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CAPITULO 10

Nicolai cerró los ojos a la tentadora visión de Isabella. El vapor que se alzaba de la piscina caliente solo se las arreglaba para hacerla parecer más atractiva, más etérea. La deseaba con cada fibra de su ser. No solo su cuerpo… deseaba su lealtad, su corazón. Su risa. Sus dedos se cerraron lentamente en dos puños apretados. Le estaba mirando con tal confianza, sus enormes ojos suaves y gentiles.

Sus puños se cerraron con más fuerza cuando sus emociones se oscurecieron, barriendoo a través de él con una intensidad que le sacudió. Sintió la afilada puñalada de agujas en sus palmas.

Isabella estaba observando el juego de emociones en los ojos de él. Vio en que momento exacto la bestia ganó, saltaron llamas rojo-anaranjadas en su mirada y ardieron fuera de control. Quiso llorar, pero en vez de eso sonrió.

– Necesitamos a Sarina, Nicolai, para que se ocupe de tus heridas, ya que yo carezco de conocimento.

– Te la enviaré -replicó él, su voz era una mezcla de brusquedad y sensualidad-. Yo no tengo necesidad ni deseo de ayuda.

Se obligó a reproceder dos pasos. Lejos del cielo. Lejos de la paz y el consuelo. No deshonraría a Isabella o a sí mismo cuando solo tenía una vida de dolor y una horrorosa muerte que ofrecerle.

Cuando cerraba los ojos por la noche, veía la terrorífica escena una y otra vez. Su madre corriendo por su vida, con la boca abierta de par en par mientras gritaba pidiendo piedad. Su pelo se había soltado de la larga trenza, y el viento lo batía tras ella. Había visto a su padre, brillando tenuemente en un momento como hombre, al siguiente un león maciso, cazándola fácilmente como si no fuera más que un ciervo en el bosque o un conejo temblando ante él.

Nicolai siempre corría hacia ellos en el sueño, en un desesperado intento de detener lo inevitable, justo como había hecho en la vida real. Un chico con lágrimas corriendo por su cara… sus padres, su vida, ya perdidos para él, un pequeño cuchillo aferrado en su mano. Había sido un arma patética contra semejante bestia enorme. Pero cada vez que cerraba los ojos, ocurría de nuevo. Él siempre hacía lo mismo, siempre llevaba el mismo cuchillo y siempre veía al león saltar sobre su madre y matarla de un salvaje mordisco.

Sus ojos ardían, y su estómago se tensaba de repulsión. Esta noche él había acechado a Isabella. En el último momento había vuelto en sí, oyéndola pronunciar su nombre. Oyendo su voz susurrarle palabras de amor. De perdón. De entendimiento. Había permitido que la bestia en él se alzara completamente, consumiéndole mientras luchaba con los lobos. Eso no había ocurrido nunca antes. Más y más amenudo, mientras sus emociones se profundizaban, se intensificaban, perdía el control, y la bestia se comía al hombre. Como había consumido a su padre. Un solo sonido de horror escapó de su garganta.

– No, Nicolia -suplicó ella suavemente-. No te hagas esto a ti mismo.

Habían hecho falta años para su padre fuera visto por su gente como la bestia, pero una vez le había ocurrido, le había devorado rápidamente. La gente había visto a Nicolai como la bestia desde ese terrible día en el patio cuando su padre mató a su madre e intentó destruirle a él.

– Casi te mato -La admisión fue baja, áspera, la verdad-. Ocurrirá, Isabella, si no te envío levos. No tengo elección. Es por tu protección. Lo sabes.

– Sé que los leones se negaron a dejarme atravesar el paso. Sé que se supone que debo estar contigo. -Isabella se abrazó a sí misma para dejar de temblar-. Eso es lo único que sé con seguridad, Nicolai. -Levantó la mirada hacia él con sus enormes e inocentes ojos-. Tú eres el aliento en mi cuerpo, la calidez y alegría de mi corazón. Donde quiera que me envíes, me marchitaré y moriré. Si no mi cuerpo, al menos mi espíritu. Mejor tener alegría ardiendo cálida y brillante, aunque sea por poco tiempo, que morir de una muerte larga e interminable.

La expresión de él se endureció, sus ojos llamearon con tal intensidad que pareció atravesarle el corazón hasta que realmente sintió dolor.

– La única cosa que yo sé con seguridad, Isabella, es que si te quedas conmigo en este lugar, seré yo el que te mate.

las palabras colgaron en el aire entre ellos, brillando con vida propia. Isabella sintió un terror helado, incluso apesar de estar sumergida en agua caliente. Alzó la barbilla.

– Que así sea.

Lo dijo suavemente, lamentándolo por él, esperando reconfortarle, deseando el solaz de sus brazos incluso cuando la certeza de su muerte inevitable la aterraba.

Él giró sobre sus talones y salió a zancadas de la habitación, dejándola en el agua, en la oscuridad, en una habitación poco familiar sin nada para guiarla. Isabella apoyó la cabeza en los azulejos del borde de la piscina y lloró por ambos.

Sarina apareció inmediatamente y encontró a Isabella con lágrimas corriendo por sus mejillas. Inquieta al oir que la joven había salido sin más acompañante que Nicolai, vestida solo con su bata a la noche cerrada, Sarina cloqueó desaprovadoramente. Incluso así, sus manos fueron gentiles mientras examinaba a Isabella en busca de magulladoras. Se quedó en silencio, ni hizo ni una sola pregunta, mientras atendía las heridas punzantes de los hombros de Isabella.

– ¿Examinaste las heridas de Nicolai? -preguntó Isabella, atrapando la mano del ama de llaves-. Luchó con una manada de lobos. -El agua caliente había eliminado los escalofríos, pero temblaba de todas formas, recordado el terror de huir de la manada a la caza. Recordando al león acechándola.

– Se negó a permitirme ayudarle -Sarina agachó la cabeza- Es incómodo para ambos. Él prefiere estar solo -Secó a Isabella y le deslizó un camisón por la cabeza. Después sostuvo una bata limpia.

– Nadie prefiere estar solo, Sarina. Yo iré contigo, y examinaremos sus heridas. Puede necesitar puntos -Isabella tenía que verle esta noche. Si no lo hacía, temía por él, temía por sí misma. Él le había roto el corazón con sus palabras tristes.

Sarina comenzó a trenzar los mechones del largo pelo de Isabella.

– Está de un humor de perros. No me atreví a regañarle por sacarte con este tiempo a solas, solo con tu bata, ni por entrar en la habitación mientras te bañabas. -Dudó, buscando las palabras apropiadas-. ¿Te tocó, Isabella?

– Está de un humor de perros porque de nuevo piensa enviarme lejos por mi propio bien. Teme que me hará daño.

Las lágrimas brillaron en los ojos de sarina.

– Todos esperábamos que tú serías la que nos ayudarías. Pero estuvo mal por nuestra parte sacrificarte. Es posible que el don tenga razón y debas irte. -Su mano acarició el hombro de Isabella-. Él es peligroso. Es por eso que se contiene a sí mismo… para protegernos de la bestia.

Isabella se alejó de Sarina en un golpe de genio, sus ojos oscuros eran tormentosos.

– Es un hombre, y como cualquier hombre necesita compañerismo y amor. ¿Se os ha ocurrido a alguno que si le tratarais más como un hombre y menos como una vestia, podríais verle como un hombre? -Se paseó por la habitación con furia contenida, entonces se dio la vuelta para formular su desafío-. Ha sacrificado mucho por su gente. ¿Vas a venir conmigo a examinar sus heridas?

Sarina estudió la cara furiosa de Isabella durante un largo momento. Suspiró suavemente.

– No se alegrará de vernos -advirtió.

– Bueno, eso no es tan malo. Tendrá que vivir con ello.

– Y es completamente impropio que le visites en ropa de cama -señaló Sarina, pero condujo a Isabella fuera de la habitación llena de vapor hacia las amplias escaleras que conducían a los pisos superiores. Los hombros de Isabella estaban cuadrados mientras marchaba escaleras arriba, preparada para la guerra. Estaba enfadada con todos ellos. Y cerca de las lágrimas. Eso la hizo enfadar todavía más. Se había desmayado como una tonta. No le extrañaba que el don fuera realmente a enviarla lejor. Su padre había tenido razón sobre ella todo el tiempo. Nunca había dado la talla, nunca tuvo el coraje para ser vendida en matrimonio por el bien de los intereses Vernaducci. Quizá si cuando Don Rivello había hecho la primera oferta por ella, hubiera aceptado, su padre todavía seguiría vivo. Su hermano no habría estado prisionero ni sus tierras confiscadas. Había sido tan cobarde, no deseando ser tocada por un hombre codicioso y ávido con una enfermiza y lujuriosa sonrisa y ojos fríos y muertos.

Había tenido doce veranos cuando Don Rivellio había visitado su palazzo por primera vez, la mirada fija de él había seguido cada uno de sus movimientos. Se relamía los labios con frecuencia, y dos veces, bajo la mesa, le había visto frotarse obscenamente la entrepierna mientras le sonreía. La había enfermado con su buena apariencia fría y su malvada sonrisa. Después de su visita, dos de las doncellas habían sido encontradas sollozando… violadas, magulladas, maltratadas, y casi demasiado asustadas por sus pervertidas torturas para contar a su don lo que había acontecido. Ambas afirmaron que casi las había matado, extrangulándolas deliberadamente para silenciarlas. Las magulladoras alrededor de sus gargantas habían convencido a Isabella de que decían la verdad.

Un sollozo se le escapó, y se apretó un puño contra los labios para contenerlo. Sabía que vivía en un mundo donde una mujer era poco más que una forma de adquirir propiedades o herederos. Pero Lucca la había valorado, había conversado con ella como si fuera un hombre. Pacientemente le había enseñado a leer y escribir y hablar más de un idioma. Le había enseñado a montar a caballo, y, por encima de todo, a creer en su propia fuerza. ¿Qué pensaría Lucca de ella cuando le confesara que se había desmayado?

Y Don DeMarco. Estaba tan solo. Era tan maravilloso. Un hombre como ningún otro. Aun así le había fallado, como a Lucca y su padre. Nicolai la necesitaba desesperadamente, pero cuando más importaba, ella le había decepcionado, había tomado la salida del cobarde. Se había desmayado. Debería haber continuado llamándole, trayéndole de vuelta a ella. Había tenido la fuerza para contener al otro león, pero se había desmayado como una niña cuando el don la necesitaba.

– ¿Isabella? -La voz de Sarina estaba llena de compasión.

Isabella negó con la cabeza inflexiblemente.

– No. No quiero llorar, así que no seas agradable conmigo. Espero que Nicolai esté furioso, así podré enfadarme yo también.

Estaban al principio de las escaleras que conducían al ala privada del don. Sarina dudaba, mirando hacia arriba temerosamente, con la mano sobre la cabeza esculpida de un león.

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