– Y creo -concluyó- que estoy de acuerdo. Si dejamos aparte los desastres naturales donde no interviene el hombre… O al menos no intervenía; porque ahora, con la capa de ozono y todo eso… Si los dejamos aparte, quiero decir, resulta que la guerra es la mejor expresión del asunto… ¿Lo he comprendido bien?
Se lo quedó mirando con fijeza, muy atento, como si acabara de formular una pregunta decisiva. Faulques encogió los hombros. Todavía no había abierto la boca. El otro aguardó un momento, y al no obtener respuesta encogió los hombros también, imitando el gesto. Supongo que sí, dijo. La guerra como sublimación del caos. Un orden con sus leyes disfrazadas de casualidad.
– ¿Y de verdad cree eso? -insistió.
El pintor de batallas habló al fin. Sonreía esquinado, con nula simpatía.
– Claro… Es casi una ciencia exacta. Como la meteorología.
El croata enarcó las cejas.
– ¿La meteorología?
Podía preverse un huracán, explicó Faulques, pero no el punto exacto. Una décima de segundo, una gota más de humedad aquí o allá, y todo ocurría a mil kilómetros de distancia. Causas mínimas, inapreciables a simple vista, daban paso a espantosos desastres. Hasta se afirmaba que el invento de un insecticida había modificado la mortalidad en África, varió su demografía, presionó sobre los imperios coloniales y cambió la situación de Europa y del mundo. O el virus del sida. O un chip cuya invención podía alterar las formas tradicionales de trabajo, causar revueltas sociales, revoluciones y cambios en la hegemonía mundial. Hasta el chofer del principal accionista de una empresa, saltándose un semáforo en rojo y matando a su jefe en el accidente, podía desencadenar una crisis que hiciera desplomarse las bolsas de todo el mundo.
– En las guerras resulta más evidente. Después de todo, no son sino la vida llevada a extremos dramáticos… Nada que la paz no contenga ya en menores dosis.
Markovic lo observaba ahora con renovado respeto. Al cabo asintió despacio con la cabeza, el aire convencido. Comprendo, dijo. Lo comprendo muy bien. Y fíjese qué coincidencia. Cuando era pequeño, mi madre me cantaba una canción. Algo relacionado con esas leyes o cadenas ligadas al azar. Por culpa de un descuido se perdió un clavo, por culpa del clavo una herradura, por esta un caballo, por él un caballero. Y al final, por culpa de todo eso, cayó un reino.
Faulques se levantó, sacudiéndose los pantalones.
– Siempre fue así, pero se olvida. El mundo nunca supo tanto de sí mismo y de su naturaleza como ahora, pero no le sirve de nada. Siempre hubo maremotos, fíjese. Lo que pasa es que antes no pretendíamos tener hoteles de lujo en primera línea de playa… El hombre crea eufemismos y cortinas de humo para negar las leyes naturales. También para negar la infame condición que le es propia. Y cada despertar le cuesta los doscientos muertos de un avión que se cae, los doscientos mil de un tsunami o el millón de una guerra civil.
Markovic estuvo un rato callado.
– Infame condición, dice -murmuró al fin.
– Exacto.
– Usa bien las palabras.
– Tampoco usted se maneja mal.
Markovic cogió la bolsa con las cervezas, se puso en pie y asintió de nuevo. Miraba el mar, reflexivo.
– Infamia, clavos perdidos, descuidos, simetrías y azares… Estamos todo el tiempo hablando de lo mismo, ¿verdad?
– De qué, si no.
– También de navajas rotas y de fotos que matan.
De eso también, respondió el pintor de batallas, y se quedó mirándolo. Con aquella luz veía en el rostro del croata cosas en las que no había reparado.
– Nada es inocente, entonces, señor Faulques. Ni nadie.
Sin responder, el pintor de batallas dio media vuelta y se encaminó a la torre, y el otro lo siguió con toda naturalidad. Sus sombras, que caminaban juntas, parecían las de dos amigos bajo el sol del mediodía.
– Puede que lo del azar sea equívoco, en efecto -comentó Markovic con tono desenvuelto-. ¿Es el azar el que deja las huellas de los animales en la nieve?… ¿Fue eso lo que me puso delante de su cámara, o yo mismo anduve hasta ella, por causas inconscientes que no alcanzo a explicarme?… Lo mismo podría decirse de usted. ¿Qué lo hizo elegirme a mí, y no a otro?… En cualquier caso, una vez iniciado el proceso, la conjunción de azares y de circunstancias inevitables se hace demasiado compleja. ¿No cree?… Todo esto me parece nuevo, y extraño.
– Elegir, ha dicho.
– Sí.
– Le contaré lo que es elegir.
Entonces Faulques habló durante un rato -a su manera, entre prolongadas pausas y silencios- de elecciones y de azares. Lo hizo refiriéndose al franco tirador junto al que había pasado cuatro horas tumbado en el piso de la terraza de un edificio de seis plantas desde el que se dominaba una amplia vista de Sarajevo. El francotirador era un serbio bosnio de unos cuarenta años, flaco y de ojos tranquilos, que había cobrado a Faulques doscientos marcos por permitirle estar a su lado cuando le disparaba a la gente que corría a pie o pasaba a toda velocidad en automóvil por la avenida Radomira Putnika, con la condición de que lo fotografiase a él y no la calle, para evitar que localizaran su posición por el encuadre. Habían conversado en alemán durante el acecho, mientras Faulques jugueteaba con las cámaras para acostumbrar al otro a ellas, y su interlocutor fumaba un cigarrillo tras otro, inclinándose de vez en cuando a echar un vistazo atento a lo largo del cañón de un rifle SVD Dragunov, que tenía adosada una potente mira telescópica y apuntaba a la calle, encajado entre dos sacos terreros, por una estrecha tronera abierta en el muro. Sin complejos, el serbio había admitido que disparaba igual contra hombres que contra mujeres y niños, y Faulques no le hizo preguntas de índole moral, entre otras cosas porque no estaba allí para eso, y también porque conocía de sobra -no era su primer francotirador- los motivos simples por los que un hombre con las dosis adecuadas de fanatismo, rencor o ánimo de lucro mercenario podía matar indiscriminadamente. Hizo preguntas técnicas, de profesional a profesional, sobre distancia, campo de visión, influencia del viento y de la temperatura en la trayectoria de las balas. Explosivas, había precisado el otro en tono objetivo. Capaces de hacer estallar una cabeza como un melón bajo un martillo, o de reventar las entrañas con absoluta eficacia. Y cómo eliges, preguntó Faulques. Me refiero a si disparas al azar o seleccionas los blancos. Entonces el serbio expuso algo interesante. No hay azar en esto, explicó. O había muy poco: el justo para que alguien decidiera cruzar por allí en el momento adecuado. El resto era cosa suya. A unos los mataba y a otros no. Así de fácil. Dependía de la forma de caminar, de correr, de pararse. Del color de pelo, de los gestos, de la actitud. De las cosas con las que los asociaba al mirarlos. El día anterior había estado apuntando a una jovencita a lo largo de quince o veinte metros, y de pronto un gesto casual de esta lo hizo pensar en su sobrina pequeña -en ese punto, el francotirador abrió la cartera y le enseñó a Faulques una foto familiar-. Así que a esa no le disparó, y eligió en cambio a una mujer que estaba cerca, asomada a una ventana y, quién sabe, quizá esperando ver cómo mataban a la chica que caminaba distraída y al descubierto. Por eso decía que lo del azar era relativo. Siempre había algo que lo decidía por este o por aquel, dificultades operativas aparte, claro. A los niños, por ejemplo, era más difícil acertarles, porque nunca se estaban quietos. Pasaba como con los conductores de automóviles en marcha: a veces se movían demasiado rápidos. De pronto, a media explicación, el francotirador se había puesto tenso, sus facciones parecieron enflaquecer y las pupilas se contrajeron mientras se inclinaba sobre el rifle, ajustaba la culata en el hombro, pegaba el ojo derecho al visor y situaba con suavidad el dedo en el gatillo. Jagerei, había susurrado en su mal alemán, entre dientes, como si desde abajo pudieran oírlo. Caza a la vista. Transcurrieron unos segundos mientras el rifle describía un lento movimiento circular hacia la izquierda. Después, con un solo estampido, la culata golpeó su hombro, y Faulques pudo fotografiar el primer plano de aquella cara flaca y tensa, un ojo entornado y el otro abierto, la piel sin afeitar, los labios prietos como una línea implacable: un hombre cualquiera, con sus criterios selectivos, sus recuerdos, antipatías y aficiones, fotografiado en el momento exacto de matar. Aún tomó una segunda exposición cuando el francotirador apartó la mejilla de la culata del rifle, miró al objetivo de la Leica con ojos helados, y tras besarse juntos tres dedos de la mano con la que había disparado, pulgar, índice y medio, hizo con ellos el saludo serbio de la victoria. ¿Quieres que te diga a quién le acerté?, preguntó. ¿Por qué elegí ese blanco y no otro? Faulques, que comprobaba la luz con el fotómetro, no quiso saberlo. Mi cámara no fotografió eso, dijo, luego no existe. Entonces el otro lo miró un rato en silencio, sonrió apenas, después se puso serio y le preguntó si dos días atrás había pasado junto al puente Masarikov al volante de un Volkswagen blanco con un cristal roto y las palabras Press-Novinar compuestas con cinta adhesiva roja sobre el capó. Faulques se quedó inmóvil un instante, terminó de guardar el fotómetro en su bolsa de lona y contestó con otra pregunta cuya respuesta intuía. Entonces el serbio palmeó con suavidad la Zeiss telescópica de su rifle. Porque te tuve, respondió, en esta mira durante quince segundos. Me quedaban sólo dos balas, y tras pensarlo me dije: hoy no voy a matar a este glupan. A este gilipollas.