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La compulsión de correr de vuelta a la furia de la tormenta era fuerte. Su instinto de conservación le decía que permaneciera en el refugio del enorme castello, pero apesar de ello, todo en su interior se alzaba en rebelión. No podía obligarse a llamar de nuevo. Incluso su tremenda fuerza de voluntad pareció abandonarla, y ya se volvía hacia el viento azotador, preparada para probar suerte allí. Entonces Isabella refrenó con fuerza su caprichosa imaginación. No iba a dejarse invadir por el pánico y huir de vuelta a su caballo. Ya aferraba el pesado llamador, clavándose las uñas con fuerza para mantenerse en su lugar.

El chirrido de la puerta la advirtió. Suave. Amenazador. Prohibitivo. Un portento de peligro. El interior era incluso más oscuro. Un hombre ya entrado en años, vestido de un negro severo, aguantó su mirada con ojos tristes.

– El Amo no verá a nadie.

Isabella se congeló donde estaba. Segundos antes nada había deseado más que huir de vuelta a su caballo y montar alejándose lo más rápido posible. Ahora estaba molesta. La tormenta estaba creciendo con frenesí, hojas se hielo golpeaban la tierra, cristales blancos cubrían el suelo casi instantáneamente. Cuando la puerta se deslizó para cerrarse, metió una pierna enfundada en una bota en la grieta. Metiéndose las manos heladas en los bolsillos, tomó un profundo aliento para calmar el temblor de su cuerpo.

– Bueno, tendrá que cambiar de opinión. Debo verle. No tiene alternativa.

El sirviente permaneció impasible, mirándola fijamente. Ni se apartó de su camino ni abrió más la puerta para permitirla entrar.

Isabella se negó a apartar la mirada de él, negándose a ceder a las terribles advertencias que le gritaban que huyera mientras todavía tuviera oportunidad. La tormenta estaba ahora en su apogeo, el viento aullador atiborrado de trozos de hielo parecía lanzarse contra el refugio que ofrecía la cobertura de la entrada.

– Debo dejar mi caballo en su establo. Por favor condúzcame inmediatamente. – Alzó la barbilla y miró hacia abajo al sirviente

El criado dudó, miró al interior oscurecido, y después se deslizó hacia afuera, cerrando la puerta tras él.

– Debe abandonar este lugar. Váyase ahora. – Estaba susurrando, con ojos inquietos y sus manos nudosas temblorosas. – Váyase mientras todavía pueda.

Había desesperación en sus ojos, súplica. Su voz era un simple hilillo, casi imposible de oír entre el amargo aullido del viento.

Isabella podía ver que la advertencia era genuina, y su corazón tartamudeó de miedo. ¿Ese hombre era tan terrible como para que este hombre la enviara fuera a una ventisca helada para que corriera el riesgo con la cruda naturaleza en vez de dejarla entrar en el palazzo ? Donde sus ojos habían estado antes vacíos, ahora estaban llenos de trepidación. Le estudió durante un momento, intentando juzgar sus motivos. Poseía una tranquila dignidad, un orgullo feroz, pero podía oler su miedo. Rezumaba por sus poros como sudor.

La puerta se abrió sólo una grieta, no más. El sirviente se irguió. Una mujer mayor asomó su cabeza de pelo gris.

– Betto, el amo ha dicho que ella puede entrar.

El sirviente se tambaleó sólo una fracción de segundo, su mano se apoyó en el marco de la puerta para reafirmarse, pero después hizo una reverencia.

– Me ocuparé de su caballo yo mismo. – Su voz fue lacónica, sin revelar ninguna emoción en absoluto al ser atrapado en una mentira.

Isabella levantó la mirada hacia las altas paredes del castello . Era una fortaleza, nada menos. Las grandes puertas eran enormes, gruesas y pesadas. Elevó la barbilla, y cabeceó hacia el viejo.

– Grazie tanto por preocuparse tanto por mí. – Por advertirme . Las palabras no pronunciadas permanecieron entre ellos.

El hombre arqueó una ceja. Ella era claramente una aristócratica. Las mujeres como ésta raramente se fijaban en un criado. Le sorprendió que no le recriminara por su mentira. Parecía haber entendido que había sido un desesperado intento de ayudarla. De salvarla. Se inclinó de nuevo, dudando levemente antes de volverse hacia la helada tormenta, después cuadró los hombros con resignación.

Isabella cruzó el umbral. La alarma estalló en su corazón con un batacazo salvaje. Un espeso hedor a maldad permanecía en el castello . Era una nube, gris, taciturna, afilada por la malicia. Tomó un profundo y tranquilizador aliento y miró a su alrededor. La entrada era bastante espaciosa, ardían cirios en alguna parte para iluminar el gran vestíbulo y disipar la oscuridad que había vislumbrado. Cuando entró, un viendo azotó corredor abajo, y las llamas saltaron en una danza macabra. Un siseo de odio acompañó al viento. Un siseo audible de reconocimiento. Fuera lo que fuera la había reconocido tan seguramente como ella a él.

El interior del castello estaba inmaculadamente limpio. Espacios amplios y altos cielorasos daban la impresión de una gran catedral. Una serie de columnas se elevaban hacia los techos, cada una ornamentalmente labrada con criaturas aladas. Isabella pudo ver las apariciones aleteando su camino hacia arriba. El castello atrapaba los sentidos… el rico trabajo artesanal, la impresionante estructura… aunque era una trampa para los incautos. Todo en el palazzo era hermoso, pero algo sobrenatural observaba a Isabella con terribles ojos, vigilándola con malévolo odio.

– Sígame. El Amo desea que le asigne una habitación. Se espera que la tormenta dure varios días. – La mujer le sonrió, una sonrisa genuina, pero sus ojos contenía un indicio de preocupación. – Soy Sarina Sincini. – Se quedó allí un momento esperando.

Isabella abrió la boca para presentarse, pero no emergió ningún sonido. Enseguida fue consciente del silencio absoluto del palazzo. Ni crujidos de madera, ni pasos, ni murmullos de sirvientes. Era como si el castello estuviera esperando a que pronunciara su nombre en voz alta. No le daría su nombre a este horrendo palazzo, una entidad viva que respiraba maldad. Le cedieron las piernas y se sentó abruptamente sobre los azulejos de mármol, cerca de las lágrimas, dominada por un oscuro temor que era una piedra en su corazón.

– Oh, signorina, debe estar tan cansada. – la Signora Sincini inmediatamente enroscó un brazo alrededor de la cintura de Isabella. – Permítame ayudarla. Puedo llamar a un criado para que la lleve si es necesario.

Isabella sacudió la cabeza rápidamente. Temblaba de frío y debilidad por el hambre y el terrible viaje, pero la verdad era que había sido la inquietante sensación de una presencia maligna observándola la que la había llenado de miedo, lo que en realidad causaba que le temblaran las piernas y se colapsaran bajo ella. La sensación era fuerte. Cuidadosamente miró alrededor, intentando mostrarse serena cuando todo lo que deseaba hacer era correr.

Sin advertencia, desde algún lugar cercano, un rugido llenó el silencio. Fue respondido por un segundo, después un tercero. El horrento ruido surgió de todas direcciones, cerca y lejos. Durante un terrible momento el sonido se entremezcló y las rodeó, sacudiendo el mismo suelo bajo sus pies. Los rugidos reverberaron atravesando el palazzo , llenando los espacios abovedados y cada distante esquina. Una extraña serie de gruñidos los siguieron. Isabella, de pie con la Signora Sincini, sintió que la anciana se tensaba. Casí podía oir el corazón de la criada aporreando ruidosamente a tono con el suyo propio.

– Vamos, signorina, debemos ir a su habitación. – La criada puso una mano temblorosa sobre el brazo de Isabella para guiarla.

– ¿Qué fue eso? – Los ojos oscuros de Isabella buscaron la cara de la mujer mayor. Vio miedo allí, un temor que se dejaba traslucir por la boca temblorosa de la mujer.

La mujer intentó encogerse de hombros casualmente.

– El Amo tiene animales de compañía. No debe salir de su habitación de noche. La encerraré por su propia seguridad.

Isabella pudo sentir que el miedo manaba en su interior, agudo y fuerte, pero se obligó a respirar a través de él. Era una Vernaducci. No cedería al pánico. No huiría. Había venido aquí con un propósito, arriesgándolo todo para llegar hasta aquí, para ver al esquivo don . Y había logrado aquello en lo que todos los demás habían fracasado. Uno a uno los hombres a los que había enviado habían vuelto para decirle que les había sido imposible continuar.

Otros había vuelto bocabajo sobre la grupa de un caballo, con horrorosas heridas como las que un animal salvaje hubiera infringido. Otros ni siquiera habían vuelto. Una y otra vez sus preguntas habían tropezado con silenciosas sacudidas de cabeza y signos de la cruz. Había perseverado porque no tenían otra elección. Ahora había encontrado la guarida, y había entrado. No podía irse ahora, no podía permitir que el miedo la derrotara en el último momento. Tenía que tener éxito. No podía fallarle a su hermano, su vida estaba en juego.

– Debo hablar con él esta noche. El tiempo apremia. Me llevó más de lo que esperaba alcanzar este lugar. Realmente, debo verle, y si no me marcho pronto, el paso estará cerrado, y no seré capaz de salir. Tengo que marcharme inmediatamente. – Isabella lo explicó con su voz más autoritaria.

– Signorina , debe entenderlo. Ahora no es seguro. La oscuridad ha caído. Nada es seguro fuera de estos muros.

La expresión de compasión en los ojos descoloridos de la mujer sólo incrementó el terror de Isabella.

La criada sabía cosas que no decía y obviamente temía por la seguridad de Isabella.

– No se puede hacer nada excepto ponerla cómoda. Está temblando de frío. El fuego está encendido en su habitación, un baño de agua caliente ha sido preparado, y la cocinera está enviándole comida. El Amo quiere que esté cómoda. – Su voz era muy persuasiva.

– ¿Mi caballo estará a salvo? – Sin el animal, Isabella no tenía esperanzas de cubrir las muchas millas que había entre el palazzo y la civilización. Los rugidos que había oído no habían sido de lobos, pero lo que fuera que había producido el ruido sonaba atroz, hambriento e indudablemente tenía dientes muy afilados. El hermano de Isabella le había regalado la yegua en su décimo cumpleaños. La idea de que el caballo fuera comido por bestias salvajes era horrenda. – Debería comprobarlo.

Sarina sacudió la cabeza.

– No, signorina , debe quedarse en la habitación. Si el Amo dice que debe hacerlo, no puede desobedecer. Es por su propia seguridad. – Esta vez había una clara nota de suavidad en su voz. – Betto cuidará de su caballo.

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