parte de lo que me trajo aquí. En cuanto a la mujer de la carretera de Borovo Naselje…

Se interrumpió en ese punto, sin dejar de observar al pintor. Faulques seguía limpiando la bandeja, impasible.

– Antes -prosiguió Markovic- hablábamos de horror y desenfoques de cámara. ¿Y sabe lo que creo?… Que era usted un buen fotógrafo porque fotografiar es encuadrar, y encuadrar es elegir y excluir. Salvar unas cosas y condenar otras… No todo el mundo puede hacer eso: erigirse en juez de cuanto pasa alrededor. ¿Comprende a qué me refiero?… Nadie que ame de verdad puede dictar esa clase de sentencias. Puesto a elegir entre salvar a mi mujer o a mi hijo, yo no habría podido… No. Creo que no.

– ¿Y qué habría elegido entre salvar a su mujer, a su hijo o salvarse usted?

– Sé lo que insinúa. Hay gente que…

Se interrumpió de nuevo, contemplando el suelo entre sus pies. Tiene razón, dijo entonces Faulques. La fotografía es un sistema de selección visual. Uno encuadra parte de su ángulo de visión. Se trata de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. De ver la jugada, como en el ajedrez.

Markovic seguía mirando el suelo.

– Ajedrez, dice.

– No sé si es un buen ejemplo. El fútbol también puede valer.

El otro alzó la cabeza, sonrió de modo extraño, casi provocador, e hizo un ademán hacia la pintura mural.

– ¿Y dónde está ella?… ¿Le reserva un lugar especial en el tablero, o forma parte de toda esa masa de gente?

Faulques dejó la bandeja. No le gustaba aquella repentina sonrisa insolente. Y, para su íntima sorpresa, por un instante se vio calculando las posibilidades que tenía de golpear a Markovic. El croata era fuerte, decidió. Más bajo que él, pero también más joven y fornido. Tendría que pegarle antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Cogiéndolo de improviso. Miró alrededor: necesitaba un objeto contundente. La escopeta estaba en el piso de arriba. Demasiado lejos.

– No es asunto suyo -dijo.

El otro frunció los labios de modo desagradable.

– Estoy en desacuerdo con eso. Todo lo que a usted se refiere es asunto mío. Incluyo ese ajedrez del que habla con tanta sangre fría… Y a la mujer que fotografió muerta.

Había un tubo de andamio en el suelo, junto a la puerta, a unos tres metros de donde Markovic estaba sentado. Un tubo de aluminio grueso, de tres palmos de longitud. Con el viejo instinto del espacio y el movimiento, como si de tomar una foto se tratara, Faulques calculó los pasos necesarios para hacerse con el tubo y llegar hasta el croata. Cinco hacia la puerta, cuatro hacia el objetivo. Markovic no iba a levantarse hasta que lo viera empuñarlo. En dos pasos rápidos podía llegar cerca de él antes de que terminara de incorporarse. Uno más para golpear. En la cabeza, naturalmente. No podía darle oportunidad de rehacerse. Quizá un par de golpes bastarían. O uno solo, con suerte. No tenía intención de matarlo, ni de avisar luego a la policía. En realidad no tenía intención de nada. Sólo estaba irritado y deseaba hacerle daño.

– Cuentan que era fotógrafa de modas y de arte -dijo Markovic-. Que usted la apartó de su mundo y se la llevó consigo. Que se hicieron compañeros y… ¿Cuál es la palabra?… ¿Marido y mujer?… ¿Amantes?

Faulques se secó las manos con un trapo. Quién cuenta eso, preguntó. Luego fue despacio hacia la puerta, el aire casual. Primero sólo un paso. Por el rabillo del ojo miraba el tubo en el suelo. Cogió el recipiente lleno de agua sucia de los pinceles y se dispuso a vaciarlo afuera, para justificar el movimiento. Me lo contó, estaba diciendo Markovic, gente que la conoció a ella y lo conoció a usted. Le aseguro que hablé con muchas personas antes de llegar aquí. Hice trabajos incómodos en varios países, señor Faulques. Viajar cuesta dinero. Pero tenía una poderosa razón. Ahora sé que mereció la pena.

– Yo pienso mucho en la mía, ¿sabe? -añadió tras quedarse callado un momento-. En mi mujer. Era rubia, dulce. Tenía los ojos castaños, como mi hijo… Y fíjese: en el niño no soporto pensar. Me viene una desesperación negra, ganas de gritar hasta romperme la garganta. Una vez lo hice, grité, y casi me la rompo de verdad. Sucedió en una pensión, y la dueña creyó que estaba loco. Dos días sin poder hablar, figúrese… En ella sí pienso. Es distinto. He ido con otras mujeres, después. Soy un hombre, al fin y al cabo. Pero hay noches que me revuelvo en la cama, recordando. Tenía la piel muy blanca, y la carne… Tenía…

Faulques estaba en la puerta. Arrojó el agua sucia y se inclinó para dejar la lata en el suelo, junto al tubo de andamio. Casi lo rozaba cuando comprobó que su cólera se había desvanecido. Se irguió despacio, las manos vacías. Markovic lo estudiaba ahora con curiosidad, atento a su cara. Por un momento los ojos del croata se posaron en el tubo de andamio.

– ¿Ese barco de turistas pasa a la misma hora, con la misma mujer, y no piensa ir al puerto y ver cómo es ella?

– Quizá lo haga un día.

Markovic sonrió apenas, el aire distraído.

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