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CAPITULO 12

La habitación situada profundamente bajo el palazzo estaba llena de vapor. Isabella agradecía la humedad y el vapor que se alzaba de la superficie del baño caliente. En el último momento, justo antes de entrar en su dormitorio, había bajado la mirada a sus manos y había quedado consternada ante el hollín y la mugre. Pequeños temblores casi la habían puesto de rodillas. Lo más importante del mundo en ese momento era eliminar toda huella del incidente. Sarina no había discutido cuando había suplicado ser conducida al baño hermosamente alicatado.

Isabella dejó su vestido arruinado en un montón sobre el mármol pulido y lentamente bajó los escalones, permitiendo que el agua lamiera su cuerpo. La piel le picaba en ciertos lugares, pero el agua era deliciosamente consoladora. Cediendo al terrible temblor, Isabella se hundió en el baño. Al momento Sarina comenzó a soltar las intrincadas trenzas de su pelo.

La puerta se abrió de repente, y Don DeMarco entró. Parecía poderoso, enfadado, lleno de turbulentas emociones. No dijo nada al principio. En vez de eso, paseó arriba y abajo por la habitación, sus largas zancadas traicionaban su agitación, un bajo y amenazador gruñido emergía de su garganta.

Intimidada por el genio apenas contenido del don, Isabella miró a Sarina en busca de coraje, pero el ama de llaves parecía más asustada que ella. Isabella podía decir por los ojos esquivos de Sarina que era incapaz de ver a Nicolai en su verdadera forma.

Nicolai dejó de pasearse y posó toda la fuerza de sus ojos ámbar sobre Isabella.

– Déjanos, Sarina -Era una orden, y su tono no admitía discusión.

El ama de llaves apretó el hombro de Isabella en silenciosa camaradería y permitió que el pelo de la joven a su cargo cayera suelto, esperando, sin duda, que las largas trenzas actuaran como alguna suerte de cubierta. Se retiró sin una palabra. Nicolai la siguió, cerrando con llave la pesada puerta, sellando a Isabella en la habitación a solas con él.

Isabella contó los latidos de su propio corazón, después, incapaz de soportar el suspense, se deslizó bajo la superficie para limpiar la mugre de su cara y enjuagar el olor a humo de su pelo. Quería escapar, simplemente desaparecer. Cuando subió en busca de aire, Nicolai estaba de pie en lo alto de los escalones, con aspecto salvaje, indómito, y muy poderoso. Le quitaba el aliento.

Se paseó por los azulejos, su cara ensombrecida, oscurecida por sus peligrosos pensamiento y confusión interna. Fue tan silencioso como cualquier león cuando se acercó al borde del agua, hacia su vestido arruinado. La miró una vez, después se agachó junto al vestido y lo levantó con dos dedos, clavando los ojos en las manchas negras y los grandes agujeros. Nicolai se enderezó, un rápido y fluido movimiento, naturalmente grácil. Animal. Tragando visiblemente, dejó caer el vestido ennegrecido sobre los azulejos y posó su brillante mirada ámbar en la cara de ella.

– Ven aquí conmigo.

Ella parpadeó. Esa era la última cosa que esperaba que él dijera. Un estremecimiento bajó por su espina dorsal a pesar del calor del agua. Su corazón se aceleró, y a pesar de todo lo que había ocurrido desde se llegada al palazzo , saboreó el deseo en su boca. Floreció bajo y se acumuló, un dolor caldeado tan intenso que tembló. Isabella envolvió los brazos alrededor de sus pechos y levantó la mirada hacia él.

– No llevo ropa encima, Nicolai -Tenía intención de sonar desafiante. O apacible. O cualquier cosa menos lo que pareció, cansada, con una ronquera que convertía a su voz en suave y seductora tentación.

Un músculo saltó en la mandíbula de él. Sus ojos se hicieron más ardientes, más vivos.

– No fue una petición, Isabella. Quiero ver cada centímetro de ti. Necesito ver cada centímetro de ti. Ven aquí ahora.

Estudió su cara. Estaba infinitamente cansada de tener miedo. De lidiar con situaciones poco familiares.

– ¿Y si no obedezco? -preguntó suavemente, sin preocuparse de lo que él pudiera pensar, sin preocuparse de que fuera uno de los don más poderosos del país, sin preocuparle que pronto fuera a ser su marido- Márchese, Don DeMarco. No puedo con esto ahora mismo. -Sus ojos estaban ardiendo, y no podía, no podía , llorar de nuevo.

– Isabella -él respiró su nombre. Eso fue todo. Solo su nombre. Salió como una dolencia. Terrible. Hambrienta. Afilada de deseo, con miedo por ella.

Su corazón se contrajo, y su cuerpo se tensó. Todo lo femenino en ella se extendió en busca de él.

– No me hagas esto, Nicolai -susurró, una súplica de cordura, de piedad.- Solo quiero irme a casa -No tenía casa. No tenía tierras. Su vida como la había conocido había desaparecido. No tenía nada excepto un amor que todo lo consumía y que tarde o temprano la destruiría.

Su mirada quemó sobre ella. Ardiente. Posesiva. Los ojos despiadados de un depredador. La línea dura de su boca se suavizó, y su expresión cambió a una de preocupación, de consuelo.

– Estás en casa, bellezza.

El roce de su mirada fue casi tan potente como el toque de los dedos de ella. Si era posible, su cuerpo se endureció aún más.

– ¿Tienes miedo de venir conmigo? -preguntó suavemente, gentilmente, con un dejo de vulnerabilidad en su tono. ¿Qué importaba la decencia cuando había semejante pena profunda en los ojos de ella? ¿Cuando ella se encorvaba de cansancio? Cuando parecía tan sexy que su cuerpo estaba ardiendo en llamas.

Fue esa ligera interrupción, ese simple indicio de una nota indefensa en su voz, eso lo cambió todo para Isabella. Él parecía alto y enormemente fuerte,con poderes casi ilimitados, pero temía que ella pudiera no desearle con su terrible legado. ¿Que mujer cuerda lo haría? La estaba seduciendo con su voz. Con sus ardientes ojos. Con la oscura intensidad de sus emociones, con su soledad y su increíble valor al encarar sus pesadas responsabilidades. ¿Quién le amaría sino ella? ¿Quién aliviaría el dolor en las profundidades de sus ojos si no ella? La mirada de Isabella vagó deliberadamente sobre su cuerpo, posándose por un momento en la gruesa evidencia de su excitación bajo los calzones. ¿Quién aliviaría el sufrimiento de su cuerpo cuando ninguna otra mujer podría encontrar el valor de mirarle y ver más allá de los estragos de una antigua maldición?

Isabella alzó la barbilla, con los ojos fijos en los de él. Podía pasar toda una vida mirándole a los ojos. Se permitió a sí misma ser hipnotizada, cautivada.

– En absoluto, signore . ¿Por qué tendría miedo de usted? Una Vernaducci es más fuerte que cualquier maldición.

Se enderezó, después inclinó la cabeza a un lado para capturar su largo pelo entre las manos. Le llevó unos momentos escurrir la humedad de la gruesa masa. Mantuvo la mirada fija en él, necesitando su fuerza, necesitando su reacción. Isabella avanzó lentamente hacia los escalones, el agua la acarició a cada centímetro del camino. Se deslizaba sobre su piel, sedosa y húmeda, tocando sus pechos y su estómago hasta que le dolió de deseo. Deliberadamente, provocativamente, arrastró los pies y emergió lentamente, avanzando hacia él a través del vapor y los remolinos de agua.

Nicolai supo que había cometido un terrible error en el momento en que ella dio el primer paso hacia él. Su visión hizo que se le debilitara las rodillas y el corazón le martilleara. Su erección era gruesa, pulsante de dolor. Se sentía pesado por el deseo, pero no importaba. Nada importaría hasta que examinara cada centímetro de su piel para asegurarse de que ningún daño le había sobrevenido.

Su corazón se había detenido cuando le informaron del accidente. Su garganta se había cerrado, y por un terrible momento no pudo respirar. No pudo pensar. La bestia se había alzado inesperadamente haciendo que deseara matar. Mutilar, desgarrar y destruirlo todo. A todo el mundo. La pura intensidad de sus emociones le había aterrorizado.

La empujó hacia él, aplastándola contra su cuerpo, enterrando la cara en la húmeda masa de su pelo. Ella le empapó la ropas, pero no le importó. La sostuvo firmemente, intentando calmar su salvaje corazón, intentando volver a respirar. Cuando el temblor cesó y se sintió más firme, Nicolai la mantuvo a una distancia prudencial y comenzó una lenta inspección de su cuerpo. Muy gentilmente le dio la vuelta y empujó la larga cuerda de su pelo sobre su hombro para exponer su espalda. Las marcas de garras estaban empezando a sanar. Sus manos se movieron sobre ella reverentemente, necesitando sentir su suave piel. La sostuvo por los hombros mientras se inclinaba para saborearla. Su lengua encontró las furiosas y crudas marcas de valor y lamieron las gotas de agua.

Isabella se mordió el labio inferior y cerró los ojos contra las sensaciones que su boca estaba creando mientras perezosamente él seguía el contorno de su espalda hacia sus nalgas. Unas manos le acunaron el trasero, amasaron su carne, después se curvaron sobre sus caderas para deslizarse hacia arriba por su estrecho torso. Empujó su espalda contra él. Ella podía sentir su dura erección presionaron con fuerza contra su piel desnuda, solo sus calzones los separaban.

– Isabella -respiro su nombre suavemente en el hueco de su hombro. Sus dientes le mordisquearon el cuello gentilmente mientras con las manos tomaba el peso de sus pechos, y los pulgares le acariciaban los pezones-. Voy a hacerte mía. No puedo detenerme esta vez-. Le besó el arañazo de la sien. Su lengua se arremolinó sobre las heridas punzantes de los hombros, dejando atrás un dulce dolor-. Tengo que tenerte.

– Ya soy tuya -susurró ella, sabiendo que era cierto. Su lugar estaba con Nicolai DeMarco.

Volvió la cara hacia él, deseando ver su expresión. Las manos masculinas le enmarcaron la cara, e inclinó la cabeza hacia ella. Su boca quedó suave y flexible, abriéndose a él para que pudiera acaricia su lengua, ardiente y rápida, y Nicolai se encontró devastando su boca cuando lo que quería era ir despacio. Se obligó a sí mismo a domar su beso, a evitar devorarla. Cuando alzó la cabeza, ella le contemplaba, aturdida, tan confiada que sintió cayó de rodillas ante un gemidos, sus brazos le envolvieron la cintura, descansando su cara marcada contra el estómago. Allí donde su hijo crecería. La idea le trajo otra oleada de amor, abrumadoramente intensa. Su mente estaba rugiendo de deseo por ella, por la necesidad de enterrar su cuerpo profundamente en el de ella y emerger juntos. La deseaba tanto que temblaba de deseo. Sus manos se deslizaron hacia arriba por la curva de las pantorrillas, las rodillas, encontrando sus muslos.

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