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CAPITULO 3

Isabella se encontró mirando fijamente al interior de unos extraños y líquidos ojos color ámbar. Eran mezmerizantes. Ojos de gato. Salvajes. Misteriosos. Hipnotizadores. Llameando con alguna emoción que ella no podía determinar. Sus pupilas eran intensamente pálidas y de una inusual forma elíptica. Aún así, sentía que había visto esos ojos antes en alguna parte. No le eran del todo extraños, y se relajó, con una pequeña sonrisa curvando su boca.

La mano de él le acunó de repente la barbilla, obligándola a continuar encontrando su penetrante mirada.

– Mírame, novia. Mira a tu novio. Echa una buena mirada a la ganga que has conseguido. -Su tono tenía una nota profunda y retumbante, ese soterrado gruñido que ya había notado antes.

Isabella hizo lo que le decía. Empezó a inspeccionarle. Su pelo era espeso y extrañamente coloreado. Leonado, casi dorado, enmarcaba su cara y caía por debajo de sus hombros, donde se oscurecía para parecer tan negro y brillnte como el ala de un cuervo. La necesidad de tocar la espesa y lujuriosa masa era tan fuerte, que realmente alzó la mano e hizo la más ligera de las caricias.

Él le cogió la muñeca en un apretón duro e inquebrantable. Podía sentir como su gran cuerpo temblaba. Sus ojos se volvieron turbulentos y peligrosos, observándola con la mirada inquietante y sin parpadear de un depredador fija en su presa. Vio sus rasgos entonces, las largas y obscenas cicatrices grabadas en el costado izquierdo de la cara de un ángel. Malvadas y espantosas, corrían desde su cuero cabelludo hasta su mandíbula ensombrecida, cuatro de ellas, como si algún animal salvaje hubiera arañado su mejilla, desgarrando la carne directamente hasta el hueso. Y él tenía la cara de un ángel, absurdamente guapo, una cara que cualquier artista querría capturar en la lona para siempre.

La garra de él se apretó hasta que pensó que podría aplastarle los huesos, sus ojos se volvieron más salvajes, entrecerrándose peligrosamente, fijos en ella como si estuviera presto a saltar sobre ella y devorarla por alguna terrible fechoría. Se inclinó hacia ella, su boca perfectamente esculpida retorcida, con un gruñido de advertencia en su garganta.

Mientras ella continuaba mirándole, sus rasgos cambiaron, emborronándose extrañamente haciendo que por un momento creyera estar mirando a la cara de una gran bestia con el morro abierto para mostrar afilados dientes blancos. Los ojos, sin embargo, seguían siéndole de algún modo familiares. Miró directamente a esos ojos y sonrió.

– ¿Va a tomar el té conmigo?

El cuerpo de él era muy musculoso, mucho más que el de ningún hombre que ella hubiera conocido nunca, sus tendones se marcaban y ondeaban con fuerza bajo su elegante camisa. Sus muslos eran columnas gemelas de poder, como troncos de roble. Era alto pero bien proporcionado, aterrador por su tamaño y el poder que exudaba.

Esos ojos ámbar la miraron durante varios latidos de corazón. Lentamente le soltó la muñeca, la calidez de su palma se demoró sobre la piel de ella. Isabella retorció los dedos entre los pliegues de su falta para evitar frotarse las marcas en la muñeca. Su pulso latía con un ritmo de miedo y excitación. Era estúpida la forma en que su salvaje imaginación persistía en verle como las extrañas y leonadas esculturas de su casa. Y era igualmente estúpido que el mundo exterior pensara que él era una bestia demoníaca a causa de unas pocas cicatrices.

Isabella no era una niña asustadiza para desmayarse porque él soportara la evidencia de sobrevivir a un cruel taque. Deliberadamente tomó un sorbo de té.

– No me desagrada usted, signore, ni me asusta, si esa es su intención. ¿Me cree tan débil o joven? No soy una niña para temer a un hombre. -Aunque él era mucho más intimidante de lo que ella quería admitir. Y claramente tenía una fuerza enorme. Podía aplastarla fácilmente sin ningún esfuerzo. Era imposible determinar su edad. No era un muchacho sino un hombre adulto, cargando el peso de su título y la responsabilidad de asegurar el bienestar de su gente sobre sus amplios hombros. Y ahora de su hermano. Ella le había traído otro estorbo, y la idea la hizo sentir culpable.

– Por favor tome algo de té. Tengo la esperanza de trabar mayor amistad con usted.

– Dígame que ve cuando me mira -La voz de él era tranquila, un simple hilo de voz, un susurro de terciopelo y calor. Aunque era una orden de un ser poderoso.

Tranquilizando sus nervios, Isabella tomó otro sorbo de caliente y dulce té. Estaba rociado de miel y la fortaleció.

– Veo a un hombre con muchas cargas que soportar. Y yo le he traído otra. Lo lamento por ello, pero no puedo permitir que el mio fratello muera. Usted era mi única esperanza. No quería complicar su vida aún más. -Sus palabras eran sinceras.

Don DeMarco dudó como inseguro de qué hacer. Finalmente se sentó en la silla opuesta a la de ella. Isabella le sonrió cautelosamente, ofreciendo una tentativa rama de olivo.

– Me temo que ha hecho un mal negocio, signore . El mio padre pasó una gran parte de su vida frunciendo el ceño y sacudiendo la cabeza con desaprobación ante mi comportamiento.

– Puedo bien imaginar que eso sea cierto -La ironía bordeaba su voz, y ella pudo sentir el peso de su implacable mirada.

Isabella sintió el roce de alas de mariposa en su estómago, y un calor enroscándose lentamente a través de su riego sanguineo. Sabía poco de relaciones entre hombre y mujer. Ni siquiera sabía si él la desearía de ese modo. Pero al parecer no podía mirarle sin que su cuerpo entero se tensara con un calor y un fuego que nunca antes había sentido. Era incómodo y aterrador. Y no quería que nadie le diera órdenes, restringiendo sus actividades. Se había acostumbrado a hacer lo que le placía con pocas restricciones.

Alzó la barbilla.

– No obedezco bien los dictados de otros.

La risa baja, divertida y acariciante la sobresaltó. Se deslizó dentro de ella y se enredó alrededor de su corarón.

– ¿Es una advertencia o una confesión? -preguntó él.

Su mirada tocó la de él, después se apartó tímidamente. Tenía el presentimiento de que él raramente reía.

– Creo que fue más bien una advertencia. Nunca he sido capaz de entender el significado de la palabra obediencia . -Tomó otro sorbo de té y le evaluó sobre el borde de la taza.- El mio padre decía que debería haber nacido chico. -La mano oculta entre los pliegues de la falda retorció la tela firmemente. Estaba terriblemente nerviosa, mucho más de lo que había estado nunca. Don DeMarco no era en absoluto lo que había esperado. Podía haber tratado con un viejo chisquilloso, incluso con un viejo verde de ojos lujuriosos. Don DeMarco era increíblemente guapo, más que guapo, y ella no tenía ni idea de cómo tratar con él.

– Ha pasado mucho desde que me senté y charlé con otra persona así -admitió él suavemente, algo de la tensión en él se alivió-. Mis reuniones no son sociales, y nunca ceno con los miembros de la familia -Se recostó en su silla, estirando sus largas piernas hacia el fuego. Debería haber parecido relajado, pero todavía parecía un animal salvaje, inquieto en su jaula.

– ¿Por qué no? La cena era siempre mi momento favorito del día. El mio fratello me contaba historias tan maravillosas. Lo pasaba mal cuando el mio padre decidía que necesitaba aprender ciertos talentos femeninos y me encerraba dentro. Lucca me contaba tantas historias salvajes en la cena como se le ocurrían para hacerme reir.

– ¿La encerraban con frecuencia? -La voz era bastante fundida, pero algo en su tono la hizo estremecer. Estaba claro que no le gustaba la idea de que su padre la encerrara, pero estaba perfectamente bien que lo hubiera hecho así.

– Con bastante frecuencia. Me gustaba vagar por las colinas. Padre tenía miedo de que huyera con los lobos -En realidad, lo que su padre había temido era no encontrar nunca un marido rico para su niña salvaje. Isabella apartó la idea velozmente, no sea que el don viera la tristeza fugaz en sus ojos. Su intensa mirada parecía capaz de leer cada matiz de su postura y expresión.

Don DeMarco se inclinó hacia ella y gentilmente le apartó algunas hebras de pelo de la cara. El gesto inesperado la hizo apartarse de él, y algo afilado le arañó desde la sien a la comisura del ojo. El borde del anillo de él debía haberle arañado la piel. Jadeó por el súbito dolor, alzando la mano para cubrir el daño con su palma.

Él se puso de pie tan rápidamente que su taza de té cayó al suelo, haciéndose pedazos y derramando su contenido. El charco tomó la amenazadora forma de un león.

Al instante el corazón de Isabella palpitó temerosamente, e inclinó la cabeza hacia arriba para mirar al don. Los ojos de él llameaban peligrosamente, su boca parecía cruel, cortada con una mueca, y ese curioso gruñido retumbaba en su garganta. Las cicatrices a lo largo de su mejilla se volvieron rojas y vívidas. Una vez más la extraña apariencia del león se emborronó con la cara de él haciendo que por un momento estuviera mirando a una bestia y no a un hombre.

– ¿Qué ve ahora, Signorina Vernaducci? -exigió él, una especie de furia recorría su cuerpo, llenando la habitación de peligro. Incluso el halcón en su percha agitó las alas con alarma. Los dedos de Don DeMarco se entelazaron con el pelo de la nuca de ella, manteniéndola inmóvil, reteniéndola prisionera.

Parpadeó hacia él, volviendo a enfocarle, insegura de qué había hecho para ganarse semejante reacción.

– Lo lamento, signore, si le he ofendido de algún modo. No pretendía insultar. -En realidad ni siquiera recordaba qué había dicho que hubiera podido molestarle. Los dedos de él era un apretado puño entre su pelo, aunque no había presión, solo el filo del anillo uniéndose en su piel. Permaneció muy quieta.

– No ha respondido a mi pregunta -Su voz era pura amenaza.

– Le veo a usted, signore. -Miró fijamente a sus ojos gatunos.

Don DeMarco permaneció inmóvil, su mirada fija en la de ella. Ella podía oir su propia respiración, sentía su corazón palpitar. Él dejó escapar el aliento lentamente.

– No me ha ofendido. -Sus dejos abandonaron el pelo de ella reluctantemente.

– ¿Por qué entonces está tan molesto? -preguntó ella, asombrada por su extraño comportamiento. Su piel palpitaba donde el anillo la había pinchado.

Los dedos de él se posaron alrededor de su delgada muñeca, apartándole la mano de la sien. Un delgado rastro de sangre corría hacia abajo por su cara.

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