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CAPITULO 20

Theresa gritó cuando los dos guardias le cogieron los brazos y la arrastraron desde el castello a la noche oscura. Hebras de niebla yacían a lo largo de la tierra, arremolinándose en cintas de neblina. Con la nieve cubriendo la rocas, el patio tenía la apariencia de un cementerio, duro, extraño y odiosamente vil.

Isabella eludió la mano extendida de Don DeMarco y corrió tras los guardias.

– ¿Qué estás haciendo? No puedes hacer esto, Nicolai -Había lágrimas en su voz.

Violante estalló en una tormenta de llanto.

– Don DeMarco, le suplico que lo reconsidere. No haga esto.

Sergio intentó silenciarla, aterrado por la furia del don , aterrado de que se volviera contra su mujer por su participación en todo el lío.

Nicolai saltó tras Isabella. La cogió del brazo mientras ella tiraba de uno de los guardias en un intento de poner en libertad a Theresa. Cuando tiró bruscamente de ella, sintió las agujas perforándole la piel, un signo seguro de la agresión de la bestia.

– Ve a tu habitación, Isabella, hasta se haya acabado esto. -Las llamas en sus ojos ardían fuera de control, su voz un oscuro látigo de autoridad.

Isabella reprimió su primera reacción de luchar con él. Tercamente desconectó el miedo y horror que se acumulaban en su alma. Sujeta todavía por su apretón, obligó a su mente a pensar. Al momento la conciencia se introdujo a rastras en su corazón, en su mente. Aquí, en el patio donde Sophia había sido decapitada, donde todo el mundo creía que había empezado todo. Donde el padre de Nicolai había matado a su madre. Donde la entidad dormía y despertaba y orchestaba el odio y miedo que perpetuaba la atrocidad en el valle entero.

Tomó un profundo aliento y lo forzó a través de los pulmones. E inhaló el olor agrio de la entidad. Malevolencia. Odio. Pura maldad. Estaba en su territorio, y se estaba alimentando de la rabia de Nicolai, alimentando sus debilidades, su absoluta creencia en su destino en el que mataría a la mujer que amaba por encima de todos los demás.

– No estamos solos aquí, Nicolai -anunció ella, mirando a los demás que los habían seguido. Incluso Francesca había llegado, alarmada, sin aliento, asustada por los rugidos de su hermano-. Si estás muy quieto, lo sentirás. La influencia es sutil, pero no puede ocultar la oleada de poder cuando nos manipula. -Las garras en su piel se flexionaron, y sintió el aliento cálido golpear su cara, el calor del chorrito de sangre bajando por su brazo que solo serviría para llamar a la bestia.

– Influye para que todo el mundo actúe de forma diferente a lo que normalmente haría, aumentado sus fallos. Fallos que todos tenemos. Celos, dolor, furia, desconfianza -miró a Rolando-. Orgullo. ¿Qué más podría provocar que un hombre abandonara a su esposa a una sentencia de muerte, una esposa a la que ama. Incluso la pobre Sophia, una mujer que en todos los aspectos amaba a su gente y a su marido, que ciertamente amaba a sus hijos. Ella nunca los habría maldecido para siempre sin algo malvado compeliéndola a hacerlo-. Estaba sola, luchando con un enemigo invisible que se henchía de poder y satisfacción por lo poco adecuada que era. Miró alrededor a las caras blancas por la sorpresa ante los órdenes de Don DeMarco. Nadie parecía comprender lo que estaba diciendo-. ¿No lo veis? Ninguno de nosotros haría estas cosas-. Estaba suplicándoles desvergonzadamente. Suplicando a Nicolai.

Francesca se apresuró a acudir a su lado y le cogió la mano como muestra de solidaridad.

Rolando dio varios pasos hacia Nicolai.

– Mi esposa es tu famiglia. Tu prima. -Le recordó-. ¿Verías más sangre DeMarco empapando la tierra? -Sus manos estaba anudadas en apretados puños a sus costados. La furia había desaparecido de sus ojos.

– Si usted no tiene misericordia por su propia esposa, Capitán Bartolmei ¿por qué debería yo como don tener misericorda por una mujer que me ha traicionado? -Don DeMarco chasqueó los dedos, y el guardia obligó obedientemente a Theresa a arrodillarse.

Ella gritó de nuevo de terror, las lágrimas corrían por sus mejillas.

– Esto no ocurrirá -objetó Bartolmei, con la mano sobre la espada-. Si tan ansioso estás de sangre, toma la mía.

– ¡No! -protestó Violane desde donde estaba acurrucada entre los brazos de Sergio-. Yo soy la culpable. Yo la provoqué.

La furia atravesó a Nicolai, pura rabia sin diluir. Echó la cabeza hacia atrás y rugió ante el desafío a sus órdenes. El sonido hizo que los leones del valle rugieran hasta que la noche estuvo llena del brutal y primitivo sonido. Su gente se dispersó en todas direcciones. Nicolai giró en un círculo, arañando una profunda línea por el brazo de Isabella cuando la empujó lejos de él. Su largo pelo le rodeó como un halo la cabeza y cayó alrededor de sus hombros y espalda en una salvaje melena.

– Nicolai -Isabella respiró su nombre en voz alta, con desesperación. Observó su poderosa forma brillar tenuemente, la neblina blanca se arremolinaba a su alrededor, devorando al hombre, revelando a la bestia.

El león de pie en el centro del patio, era una magnífico animal, enorme, pesadamente musculado, con una salvaje melena sumándose a su masa. Sus ojos ardían con hambre, una peligrosa y salvaje advertencia para todos los que estaban en el patio.

– ¡Dio , está ocurriendo de nuevo! ¡Tendré que llamar a los leones! -gritó Francesca, y enterró la cara entre las manos.

– ¡No! -La voz de Isabella fue un látigo de autoridad. Alzó la cabeza y caminó hacia la bestia acuclillada. Sus brazos estaban extendidos a los lados en un gesto de súplica-. Te amo, Nicolai, Esto no va a apartarte de mí. Si matas a Theresa, no tendremos nada. Lo sabes.

El león balanceó su cabeza maciza hacia ella, sus ojos llameaban con la necesidad de matar. Abrió la boca, revelando enormes y afilados dientes. Otro rugido dividió el aire. Sobre sus cabezas, las nubes oscuras se abrieron y vertieron lluvia.

Isabella alzó la cara hacia las gotas, permitiendo que la lluvia cayera sobre su cara y lavara el terror del momento. Volvió a mirar y encontró la mirada concentrada del león sin flaquear. Su corazón estaba palpitando, su boca estaba seca, pero había una sensación de paz profundamente dentro de ella.

– No te veré como la bestia, Nicolai. No lo haré.

El león se estremeció y se agazapó, mirándola sin reconocerla. Francesca se adelantó junto a Isabella.

– Yo no te veré como la bestia tampoco, mio fratello.

Sergio y Violante tomaron posiciones junto al costado de Isabella. Se negaron a apartar la mirada del león babeante. La bestia sacudió su maciza cabeza, sus ojos brillaban rojos en la noche.

Isabella, siempre sensible a la malevolencia de la entidad, la sintió reagruparse para el ataque final. Sabía que su objetivo último era Nicolai. Eso alimenta a la bestia, alimentaba los instintos naturales, hambre y rabia, hasta que sus emociones se arremolinaron unidas, culminando en la necesidad del león de matar. Concentrando todo su poder en el don , la entidad tenía que dejar solos a los demás.

El Capitán Bartolmei cogió el brazo de su esposa, tirando de ella lejos de los dos guardias acobardados. Los soldados rompieron filas y corrieron alejándose a alguna distancia, aterrados por la bestia. Rolando y Theresa se adelantaron junto a Sergio y Violante para enfrentar a Nicolai.

Sin más advertencia, el león explotó hacia ellos. Theresa y Violante gritaron ambas y se retiraron tras sus maridos. Los capitanes dieron marcha atrás. Francesca se cubrió la cara. En esa fracción de segundo, el tiempo se detuvo para Isabella. El terror era una bestia viva y que respiraba en su corazón. Pero este era el hombre que había rescatado a su hermano de una muerte segura. El hombre que llevaba el peso de su gente a la espalda, cargaba con un legado bajo el que otros se habrían desmoronado. Este era Nicolai. Su Nicolai. Su corazón y alma, la risa en su vida, el amor. Esta criatura era su hombre.

Isabella se lanzó hacia adelante para encontrar el ataque. No permitiría que la entidad le tomara sin luchar.

– ¡Nicolai! -pronunció su nombre, envolviendo sus brazos firmemente alrededor del peludo cuello, y abrazó la muerte.

El gran león gruñó y sacudió la cabeza para apartarla. Sus manos se cerraron con fuerza entre la melena. Isabella enterró la cara en la riqueza de pelo. Sintió las mandíbulas cerrarse alrededor de sus costillas y cerró los ojos, susurrando una plegaria final.

– ¡Nicolai! -Francesca se lanzó hacia adelante, sus brazos rodeando la cabeza maciza del león-. Mio fratello. ¡Ti amo!

La gran bestia se estremeció con indecisión.

Rolando Bartolmei y Sergio Drannacia siguieron el ejemplo de la prometida de Nicolai, arrostraron una muerte cierta para cerrar sus brazos alrededor de la gran criatura. Sus esposas se tambalearon hacia adelante en su estupor, tocando al monstruoso animal, rezando para mantener su coraje.

– Sophia está aquí -dijo Francesca, con temor-. Sophia y Alexander. Están juntos, tocando a Nicolai. Y los "otros". Todos ellos. Están aquí con nosotros.

Isabella los sentía, los espíritus rodeándola, rodeando a Nicolai, dirigiendo su fuerza hacia ella para luchar por la posesión de Don DeMarco.

– Mi niño -Sarina y Betto estaba allí, con lágrimas en los ojos. Conducían a los sirvientes hacia el patio-. Solo vemos al hombre, Nicolai, nada más.

La respiración caliente y jadeante que le calentaba el costado estaba al momento contra el cuello de Isabella. Podía sentir la cara de él, no un morro, presionando firmemente en su hombro. Se aferró a él con cada onza de fuerza que poseía, susurrando palabras de amor, de esperanza.

La entidad había retrocedido, comprendiendo que estaba luchando por su vida, no solo por poder. Pero, reagrupada, golpeó a Nicolai de nuevo con toda su energía, derramando la malevolencia, el odio, el oscuro y retorcido poder en el ser que brillaba en algún lugar entre bestia y hombre.

Isabella sintió la piel, los dientes, las garras, pero se mantuvo firme. Nicolai podría haberla matado en un segundo, pero no lo había hecho.

– Escúchame, mi amado -le susurró contra la peluda melena-. Nunca me mentiste. Yo siempre supe de tu legado, y te he escogido siempre. A ti , Nicolai. Bestia u hombre, tú y yo somos uno. No he huido, y no huiré. Elige por nosotros. Te amo lo suficiente para aceptar tu decisión. Esta cosa que nos amenaza no puede quitarnos eso a ninguno de nosotros.

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