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El almacén era enorme, un edificio grande, gigantesco, que se erguía amenazadoramente hacia arriba muy cerca del muro exterior. Los dos sirvientes estaban esperando cuando Isabella y la Signora Bertroni se apresuraron a subir hasta ellos.

Tomó algo de tiempo encontrar antorchas y lámparas para iluminar adecuadamente el cavernoso almacén a fin de encontrar los suministros que necesitaban. Después Isabella dirigió a los dos hombres y al joven hijo de la Signora Bertram para cargar grano y frutos seco en suficiente cantidad como para mantener a la familia a través de la fría estación. Anotó cuidadosamente cada artículo en un pergamino que entregar a Don DeMarco. La tarea llevó más de lo que esperaba, y la noche había caído para cuando la carreta estuvo cargada.

Isabella se percató justamente de lo fría que estaba realmente cuando se giró para extinguir las antorchas. Llegó poco a poco entonces. Lento. Insidioso. Ese terrible conocimiento que retorcía el estómago de que no estaba sola. Miró alrededor cuidadosamente, pero sabía que la entidad la había encontrado.

Le parecía mal enviar a la viuda y sus hijos solos a la granja sin una escolta cuando el viento estaba aullando una vez más y la carreta estaba pesadamente cargada. Temía por ellos en la oscuridad con el rencoroso y malevolente ser esperando para golpear.

– Será mejor que vayáis con la Signora Bertroni -dijo a los dos sirvientes-. Escoltad la carreta hasta la granja, descargadla, y permanecer por la noche si es necesario e informad de vuelta en la mañana.

La molestia cruzó la cara del hombre más joven.

– Yo tengo una casa a la que ir. Una mujer esperando por mí. Hace frío y es tarde. Deje ir a Carlie -Señaló al hombre más viejo con un tirón de su pulgar.

– Deben ir ambos -dijo Isabella severamente, su expresión en cada pedazo la de una aristocratica-. No podeis permitir que esta mujer y sus hijos viajen sin escolta en la oscuridad. No oiré nada más sobre ello.

El hombre la miró fijamente, sus ojos negros chasqueando con furia reprimida. Por un momento su boca trabajó haciendo pensar que estallaría en una protesta, pero apretó los labios en una dura línea y la pasó rozando, golpeándola con fuerza suficiente como para hacerla trastibar. Siguió adelante sin una disculpa, sin mirar atrás.

Isabella le miró fijamente, preguntándose si de algún modo había puesto a la viuda en peligro al proporcionarle una escolta amargada y renuente. Estremeciéndose incontrolablemente, se apresuró a apagar de un soplo el resto de las luces, con la excepción de una linterna que necesitaba para iluminar su camino de vuelta al castello.

Através de la puerta abierta pudo ver la neblina cubriendo el terreno. La niebla era espesa y se arremolinaba como un sudario gris y blanco en la oscuridad.

– Justo lo que necesito -masculló en voz alta, tanteando en su bolsillo en busca de la llave de la puerta del almacén. No estaba allí.

Sostuvo la linterna en alto, buscando por el suelo alrededor, intentando localizar el punto exacto donde el sirviente más joven había tropezado bruscamente con ella. La llave debía haberse deslizado de su falda cuando la envió tambaleando hacia atrás.

Un torrente de inyectivas explotó en el umbral, llenas de odio y aterradoras. El corazón de Isabella saltó, y se dio la vuelta para ver al joven sirviente, su cara retorcida por la malicia, cerrando la pesada puerta.

– ¡No! -Isabella se abalanzó hacia él, su corazón palpitando de miedo. La puerta se cerró de golpe sólidamente, aislándola del mundo exterior, aprisionándola dentro del enorme almacén sin calor y sin capa.

Colocando cuidadosamente la linterna en el suelo, Isabella intentó empujar la pesada puerta. Estaba cerrada, el misterio de la llave perdida estaba resuelto. El sirviende debía ser un adepto en vaciar bolsillos y la había extraído limpiamente cuando la había golpeado. Se quedó muy quieta, temblando en el aire frío, consciente de lo húmedos que estaban sus zapatos. Sus pies estaban congelados. Descansó la cabeza contra la puerta, cerrando los ojos brevemente con desmayo. La luz de la linterna lanzaba un círculo oscuro alrededor de ella pero no se extendia más de unos escasos centímetros más allá del ruedo de su vestido.

Tuvo miedo de moverse más profundamente hacia el interior del almacén. Quería ser capaz de gritar pidiendo ayuda si oía a alguien cerca. El frío había entrado a rastras en sus huesos, y era incapaz de detener sus indefensos estremecimientos. Frotándose las manos arriba y abajo por los brazos generó la ilusión de calidez pero poco más. Se puso en pie, paseó de acá para allá, y movió los brazos, pero sus pies estaban tan fríos que creyó que podrían hacerse pedazos.

Isabella se negó a entretenerse en la idea de que podía morir de frío. Nicola vendría a por ella. En el momento en que encontrara a su hermano con Francesca, en el momento en que viera su cama vacía, pondría la finca patas arriba buscándola, y la encontraría. Se aferró a ese conocimiento.

Evitó deliberadamente mirar el negro y vacío espacio del edificio oscurecido. Producía una sensación perturbadora, como si cientos de ojos la miraran desde el interior sombrío. Cada vez que su mirada saltaba inadvertidamente en esa dirección, las sombras se movían alarmantemente, y ella apartaba la mirada. Solo el silencio se extendía interminamente ante ella. Detestaba la falta de sonido, demasiado consciente del castañeteo de sus dientes y lo sola que estaba.

Un susurró de movimiento captó su atención, y su corazón se inmovilizó. Se giró para atisvar la oscuridad. El ruido llegó de nuevo. Una carrera apresurada de pies diminutos. Su corazón empezó a palpitar fuera de ritmo de terror. Acercó su mano a la linterna. Cuando sus dedos se cerraron alrededor de ella, alzó más la luz, esperando ampliar el círculo de iluminación.

Las vio entonces, un destello de cuerpos peludos corriendo a lo largo de los estantes. Su cuerpo entero se estremeció de horror. Detestaba las ratas. Podía ver sus ojos de abalorio mirándola fijamente. Las ratas deberían haberse alejado de la linterna, pero continuaban corriendo hacia ella.

Comprendió que estaban agitadas, espantadas por un depredador. Por aterradoras que fueran las ratas, lo que fuera que las asustaba lo era incluso más. Las ratas se apresuraron alrededor de sus pies, escurriéndose hacia un agujero que ella no podía ver. Chilló cuando las sintió rozar contra sus zapatos, sus tobillos, en su apresurado éxodo. Isabella aferró la linterna y estudió el cavernoso interior, intentando perforar el velo de oscuridad para ver que había hecho correr a las ratas en busca de seguridad.

Solo entonces se le ocurrió. Por mucho que detestara a las ratas, con grano y comida en el almacén, había visto solo un puñado de ellas. Debería haber habido muchas, muchas más. ¿Dónde estaban? Alzó más alto la linterna, con la boca seca de miedo. ¿Por qué no hay más ratas y ratones? ¿Donde podrían estar todas? ¿Y qué las había asustado más que su linterna, más que un humano?

Un gato aulló. Un grito agudo como el de una mujer aterrada. Otro gato contestó. Después otro. Tantos que Isabella temió que el edificio estuviera invadido de felinos. Se colocó la mano libre sobre una oreja para ahogar el creciente volumen de los gritos de los gatos. La linterna se balanceó precariamente, titilando y vacilando, y contuvo el aliento, temiendo que la llama se apagara. Cuando enderezó cuidadosamente la lámpara, estallaron las luchas, los gatos se daban zarpazos unos a otros, un continuo aullido de animales muertos de hambre desesperados por comida.

Los gatos la asechaban, ojos brillantes en la oscuridad. Uno saltó a los estantes sobre su cabeza, siseando y arañando el aire.

Aterrada, Isabella se presionó contra la puerta, intentando permanecer fuera del camino del animal. Con las orejas gachas en la cabeza, el gato gruñó hacia ella, exponiendo largas y afiladas garras y dientes puntiagudos. Aunque penosamente pequeño en comparación con un león, el animal era todavía peligroso. El gato siseó y escupió, con ojos fieros. Sin previo aviso, se lanzó al aire, extendiendo las garras hacia su cara. Isabella gritó. Balanceó la linterna hacia el gato, conectando sólidamente y lanzando al animal lejos de ella. Por un momento que le detuvo el corazón, la luz se oscureció, vaciló, la céra líquida salpicó por el suelo. Contuvo el aliento, rezando, hasta que la llama se estabilizó.

El gato chilló, aterrizó sobre sus pies, y volvió a gruñir, encorvándose mientras la observaba. Los ojos gatos sisearon y aullaron, el estrépito fue espantoso. Isabella no se atrevía a apartar los ojos del gato que la acechaba. Era pequeño, pero salvaje y hambriento. Podía hacer mucho daño. Sabía que si permanecía donde estaba, acobardada contra la puerta, los otros se unirían al atrevido atacándola. Reuniendo cada pizca de coraje que poseía, Isabella comenzó a abrise paso centímetro a centímetro hacia la antorcha más cercana.

Con su movimiento, los gatos comenzaron a agitarse, arañando el aire con sus garras, escupiendo, siseando, el pelo en su lomo y cola erizado. Algunos de ellos atacaron a los otros. Dos dieron un salto mortal desde un estante y aterrizaron con un golpe a sus pies. Uno golpeó hacia ella, arañando sus zapatos antes de alejarse de un salto. Mientras se extendía en busca de la antorcha anclada en la estantería, uno de los gatos golpeó hacia su brazo, desgarrando la manga y dejando un largo arañazo.

Encendió la antorcha con la llama de la linterna y la sostuvo en alto. Al momento los gatos gritaron en protesta, la mayor parte deslizándose de vuelta a las sombras. Pero unos pocos de los gatos más atrevidos avanzaron hacia ella, siseando su desafio. Balanceó la antorcha en un semicírculo, retirándose hacia la puerta. Después hizo unos cuantos pases vertiginosos, incluso los animales más agresivos permanecieron atrás. Solo cuando colocó la linterna sobre el suelo comprendió que ella misma estaba todavía gritando.

Isabella se deslizó hacia abajo por la puerta para sentarse sobre el suelo, colocándose una mano sobre la boca, avergonzada de su incapacidad de permanecer en calma. La pérdida de control nunca estaba permitida. Repitió las palabras en su mente, utilizando la voz de su padre. En silencio, se acurrucó en el suelo, temblando de frío, sus manos y pues entumecidos. Sostenía la antorcha como un arma, aterrada de que se consumiera antes de que Nicolai viniese a por ella.

No tenía ni idea de cuanto tiempo había pasado realmente en el almacén, parecía como si la mayor parte de la noche hubiera pasado. La vela de la linterna había ardido hasta quedar del tamaño de su pulgar, la llama vacilaba. La antorcha se había reducido a un ascua encendida. Los gatos se aventuraban ocasionalmente a acercarse a ella, pero la mayor parte de ellos se mantenían a una respetuosa distancia del círculo de luz. Estaba demasiado fría, demasiado asustada para moverse cuando la puerta finalmente empezó a abrirse rechinando.

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