Isabella tuvo la decencia de ruborizarse.
– Nicolai es muy guapo. -observó casualmente. No le salió casualmente. Apenas reconoció su propia voz. Era suave, sensual y totalmente impropia de ella.
Las cejas de Sarina se dispararon.
– Es bueno que encuentres al don atractivo, Isabella, pero es un hombre. Los hombres ciertamente desean cosas de las mujeres. Nicolai no es diferente. ¿Te explico tu madre lo que se espera de una mujer cuando se casa?
Isabella se sentó, sujetando la colcha con una mano y aceptando la taza de té con la otra. Sarina comenzó a cepillar el largo cabello de Isabella. La acción fue tranquilizadora.
– La mia madre murió cuando yo era bastante joven, Sarina. Pregunté a Luca, pero él me dijo que era deber de mi esposo enseñarme esas cosas. -El color subió por su cuello hasta la cara. Tenía el presentimiento de que el don ya le había estado enseñando, antes de lo que debería.
– Hay cosas que pasan en el dormitorio entre un hombre y su esposa, cosas perfectamente naturales. Como él te dirá, Isabella, y aprenderás a disfrutarlas. Mi Betto ha hecho mi vida maravillosa, y creo que Nicolai hará lo mismo por ti. Pero esas cosas se hacen después de casados, no antes.
Isabella sorbió su té, agradeciendo no tener que contestar. Deseaba a Nicolai con cada fibra de su ser. Ni importaba que las cosas no hubieran ido perfectamente bien; su cuerpo todavía ardía por el de él. Ni se atrevió a contarle a Sarina lo que había pasado en su dormitorio.
isabella yació despierta largo rato después de que Sarina se marchara, esperando que Francesca fuera a visitarla. Estaba intranquila y deseaba compañía. La lengua afilada de Sarina habría ido mucho más lejos de saber cuanto se había anticipado Nicolai y agradecía que Sarina la hubiera tratado como a una hija o una amiga. Pero no podía hablar con Sarina de Nicolai.
Suspiró y puso los ojos en blanco, las colchas se enredaron alrededor de su cuerpo. Debería haberse puesto su camisón, pero una vez se marchó Sarina, Isabella yació desnuda, su cuerpo ardiendo, el recuerdo de la boca de Nicolai empujando con fuera hacia sus pechos y la sensación del pelo sedoso deslizándose sobre su piel, en primer plano en su mente. Anhelaba, ardía, estaba intranquila y con los nervios de punta. Deseaba todas las cosas que Sarina había sugerido. Deseaba la lengua de Nicolai acariciando su piel, sus dedos enterrados profundamente dentro de ella.
Era inútil yacer allí, incapaz de dormir. Se sentó, dejando que los cobertores cayeran hasta su cintura de forma que el aire refrescó su piel. Tiró de su larga y gruesa trenza hacia adelante y se soltó el pelo, sacudiendo la cabeza para que le acariciara la piel como había hecho el de él, cayendo en cascada más allá de su cintura para acumularse sobre la cama. Su cuerpo se tens´cuando las sedosas hebras acariciaron su cuerpo. Gimió suavemente de puro frustración.
Si no hubiera estado tan excitada, habría preguntado a Sarina por qué los sirvientes trataban a su don tan abominablemente, pero solo podía pensar en él. Nicolai DeMarco. Isabella apartó las colchas de un tirón decididamente y se levantó de la cama. Paseando desnuda por la habitación, estiró las manos hacia el fuego del hogar, la única luz que quedaba en la habitación. Nunca había estado desnuda delante de un fuego y lo había encontrado tan sensual.
¿La había cambiado él de alguna forma? Nunca antes se había sentido así, caliente, pesada y tan conscente de su propio cuerpo. Había sido naturalmente curiosa sobre lo que pasaba entre un hombre y una muer, pero ningún hombre la había afectado nunca como Nicolai. Le gustaba tocarle, lo duro y sólido que era su cuerpo. Isabella suspiró y palmeó al guardia del hogar detrás de su despeinada melena.
No se oyó ningún ruido, ningún sonido, nada la advirtió, pero giró la cabeza, y Nicolai estaba allí de pie, en el extremo más alejado de la habitación, parte de la pared estaba abierta. Sus ojos brillaban en la oscuridad, llameando con las llamas saltarinas del hogar. El corazón de Isabella empezó a palpitar. Parecía en cada centímetro un depredador, tan aterrador como uno de sus leones. Se sentía vulnerable sin su ropa y bastante rara. Agachó la cabeza haciendo que su largo pelo se balanceara a su alrededor como una capa.
– No deberías estar aquí -se las arregló para decir.
La ardiente mirada de él vagó posesivamente sobre su cuerpo. Un pecho asomó hacia él através de la caída de sedoso pelo, pero ella no lo notó.
– Tienes razón. No deberí. -Su voz fue ronca, y su cuerpo se endureció con un dolor salvaje.
– Sarina dijo que no debíamos estar juntos hasta que estemos casados -barbotó, la única cosa que se le ocurrió decir.
– No parezcas tan asustada, cara. Tengo intención de ser la decencia personificada. Ayudaría que pudieras envolverte en una bata. Eres bastante tentadora allí de piel con la luz del fuego tocándote en lugares intrigantes. -Recogió la bata caída sobre una silla y cruzó la habitación para quedarse cerca de ella.
Isabella podía sentir el calor irradiando de la piel de él. De su piel. Su cuerpo se tensó y convirtió en líquido ante la visión de él. Él parecía estar en el mismo aire que respiraba, su fragancia en los pulmones, en su mente.
– No pretendía tentarte. -No sabía si eso era verdad. Si tuviera algún sentido común en absoluto, huiría. Como mínimo debería gritar pidiendo a Sarina. En vez de eso, se quedó muy quieta, esperando. Deseando. Exaltada. Él inclinó la cabeza lentamente hacia ella. Observó la larga caída de su pelo extrañamente coloreado, muy parecido a la melena de un león. Quiso enterrar las manos en ella y sentirla, pero se quedó de pie, hipnotizada, observando la cabeza acercarse. Su lengua lamió el pezón que asomaba a través del pelo del pelo. Su mano le acunó el trasero desnudo, atrayéndosa hacia él, para así poder tomar el pecho en su boca. Caliente y húmeda, su boca se cerró alrededor de ella, succionando con fuerza, codiciosamente. Sus dedos le amasaron las nalgas, un lento y sensual masaje que la dejó débil y dolorida de deseo. Sus manos subieron y le acunaron la cabeza, sus dedos ahondaron an la espesa masa del pelo de él.
– ¿Qué me estás haciendo? -susurró, cerrando los ojos cuando las manos de él se deslizaron por su cuerpo posesivamente y le acunaron los pechos.
La palma de deslizó alrededro de su nuca.
– Algo que no debería. Ponte la bata antes de que olvide todas mis buenas intenciones. -Enredó la bata alrededor de ella, atándosela firmemente-. Tengo una sorpresa para ti. Sabía que no estarías durmiendo. -Recogió el pelo de ella en su mano, tiró de su cabeza hacia atrás, y tomó su boca. Su beso hizo que el mundo se tambaleara para ella, enviando una tormenta de fuego a través de su cuerpo. Cuando separó su boca de la de ella, solo pudieron mirarse impotentemente el uno al otro a los ojos.
Isabella le tocó la cara, las yemas de sus dedos acariciaron las profundas cicatrices.
– ¿Vamos a alguna parte?
Él le sonrió, una sonrisa juvenil y maliciosa.
– Necesitarás zapatos. Sabía que ni siquiera me harías preguntas… que simplemente vendrías conmigo. Te encantan las aventuras, ¿verdad?
Isabella rió suavemente.
– No puedo evitarlo. Debería haber nacido chico.
Las cejas de él se alzaron, y extendió el brazo para deslizar una mano por dentro de la bata de ellaña, su palma acunó el peso de un pecho, su pulgar acarició el pezón.
– Yo me alegro mucho de que hayas nacido mujer. -Había un rapto en su voz, una pequeña nota que traicionó las urgentes demandas de su cuerpo.
Isabella se quedó muy quieta, intentando no derretirse bajo su toque, intentando no lanzarse a sus brazos.
– Supongo que yo estoy muy contenta también -admitió mientras su sangre se caldeaba y acumulaba hasta una dolencia palpitante.
– ¿No te dijo Sarina que me detuvieras cuando te tocara así? -él inclinó la cabeza para rozar un beso por su temblorosa boca mientras reluctantemente retirba la mano de la calidez de su cuerpo-. Porque si no lo hizo, debería.
– Ahora mism no puedo recordarlo -admitió Isabella, sintiéndose aturdida. Miró alrededor en busca de una distración-. Sabia que había un pasadizo secreto. Había uno en nuestro palazzo. Solía jugar en él de niña.
– No estoy aquí para seducirte, Isabella, sino para giarte en un gran aventura.
– Bien, porque ahora recuerdo que Sarina me dejó muy claro que no debía haber seducción antes de que nos casemos -estaba excitada ante la perspectiva de ir con él y cogió apresuradamente sus zapatos-. ¿Debería ponerme un vestido?
Los ojos ámbar brillaron hacia ella, moviéndose sobre su cuerpo, dejándola débil.
– No, me gusta saber que no llevas nada bajo la bata. Nadie nos verás -la tomó de la mano-. Estarás a salvo conmigo -Se llevó la punta de sus dedos a los lbios, su aliento era cálido sobre la piel-. No sé si estaré a salvo contigo.
Su corazón palpitaba ruidosamente, pero ella fue sin dudar.
– Yo cuidaré de usted, Signor DeMarco, no tenga miedo.
– Yo tenía buenas y nobles intenciones, -le dijo él mientras avanzaban por el estrecho y oculto corredor-. No es culpa mía haberte encontrado sin ropa-. Sus dientes blancos centellearon hacia ella, esa sonrisa juvenil que le robaba el corazón-. Creía que eso solo ocurría en mis sueños.
– ¿Sueñas con frecuencia con mujeres sin ropa? -Había el más pequeño de los filos en su voz, a pesar de su obvia diversión.
Nicolai bajó la mirada hacia ella, su sonrisa se amplió.
– Solo desde que te conocí. Agarra con fuerza mi mano; de otro modo, no me hago responsable de ninguna exploración que pudiera emprender por su cuenta.
Isabella rió, y el sonido liguero y despreocupado viajó a través del laberinto de ocultos corredores, despertando cosas que era mejor dejar en paz.
– Tu mano no hace nada a menos que tú la dejes -señaló ella.
Él contoneó los dedos haciendo que se rozaran incitadoramente contra su cadera.
– No, tienen enteramente voluntad propien esta cuestión. Me declaro inocente -se llevó la mano de ella a la calidez de su boca-. Adoro tu piel -sus dientes mordisquearon gentilmente los nudillos, su lengua arremolinó una caricia sobre el pulso de la muñeca.
Los ojos de ella se abrieron de par en par y se oscurecieron mientras le miraba, medio con amor, medio con miedo.
Don DeMarco le sonrió.
– Te encantará esto, Isabellla.
Ella parpadeó hacia él, sorprendida por la forma en que su cuerpo parecía pertenecerle. Cada gesto, cada movimiento de él, la tentaba y seducía.