Isabella giró la cabeza, y allí estaba él. Su corazón dio un solo salto de alegría, después empezó a palpitar con alarma. Don DeMarco estaba observándola intensamente. Sus ojos ámbar llameaban hacia ella con una ardiente mezcla de deseo y posesividad. Él estaba entre las sombras, así que parecía indistinguible, aunque su mirada era vívida y brillante, casi centelleando hacia ella.
Muy lentamente cerró el libro que estaba leyendo y lo colocó sobre la mesa.
– Estoy muy contenta de ver que llegó a salvo, Signor DeMarco -le saludó.
– ¿Como es que la encuentro acechando por el palazzo cuando se la ha instruido para quedarse en su habitación esta noche? -contrarrestó él. Su tono era una mezcla baja de sensualidad y rudeza. Su voz pareció penetrar por los poros de Isabella y encender un fuego en su sangre.
– No creo que yo usara la palabra instruir -rebatió Isabella atrevidamente-. Fue más bien una órden.
– Que usted ignoró completamente -Sus ojos llameantes ni siquiera parpadearon-. Prefirió esconderse en vez de eso.
– ¿Acechando signore ? ¿Escondiéndome? Temo que su imaginación está fuera de control. Simplemente estaba leyendo un libro, Don DeMarco, no robando sus tesoros.
La boca de él se retorció, atrayendo la atención a sus labios perfectamente esculpidos.
– Sarina tenía órdenes. Es necesario saber que los sirvientes obedecen sin cuestionar.
Isabella alzó la barbilla y le devolvió la mirada directamente, arqueando una ceja como desafiándole a castigarla.
– No tema, signore. Su ama de llaves cumplió con su deber y llevó a cabo sus órdenes, encerrándome bajo llave.
Por primera vez él se movió entre las sombras, y el movimiento atrajo la atención a su anterior inmovilidad. Los músculos se ondearon, fluídos y nervudos, recordándole a las bestias depredadoras sobre las que él mantenía dominio. Había estado inmóvil; ahora exudaba un tremendo poder, tremendo peligro.
– Se la encerró en su habitación por su seguridad, signorina , como bien sabe -Su voz fue bastante baja, un látigo de temperamento mantenido a raya.
– Se me encerró en mi habitación por su conveniencia. -rebatió Isabella tranquilamente. Cruzó las manos pulcramente en su regazo para evitar que él viera sus dedos retorciéndose con agitación. Si sepeleaban, ella no iba a salir corriendo simplemente porque él era el hombre más atractivo e intrigante… el más aterrador … que había conocido nunca-. Seguramente no querrá hacerme creer que es tan descuidado como para permitir que enormes bestias salvajes corran libres por su casa. Es usted un hombre inteligente. Eso sería desastroso por varias razones. Sospecho que me encierra en mi habitación más bien para evitar mis travesuras que por mi protección personal contra leones merodeadores.
– ¿Y no ha visto leones esta noche? -preguntó él suavemente, su voz fue una caricia.
Isabella se ruborizó, sus pestañas cayeron para velar su expresión. Tenía el presentimiento de que él sabía que había visto un león.
– Ninguno del que necesitara protección, signore.
La mirada de él no vaciló, aunque se volvió más atenta. El color de sus ojos se profundizó, pareciendo estallar en llamas.
– Quizás necesita protección de mí -Su voz fue terciopelo, ronroneando amenaza.
El silencio pareción llenar la biblioteca. Podía oir el viento tirando de las ventanas e intentando entrar. Se obligó a sí misma a encontrar esa mirada firme desafiantemente. Que pudiera necesitar protección del don era a la vez sorprendente y extrañamente hilarante.
– ¿Cómo te las arreglaste para escapar de tu habitación, Isabella?
La forma en que pronunció su nombre, envolviéndolo en una suave caricia, envió un fuego líquido a arrastrarse a través de su cuerpo. Él era letal. Maliciosamente, pecaminosamente letal. Su voz sugería que sabía muchas cosas de las que ella solo había oído hablar. Cosas íntimas que su ardiente mirada exigía que compartiera con él. Apenas podía arreglárselas para respirar cuando miraba a esos ojos, cuando veía su cara atormentada. Cuando veía la intensidad de su deseo.
Isabella se humedeció los labios con la punta de la lengua, el simple gesto traicionó sus nervios.
– Ciertamente no voy a confesarle nada. Basta con decir, que aprendí las finas artes que uno necesita para liberarse cuando su padre acostumbra a confinarle en sus habitaciones. Con frecuencia me prohibía que montara a caballo.
Él sonrió, un relámpago de dientes blancos, finas líneas de risa arrugando las esquinas de sus ojos.
– Imagino que con frecuencia te prohibía muchas cosas.
– Si, lo hacía -admitió Isabella, intentando no derritirse en el acto ante su mera sonrisa. Había algo en él que le tocaba el corazón. Si no tenía cuidado, podría robarle el alma y dejarle una cáscara vacía. Se inclinó hacia adelante deliberadamente, desafiantemente, sosteniéndole la mirada-. Me prohibía toda clase de cosas, me encerraba continuamente, y nunca lo hacía muy bien. Yo iba adonde quería ir y hacía lo que quería. Nunca, en ningún momento, fui una chica buena y obediente.
La mesa los separaba, mármol pulido que brillaba con un hermoso color rosa bajo la luz oscilante de los candelabros.
Nicolai se deslizó más cerca, una figura alta y poderosa erguida sobre ella haciendo que la mesa maciza pareciera de repente insignificante. Deliberademnte él colocó ambas palmas sobre la superficie e inclinó su forma pesadamente musculada hacia ella para que sus caras se colocaran a centímetros de distancia.
– ¿Es eso una advertencia, Signorina Vernaducci? -Su voz era casi líquida, era tan suave, ronroneaba amenaza y flagrante tentación.
Isabella se negó a retroceder. Su pulso corría, su corazón palpitaba. Él era el hombre más guapo e imponente que había visto nunca. Tan cerca era mesmerizante, y solo mirarle le robaba el aire. Podía ver las terribles cicatrices que habían devastado la mejilla izquierda, pero también podía ver la absoluta perfección de su cuerpo masculino, y su apuesta cara. Isabella arrastró el aire hasta sus pulmones, luchando por no levantar la mano y acunar las cicatrices en su palma.
– Si, Don DeMarco. Siento que es justo contarle la verdad sobre mí.
– ¿Tu intención, entonces, es desafiarme?
Pelear con él habría sido mucho más fácil si él no hubiera estado mirando fijamente su boca con tan evidente fascinación.
– Ofrecí una vida de leal servitumbre a cambio del rescate del mio fratello . Incluso estuve de acuerdo con convertirme en su esposa, y su respuesta fue ordenarme groseramente abandonar el valle en medio de una tormenta de nieve -acusó ella-. No creo que le deba fidelidad.
– Aún no me has perdonado -observó él atentamente-. Yo creía que habíamos prescindido de tu opinión desfavorable sobre mí.
Él estaba tan cerca, deseó tocar su boca tentadora. Su pelo era una tentación enteramente diferente, pero estaba decidida a igualarle mirada con mirada. Se las arregló para hablar con su tono más arrogante.
– No he visto nada en mi comportamiento que le induciría a creer eso. Fui simplemente cortés, como dicta la buena educación.
– ¿De veras? -La voz de él era baja, una ceja alzada. Sonrió hacia ella entonces. Una sonrisa sabedora, autosatisfecha y maliciosa. Cambió su cara completamente, alejando las sombras y las profundas líneas. Parecía joven, guapo y sensualmente atractivo. El aliento se le quedó atascado a Isabella en los pulmones, y su corazón dejó de latir. Solo pudo mirar impotentemente hacia él.
Nicolai simplemente extendió el brazo, casi en un movimiento lento, su palma rodeando lentamente la nuca de ella. Su mano era grande y caliente contra la piel, envolviéndose alrededor de la esbelta columna haciendo que sus dedos yacieran contra la vulnerable garganta.
El fuego recorrió su cuerpo ante el toque de los labios de él sobre los suyos. Cada músculo se tensó firmemente. El calor floreció bajo y pecaminoso en su estómago y se extendió para igualar las llamas que corrían a través de su sangre. Los labios se movieron contra los suyos, una lenta tentación a los sentidos, despertándola a un mundo de sensualidad. Los dientes de él le mordisquearon el labio inferior, una incitación que no pudo resistir. Abrió la boca para él. Le abrió su corazón. Él se deslizó dentro, masculino, posesivo, un fuego y un ciclón que la consumieron. Sus rodillas realmente se debilitaron, y sus dedos aferraron la mesa de mármol en busca de un ancla mientras la tormenta rabiaba a través de ella. El calor líquido se extendió, una dolorosa necesidad, enroscándose y palpitando dentro de ella.
Isabella se alejó bruscamente de él, horrorizada por su propio comportamiento, sorprendida de haber deseado lanzarse a sus brazos. Era muy conciente de que estaban solos en una habitación, lejos de todos los demás. La puerta estaba cerrada, y las velas emitían un magra luz. Ella llevaba solo un vestido ligero y una bata. Su pelo caía por la espalda de modo caprichoso y salvaje. Le deseaba con una desesperación que nunca antes había conocido.
Luchando por controlar su respiración, Isabella bajó sus pestañas para velar la expresión de sus ojos. Apartó la vista de él, incapaz de encontrar la intensidad del puro deseo que ardía en su mirada ámbar. Bajó la vista al enorme tomo con su elaborada escritura, después al mármol pulido… cualquier sitio para evitar sus penetrantes ojos. Su mirada volvió a caer en el dorso de la mano de él, donde estaba apoyándola sobre la mesa. Solo que era una enorme pata. La pata más grande que había visto nunca. Intrigada, Isabella se inclinó más cerca para inspeccionar las cinco garras retráctiles como garfios. La piel era oscura y suave. Sin pensarlo conscientemente rozó una caricia sobre la piel, enterrando los dedos en su riqueza. La textura parecía real y más hermosa de lo que había imaginado. Asombrada, levantó la mirada para encontrar los ojos extrañamente coloreados de Nicolai. Al instante comprendió que estaba sujetando la mano de él sobre la mesa, todavía inmersa en su extraña ilusión, sus dedos acariciando la piel de él.
El calor se arrastró hacia arriba por su cuello e inundó su cara. Apartó la mano de un tirón y la acunó contra ella, manteniendo la calidez de la piel de él contra su corazón.
– Lo siento, Signor DeMarco, no sé que me pasó. -Primero le había permitido que te tomara familiaridades con ella, y después le había tocado íntimamente. ¿Qué debía pensar de ella?