– Dios mío. Creía que estaba muerto.
– Casi lo estuve.
Se quedaron callados, mirándose como si ninguno de los dos supiera qué decir, o hacer.
– Bueno -murmuró Faulques al fin-. Admito que le debo un trago.
– ¿Un trago?
– Un vaso de algo… Alcohol, si gusta. Una copa.
Sonrió por primera vez, algo forzado, y el otro correspondió con el mismo gesto de antes, descubriendo el hueco en la dentadura. Parecía reflexionar.
– Sí -concluyó-. Quizá me deba ese trago.
– Pase.
Entraron en la torre. El recién llegado miró alrededor, sorprendido, y giró despacio sobre sus pies para abarcar la enorme pintura circular, mientras el pintor de batallas buscaba bajo la mesa donde se amontonaban pinceles, botes y tubos de pintura, y luego entre las cajas de cartón puestas en el suelo, los papeles con bocetos, las escaleras, caballetes y tablones para montar andamios, las dos potentes bombillas de 120 vatios que, situadas sobre una estructura móvil con percha y ruedas, conectadas al generador de afuera, iluminaban el mural cuando Faulques trabajaba de noche. Coñac español y cerveza caliente, dijo este. Es cuanto puedo ofrecerle. Y no hay hielo. El frigorífico sólo funciona un rato cuando enciendo el generador.
Sin dejar de mirar el mural, el otro hizo un ademán negligente. Le daba igual una bebida que otra.
– No lo habría reconocido nunca -comentó el pintor de batallas-. Estaba más flaco entonces. En la foto.
– Llegué a estarlo mucho más.
– Supongo que fueron tiempos malos.
– Supone lo oportuno.
Faulques fue hasta él con dos vasos llenos de coñac hasta la mitad. Tiempos malos para todos, repitió en voz alta. Pensaba en lo ocurrido tres días después, cerca del lugar en donde había hecho aquella foto: cuneta de la carretera de Borovo Naselje, afueras de Vukovar. Le pasó un vaso al visitante y bebió un sorbo del suyo. A esa hora no resultaba adecuado, pero había dicho una copa y aquello era una copa. El desconocido -ese ya no era un término riguroso, pensó de pronto- había dejado de mirar la pintura mural y sostenía el vaso sin prestarle mucha atención. Tras los cristales de las gafas, sus ojos claros, de un gris muy pálido, estaban ahora fijos en el pintor.
– Sé a qué se refiere… Vi morir a la mujer.
Faulques no era propenso a mostrar estupor, ni a desvelar emociones. Pero algo debió de reflejarse en su cara, pues vio asomar otra vez el agujero negro en la boca del visitante.
– Fue días después de que me hiciera la fotografía -prosiguió este-. Usted no advirtió mi presencia, pero yo estaba aquella tarde en la carretera de Borovo Naselje. Cuando oí la explosión pensé en uno de los nuestros… Al pasar lo vi arrodillado en la cuneta, junto al cuerpo.
Había titubeado un instante con la última palabra, como si tras dudar entre cadáver y cuerpo hubiese optado por esta. Y resultaba pintoresco, decidió Faulques, aquel modo entre cortés y anticuado de rebuscar ciertas palabras, con pausas en demanda del término exacto. Ahora el visitante se llevó por fin el vaso a los labios, sin dejar de mirar a su interlocutor. Los dos permanecieron un poco más en silencio.
– Lo lamento -dijo Faulques-. No lo recordaba a usted.
– Es natural. Parecía sensiblemente afectado.
– No me refiero a lo de Borovo Naselje, sino a la foto que le hice días antes… Su cara fue portada de varias revistas, y desde entonces la he visto cientos de veces. Ahora sí, claro. Sabiéndolo, resulta más fácil. Pero ha cambiado mucho.
– Usted lo dijo antes, ¿no?… Tiempos malos. Y después pasaron muchos años.
– ¿Cómo me ha encontrado?
Preguntando, repuso el otro volviendo a mirar la pintura. Aquí y allá. Es usted un hombre notorio y famoso, señor Faulques, añadió mojando distraído los labios en el coñac. Aunque lleve tiempo retirado, mucha gente lo recuerda. Se lo aseguro.
– ¿Cómo logró salir de allí?
El visitante le dirigió una extraña mirada. Supongo que habla de Vukovar, repuso. Me hirieron dos semanas después de que me hiciera la fotografía. No la herida de la mano que se ve en la imagen -mire, conservo la cicatriz-, sino otra más grave. Fue cuando los chetniks aún no habían cortado el paso de los maizales. Me evacuaron a un hospital de Osijek.
Se tocaba el costado izquierdo indicando el lugar exacto. No con un dedo, sino con la mano abierta; así que Faulques dedujo que el destrozo habría sido grande. Asintió con vaga simpatía.
– ¿Metralla?
– Una bala del doce punto siete.
– Tuvo mucha suerte.
No se refería a que su visitante no hubiese muerto de la herida, sino a que esta se produjera mientras aún era posible sacar de Vukovar a los heridos. Cuando los serbios cortaron también aquel sendero, nadie pudo abandonar la ciudad cercada. Y al caer esta, todos los prisioneros en edad de combatir fueron asesinados. Eso incluyó a los heridos, arrastrados fuera del hospital, muertos a tiros y enterrados en gigantescas fosas comunes.
Al oír la palabra suerte, el otro había mirado a Faulques de modo extraño. Seguía haciéndolo. Al cabo puso el vaso sobre la mesa y echó otra larga ojeada circular.
– Curioso lugar. Pero no veo recuerdos de otros tiempos.
Faulques señaló la pintura: la ciudadela de sombras en contraluz sobre el fuego semejante a un volcán, los reflejos metálicos de las armas modernas, el tropel acerado desbordando la brecha de un muro, los rostros de mujeres y niños, los ahorcados pendiendo como racimos de los árboles, las naves alejándose en el horizonte gris.
– Esos son mis recuerdos.
– Me refiero a fotos. Usted es fotógrafo.
– Lo fui.
– Lo fue, eso es. Y los fotógrafos suelen colgar fotos en las paredes. Fotos que han hecho. Y más cuando tienen importantes premios. ¿No se avergonzará de sus fotos, verdad?
– Ya no me interesan. Es todo.
– Claro -el visitante sonrió de un modo extraño-. Eso es todo.
Ahora estudiaba las imágenes del mural con atención, fruncido el ceño.
– ¿También están entre sus recuerdos las guerras antiguas?… ¿Troya y sitios así?
Le tocó a Faulques el turno de sonreír a medias.
– De eso se trata. Los sitios así siempre son el mismo sitio.
Aquello debió de parecerle interesante al otro, pues se quedó quieto, la mirada inmóvil, meditando sobre lo que acababa de escuchar. El mismo sitio, repitió en voz baja. Dio unos pasos, observando los detalles de cerca. De pronto parecía incómodo.
– No entiendo de pintura -dijo.
Después fue hasta su mochila, que había dejado junto a la puerta, y cogió una carpeta de cuyo interior extrajo una hoja doblada por la mitad. Papel viejo, manoseado: una página de revista. La portada de Newszoom con la fotografía hecha diez años atrás. Se acercó con ella a la mesa, la puso junto a los frascos de pintura y los pinceles, y ambos la contemplaron en silencio. Era realmente una foto singular, se dijo Faulques. Fría, objetiva. Perfecta. La había visto muchas veces, pero seguían complaciéndolo las líneas geométricas invisibles -o visibles para un observador atento- que la sustentaban como un cañamazo impecable: el primer plano del soldado exhausto, la mirada perdida que parecía formar parte de las líneas de esa carretera que no llevaba a ninguna parte, los muros casi poliédricos de la casa en ruinas salpicada por la viruela de la metralla, el humo lejano del incendio, vertical como una columna negra y barroca, sin un soplo de brisa. Todo aquello, encuadrado en un visor fotográfico e impreso en un negativo de 24x36 milímetros, era más fruto del instinto que del cálculo, aunque el jurado que premió la imagen subrayara que lo casual resultaba relativo. No es sólo su perfección, declaró un miembro del comité del Europa Focus. Es nuestra certeza de que el punto de vista, la mirada de quien la obtuvo, se ha formado con una intensa experiencia, y que esa imagen es el sedimento final, la culminación de un largo proceso personal, profesional y artístico.