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– Yo tenía veintisiete años -dijo el visitante, alisando la página con la palma de la mano.

Lo dijo en tono neutro, sin nostalgia ni melancolía; pero Faulques no le prestó atención. La palabra artístico oscilaba en su memoria, produciéndole un malestar retrospectivo. En nuestro oficio, había dicho una vez Olvido -rebobinaba la película sentada en un sillón destripado, las cámaras en el regazo, ante el cadáver de un hombre sin cabeza del que sólo había fotografiado los zapatos-, la palabra arte siempre suena a mixtificación y a paños calientes. Mejor seamos amorales que inmorales. ¿No te parece? Y ahora, por favor, bésame.

– Es una buena foto -prosiguió el visitante-. Se me ve cansado, ¿verdad?… Y lo estaba. Supongo que el cansancio es lo que le da a mi cara ese aspecto dramático… ¿El título lo eligió usted?

Aquello era precisamente lo opuesto al arte, pensaba Faulques. La armonía de líneas y formas no tenía otro objeto que llegar a las claves íntimas del problema. Nada que ver con la estética, ni tampoco con la ética que otros fotógrafos usaban -o decían usar- como filtro de sus objetivos y su trabajo. Para él todo se había reducido a moverse por la fascinante retícula del problema de la vida y sus daños colaterales. Sus fotografías eran como el ajedrez: donde otros veían lucha, dolor, belleza o armonía, Faulques sólo contemplaba enigmas combinatorios. Lo mismo ocurría con la vasta pintura en la que ahora trabajaba. Cuanto intentaba resolver en aquella pared circular estaba en las antípodas de lo que el común de la gente llamaba arte. O tal vez lo que ocurría era que, una vez dejado atrás cierto punto ambiguo y sin retorno donde, ya sin pasión, languidecían ética y estética, el arte se convertía -y tal vez las palabras adecuadas eran de nuevo- en una fórmula fría y puede que eficaz. Una impasible herramienta para contemplar la vida.

Tardó en darse cuenta de que el otro aguardaba su respuesta. Se esforzó en recordar. El título, eso era. Había preguntado por el título de la foto.

– No -dijo-. Eso lo hacían las revistas, los diarios y las agencias, por su cuenta. No era cosa mía.

– El rostro de la derrota. Muy apropiado. ¿Cuáles son sus recuerdos de aquel día, señor Faulques?… ¿De aquella derrota?

Lo observaba con curiosidad. Tal vez una curiosidad demasiado formal, como si la pregunta estuviese menos motivada por interés que por cortesía. El pintor de batallas movió la cabeza.

– Me acuerdo de casas que ardían y de su grupo retirándose del combate… Poco más.

No era exacto. Recordaba otras cosas, pero no lo dijo. Recordaba a Olvido caminando en silencio por el lado opuesto de la carretera, una cámara sobre el pecho y la pequeña mochila a la espalda, el pelo trigueño sujeto en dos trenzas, las piernas largas y esbeltas enfundadas en los vaqueros, las deportivas blancas haciendo crujir la gravilla de la carretera suelta por las granadas de mortero. A medida que se acercaban al frente y el combate sonaba próximo, el paso de ella parecía más vivo y firme, como si se esforzara, sin saberlo, en llegar a tiempo a la cita ineludible que la aguardaba tres días más tarde en la carretera de Borovo Naselje. Y al remontar una cuesta que los dejaba al descubierto, cuando las líneas curvas se hicieron tangentes con rectas hostiles y sobre sus cabezas pasó el ziaaang, ziaaang de dos balas perdidas y al límite de su alcance, Faulques la había visto detenerse ligeramente encorvada, mirando alrededor con la cautela de un cazador cercano a su presa, antes de volverse hacia él y sonreír con ternura feroz, un poco distraída y como ausente, dilatadas las aletas de la nariz, los ojos brillando cual si estuviesen a punto de llorar adrenalina.

El visitante cogió su vaso de la mesa, y tras sostenerlo un momento volvió a dejarlo donde estaba, sin probarlo.

– Pues yo recuerdo muy bien cuando me hizo la foto.

Aunque nuestras circunstancias eran distintas, añadió. Para Faulques era un trabajo más, claro. Rutina profesional. Pero él era la primera vez que se veía en algo así. Lo habían reclutado pocos días antes, y terminó entre camaradas tan asustados como él, con un fusil en las manos frente a los tanques serbios.

– Nos destrozaron, oiga. Literalmente. De cuarenta y ocho que éramos, volvimos quince… Los que vio en la carretera.

– No tenían buen aspecto.

– Imagínese. Habíamos corrido como conejos, campo a través, hasta reagruparnos en las afueras de Petrovci. Estábamos tan asustados que los jefes nos ordenaron retirarnos hacia Vukovar… Fue entonces cuando usted y la mujer se cruzaron con nosotros. Recuerdo que me sorprendió verla. Es una fotógrafa, pensé. Una corresponsal. Pasó por nuestro lado caminando rápido, como si no nos viera. Me quedé mirándola, y al volver la cara me encontré con usted delante. Me apuntaba, o encuadraba, o como se diga, haciéndome la foto… Sí. Hizo clic y siguió camino sin un gesto ni un saludo. Nada. Creo que ya había dejado de pensar en mí, incluso de verme, cuando bajó la cámara.

– Es posible -concedió Faulques, molesto.

El visitante indicó la fotografía con un vago ademán. No puede sospechar, dijo luego, la cantidad de cosas en que he pensado estos años, mirándola. Todo cuanto he aprendido de mí, de los otros. De tanto estudiar mi cara, o más bien la que tenía entonces, he llegado a verme como desde fuera, ¿comprende?… Se diría que es otro el que mira. Aunque lo que ocurre, supongo, es que realmente es otro el que ahora mira.

– Pero usted -concluyó volviéndose muy despacio hacia el pintor- no ha cambiado mucho.

Su tono era extraño. Faulques lo interrogó con una mirada suspicaz, en silencio, y vio que alzaba levemente una mano, cual si aquella pregunta no formulada careciera de sentido. Nada de particular. Pasaba por aquí y quise saludarlo, apuntaba el gesto. Qué otra cosa quiere que yo quiera.

– No -prosiguió al cabo de un momento-. Lo cierto es que no ha cambiado casi nada… El pelo gris, tal vez. Y más arrugas en la cara. Aun así, no ha sido fácil encontrarlo. Anduve por muchos sitios, preguntando. Fui a sus agencias de fotos, a revistas… Sabía poco de usted, pero, a medida que iba averiguando cosas, supe que era un fotógrafo famoso. De los mejores, dicen. Que casi siempre trabajó en guerras, que tiene muchos premios… Que un día lo dejó todo y desapareció. Al principio pensé que la muerte de aquella mujer tenía que ver con eso, pero luego comprobé que aún siguió trabajando unos años más. No se retiró hasta después de lo de Bosnia y Sarajevo, ¿verdad?… Y alguna cosa en África.

– ¿Qué quiere de mí?

Imposible saber si el otro sonreía, o no. La mirada parecía ir por su cuenta, fría, ajena al rictus benévolo de la boca.

– Me hizo famoso. Decidí conocer a quien me había hecho famoso.

– ¿Cómo se llama?

– Eso tiene gracia, ¿verdad? -los ojos seguían fijos y fríos, pero se ensanchó la sonrisa del visitante-. Usted le hizo una foto a un soldado con quien se cruzó un par de segundos. Un soldado del que ignoraba hasta el nombre. Y esa foto dio la vuelta al mundo. Luego olvidó al soldado anónimo e hizo otras fotos. A otros cuyo nombre también ignoraba, imagino. Tal vez los hizo famosos como a mí… Era un curioso trabajo, el suyo.

Se calló, reflexionando quizá sobre las singularidades del antiguo trabajo de Faulques. Miraba absorto el vaso de coñac, que estaba junto a la fotografía. Pareció reparar en él y lo cogió, llevándoselo a los labios.

– Me llamo Ivo Markovic.

– ¿Por qué me busca?

El otro había dejado el vaso y se limpiaba la boca con el dorso de la mano.

– Porque voy a matarlo a usted.

Durante un rato sólo se escuchó el rumor de las cigarras afuera, entre los matorrales. Faulques cerró la boca -la había dejado entreabierta al oír aquello- y miró alrededor. El corazón le latía lento y sin compás. Lo notaba agitarse en el pecho.

– ¿Por qué? -preguntó.

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