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El dolor se insinuó otra vez, abriéndose paso desde sus entrañas. El pintor de batallas se quedó inmóvil un par de segundos, acechándolo, y al confirmar el anuncio sonrió apenas, para sí, con la perversa malicia de saber cosas que el dolor ignoraba. En cualquier caso, aquella noche Faulques no estaba dispuesto a concederle ninguna oportunidad; no había tiempo para eso. Así que lo atajó al instante, casi con precipitación: dos pastillas, un sorbo de coñac en un vaso. Puso la botella sobre la mesa, entre los frascos y los pinceles, y al cabo, tras dudar un momento, volvió a cogerla y bebió un segundo trago, directamente del gollete. Luego salió a la puerta para recostarse en el muro, sintiendo el fresco del terral nocturno mientras esperaba a que el medicamento hiciera su efecto. Miró las estrellas y el reflejo distante del faro recortando el acantilado. En algún momento, entre los puntitos luminosos de las luciérnagas que revoloteaban bajo la masa oscura de los pinos, le pareció ver avivarse la brasa rojiza de un cigarrillo.

Cuando se extinguieron los últimos latidos de dolor, Faulques entró de nuevo en la torre, sintiendo la suave lucidez química del calmante disuelto en su estómago. Dispuesto a reanudar el trabajo, revisó otra vez la parte no pintada. Entonces vio algo que antes no había visto. Se insinuaba allí, descubrió con estupor, una obra diferente, más heterodoxa y atrevida. Un espacio en blanco donde lo incompleto, la ausencia, era confirmación de la presencia misma. Movido por esa intuición, dejó el pincel -sin enjuagar ni secar, tal como estaba- e intentó conseguir el efecto impregnando el dedo pulgar de la mano derecha con la mezcla que había en la paleta. Luego frotó deslizándolo a lo largo del camino recién pintado, dándole apariencia de río inexorable de prolongados surcos, de líneas y crestas minúsculas difíciles de apreciar a simple vista. Siguió trabajando con las manos, sin pinceles. Aplicaba ahora la pintura con los dedos, blanco, azul, amarillo y blanco, obteniendo verdes singulares parecidos a la luz de la mañana sobre un prado, grises semejantes al asfalto de una carretera removida por la metralla, azules sucios de cielo brumoso por el humo de casas en llamas. Y un verde líquido como los ojos de la mujer a la que recordaba en aquel paisaje, pantalones tejanos ajustados a las largas piernas, sahariana caqui, cabello rubio recogido en dos trenzas sujetas con cintas elásticas, la bolsa con las cámaras a la espalda y una de ellas sobre el pecho. Olvido Ferrara caminando por la carretera de Borovo Naselje.

Ella había dicho algo aquella misma mañana. Lo hizo mientras comprobaban el equipo tras pasar la noche acurrucados en un portal, en un patio junto a la calle principal de Vukovar que parecía a resguardo de los morteros serbios. Habían estado bombardeando las inmediaciones; varias veces los resplandores iluminaron los tejados rotos de los edificios cercanos, pero luego siguieron tres horas de silencio. Los dos fotógrafos se pusieron en pie al alba, con la primera luz tiñéndolo todo igual que una veladura de grisalla, y fue entonces cuando Olvido miró alrededor, las fachadas de las casas desiertas, los fragmentos de ladrillo y vidrio esparcidos por el suelo, y habló sin dirigirse a Faulques, como expresando en voz alta un pensamiento en el que estuviese sumida. Es cuestión de imaginación más que de óptica, dijo. Luego se quedó callada mirando aquel lugar sombrío, el cuerpo de la cámara abierto en las manos y la película a medio introducir. Cerró la tapa con un chasquido, hizo sonar el motor de arrastre y le sonrió a Faulques, distraída, cual si todo cuanto ocupase en ese momento su cabeza estuviese lejos. Aquellos tipos, añadió de pronto, Géricault y Rodin, tenían razón: sólo el artista es veraz. Es la fotografía la que miente.

Más tarde, esa mañana, las deportivas blancas de Olvido hacían crujir la gravilla del suelo -la carretera estaba salpicada de impactos de artillería- y Faulques escuchaba ese sonido mientras caminaba por el otro lado, las manos sobre las dos cámaras listas, atento al terreno y al cruce que tenían delante, una zona descubierta por la que tenían que pasar hacia Borovo Naselje. Un grupo de soldados croatas los precedía y otro iba detrás. Sonaban disparos de armas automáticas en la distancia: un crepitar apagado que se concertaba con el de las maderas del techo incendiado de una casa cercana. Había también un militar serbio muerto en el centro de la carretera, alcanzado el día anterior por uno de los morteros cuyos impactos en forma de estrella jalonaban esta. El serbio estaba boca arriba, la ropa destrozada por las esquirlas, cubierto de polvo gris que también le tapizaba los ojos entornados y la boca abierta, con los bolsillos vueltos del revés y sin botas. A su lado había objetos desdeñados por los saqueadores: un casco de acero verde con una estrella roja, una cartera abierta, algunos documentos esparcidos por el suelo, un manojo de llaves, un bolígrafo, un pañuelo arrugado. Mientras se aproximaba al cadáver, Faulques consideró la posibilidad de una foto con la casa incendiada al fondo. Así que calculó la luz a 125 de velocidad y 5.6 de diafragma, dispuso de antemano la Nikon F 3, y al llegar a su altura, deteniéndose un instante rodilla en tierra, encuadró el cuerpo, las piernas abiertas en V, los pies descalzos con un dedo asomando por un agujero del calcetín, los brazos en cruz y los objetos esparcidos junto a ellos, la casa incendiada a la izquierda haciendo otro ángulo con la carretera. Lo que no había modo de fotografiar era el zumbido de las moscas -ellas sí que ganaban todas las batallas-, ni el olor, evocadores de tantos otros olores y zumbidos, moscas y hedor entre cuerpos hinchados en Sabra y Chatila, manos atadas con alambre en los vertederos de San Salvador, camiones descargando cadáveres empujados por palas mecánicas en Kolwezi: zumzumzum. Un fotógrafo hábil, había dicho alguien, podía fotografiar bien cualquier cosa. Pero Faulques sabía que quien dijo eso nunca estuvo en una guerra. No era posible fotografiar el peligro, o la culpa. El sonido de una bala al reventar un cráneo. La risa de un hombre que acaba de ganar siete cigarrillos apostando sobre si el feto de la mujer a la que ha desventrado con su bayoneta es varón o hembra. En cuanto al cadáver del serbio descalzo, tal vez un escritor pudiera encontrar algunas palabras. Para las moscas, por ejemplo. Zumzumzumzumzumzum. El olor era otra cosa. O la escueta soledad del cuerpo muerto cubierto de polvo: nadie le sacudía el polvo a un cadáver. Sólo el artista es veraz, recordó Faulques. Y se dijo que tal vez era cierto, que la fotografía pudo ser veraz cuando era ingenua e imperfecta, en sus comienzos, cuando la cámara únicamente podía captar objetos estáticos, y en las antiguas placas las ciudades aparecían como escenarios desiertos donde los seres humanos y los animales eran trazos fugaces, imprecisos rastros fantasmales tan parecidos a los de otra foto posterior, hecha en Hiroshima el 6 de agosto de 1945: la huella impresa en un muro de una silueta humana y una escalera desintegradas por la deflagración de la bomba.

Al bajar la cámara, Faulques vio que Olvido se había detenido al otro lado de la carretera para no meterse en cuadro, y que lo miraba. Entonces se puso en pie y cruzó hacia ella, y mientras lo hacía comprobó que no apartaba sus ojos de él, como si estudiase cada uno de sus movimientos, sus gestos, su aspecto. En los últimos días la había sorprendido varias veces mirándolo de aquel modo, a hurtadillas primero, francamente después, cual si pretendiera grabarse en la memoria cuanto a él se refería, todas las imágenes de aquella etapa de un largo y extraño viaje que se hallara a punto de terminar. Un viaje del que ella tuviese el pasaje de vuelta en el bolsillo. Faulques caminaba con una sensación de tristeza y de frío infinitos. Para disimularlos miró alrededor: los soldados que se alejaban hacia el cruce, la casa incendiada. Sobre todo eso había un cielo limpio, sin una nube, y un sol que todavía no alcanzaba la altura incómoda para las fotos y proyectaba la sombra de Olvido sobre la gravilla suelta de la carretera, cuyo relieve deformaba sus contornos. Por un instante Faulques pensó en tomar una foto de esa sombra de bordes imprecisos; pero no lo hizo. Fue entonces cuando ella vio un cuaderno roto y descolorido en el suelo. Un cuaderno escolar, de tapas azules, con algunas hojas arrancadas, abierto sobre la hierba. Empuñó la cámara, dio dos pasos adelante buscando el encuadre, dio otro paso hacia la izquierda, y pisó la mina.

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