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Hannah también había pelado y reducido a pasta una raíz de jengibre. Había dejado sobre el mármol el wok y el aceite de cacahuete. Ruth echó un vistazo al frigorífico y vio un cuenco de gambas marinadas. Estaba familiarizada con la cena que Hannah iba a preparar, pues ella había servido la misma cena para Hannah y varios de sus amigos en numerosas ocasiones. Lo único que no estaba preparado para cocinarlo era el arroz

Había dos botellas de vino blanco en el frigorífico. Ruth sacó una, la descorchó y se sirvió una copa. Fue al comedor y salió a la terraza. Cuando Hannah y su padre oyeron que la puerta se cerraba, se apresuraron a separarse y nadaron hasta el extremo profundo de la piscina. Habían estado agachados donde no cubría… o bien el padre de Ruth había estado agachado mientras Hannah se mecía en el agua, en su regazo

Allá, en el extremo profundo, rodeadas de azul, sus cabezas eran pequeñas. Hannah parecía menos rubia que de ordinario, su cabello mojado era oscuro, como el de Ted. La espesa y ondulante cabellera del escritor había adquirido una tonalidad gris metálica, generosamente entreverada de blanco; pero en la piscina azul oscuro, su cabello mojado era casi negro

La cabeza de Hannah estaba tan lustrosa como su cuerpo, y Ruth pensó que parecía una rata. Sus pequeños senos oscilaban mientras pedaleaba en el agua. Por la mente de Ruth cruzó una imagen: las tetas de Hannah podrían ser peces de un solo ojo y de movimientos rápidos

– He llegado pronto -empezó a decir Hannah, pero Ruth la interrumpió

– Anoche estabas aquí. Me llamaste después de haber jodido con mi padre. Yo podría haberte dicho que roncaba

– Ruthie, no… -intervino su padre

– Eres tú la que tiene un problema de jodienda, chica -replicó Hannah

– Hannah, no… -dijo Ted.

– La mayoría de los países civilizados tienen leyes -siguió diciendo Ruth-. La mayoría de las sociedades se rigen por normas…

– ¡Eso ya lo sé! -le gritó Hannah. Su rostro pequeño tenía una expresión menos confiada que de costumbre, pero tal vez sólo se debía a que no era una buena nadadora y no movía los pies en el agua con naturalidad

– La mayoría de las familias siguen reglas, papá -le dijo Ruth a su padre-. Y la mayoría de los amigos también -añadió, dirigiéndose a Hannah

– Muy bien, muy bien -replicó Hannah-. Soy la anarquía personificada

– Nunca te disculpas, ¿eh?

– De acuerdo, perdona -dijo Hannah-. ¿Te sientes mejor así?

– Ha sido una casualidad…, no se trata de nada planeado -le explicó Ted a su hija

– Eso debe de ser una novedad para ti, papá -comentó Ruth.

– Nos encontramos por casualidad en la ciudad -corroboró Hannah-. Le vi en la esquina de la Quinta y la Calle 59, junto al Sherry-Netherland. Estaba esperando que el semáforo se pusiera en verde

– No tengo ninguna necesidad de saber los detalles -replicó Ruth

– ¡Siempre eres tan superior! -exclamó Hannah. Entonces empezó a toser-. ¡He de salir de esta jodida piscina antes de que me ahogue!

– También puedes salir de mi casa -le dijo Ruth-. Recoge tus cosas y lárgate

La piscina carecía de escala, porque a Ted no le parecían estéticamente agradables. Hannah tuvo que ir a nado hasta el extremo menos hondo y subir los escalones, pasando por el lado de Ruth

– ¿Desde cuándo es tu casa? -inquirió-. Creía que era de tu padre

– Hannah, no… -repitió Ted

– Quiero que también te marches, papá, quiero estar a solas. He venido a casa para estar contigo y con mi mejor amiga, pero ahora quiero que os marchéis los dos

– Sigo siendo tu mejor amiga, por el amor de Dios -le dijo Hannah mientras se ceñía una toalla

"La ratita escuálida", pensó Ruth

– Y yo todavía soy tu padre, Ruthie -añadió Ted-. No ha cambiado nada

– Lo que ha cambiado es que no quiero veros -replicó Ruth-. No quiero dormir en la misma casa con ninguno de los dos

– Ruthie, Ruthie.

– Ya te lo había dicho, Ted. Es una puñetera princesa, una prima donna. Tú fuiste el primero en consentirla, y ahora la consiente todo el mundo

Así pues, también habían hablado de ella.

– Hannah, no… -volvió a decir el padre de Ruth

Pero ella entró en la casa y dejó que se cerrara bruscamente la puerta mosquitera. Ted siguió pedaleando en el agua, en el extremo profundo de la piscina. Podía pasarse así el día entero

– Tenía mucho de qué hablar contigo, papá -le dijo su hija

– Todavía podemos hablar, Ruthie. No ha cambiado nada -dijo

Ruth había apurado el vino. Miró la copa vacía y entonces la arrojó a la cabeza oscilante de su padre. No le alcanzó, ni mucho menos, y la copa se hundió en el agua, intacta y danzando, como una zapatilla de ballet, hacia el fondo de la piscina

– Quiero estar sola -volvió a decirle a su padre-. Querías joder con Hannah, ¿no?… Pues ahora puedes marcharte con ella. Vamos… ¡vete con Hannah!

– Lo siento, Ruthie -dijo su padre, pero Ruth entró en la casa y le dejó allí, pedaleando en el agua

Ruth estaba en la cocina. Las rodillas le temblaban un poco mientras lavaba el arroz y lo dejaba escurrirse en un colador, y pensaba que probablemente había perdido el apetito. Fue un alivio para ella que su padre y Hannah no intentaran hablarle de nuevo

Oyó el sonido de los zapatos de tacón alto de su amiga en el vestíbulo. Imaginó lo bien que le sentaban aquellos zapatos rosa asalmonado a una rubia seductora. Entonces oyó el ruido del Volvo azul marino, los anchos neumáticos que aplastaban la grava del sendero. (En el verano de 1958, el sendero de acceso a la casa de los Cole en Sagaponack era de tierra, pero Eduardo Gómez convenció a Ted para que pusiera grava. Había sacado esa idea del infame sendero que había en la casa de la señora Vaughn.)

Desde la cocina, Ruth oyó que el Volvo se dirigía al oeste por Parsonage Lane. Tal vez su padre llevaría a Hannah de regreso a Nueva York. Tal vez se alojarían en el piso de Hannah. Ruth pensó que estarían demasiado azorados para pasar otra noche juntos. Pero aunque su padre podía ser tímido, nunca se mostraba azorado… ¡Y Hannah ni siquiera lo sentía! Probablemente irían al American Hotel de Sag Harbor, y la llamarían más tarde, lo harían los dos, aunque en distintos momentos. Ruth recordó que el contestador automático de su padre estaba desconectado. Decidió no responder al teléfono

Pero cuando el aparato sonó, sólo una hora más tarde, Ruth pensó que podría tratarse de Allan y respondió

– ¿Qué? ¿Jugamos ese partido de squash? -le dijo Scott Saunders

– No estoy de humor para jugar al squash -mintió Ruth. Recordaba que la piel de aquel hombre tenía una tonalidad dorada, y sus pecas eran del color de la playa

– Si puedo alejarte unas horas de tu padre… -dijo Scott-, ¿qué te parece si cenamos juntos mañana?

Ruth no había podido cocinar la cena que Hannah había dejado casi del todo preparada. Sabía que no podría comer

– Lo siento, no estoy de humor para cenar -le dijo al abogado

– Puede que mañana estés de mejor ánimo

Ruth imaginaba la sonrisa de su interlocutor, aquella sonrisa de engreimiento

– Es posible… -le confesó Ruth, y de alguna manera encontró la fuerza necesaria para colgar el teléfono

No volvió a responder, aunque el teléfono se pasó la mitad de la noche sonando. Cada vez que lo hacía, confiaba en que no fuese Allan, y combatía el deseo de conectar el contestador de su padre. Pero estaba segura de que la mayoría de las llamadas eran de Hannah o de su padre

Aunque no había tenido energía para comer, se había bebido las dos botellas de vino blanco. Cubrió las verduras cortadas con una envoltura de plástico, cubrió también el arroz lavado y lo guardó en el frigorífico. Las gambas marinadas, que seguían en el frío reducto, se mantendrían bien durante la noche, pero, para mayor seguridad, Ruth les añadió el zumo de un limón

Tal vez la noche siguiente le apetecería comer algo. (Quizá con Scott Saunders.)

Estaba segura de que su padre volvería. Había esperado a medias ver su coche en el sendero por la mañana. A Ted le gustaba el papel de mártir, y le encantaría darle a Ruth la impresión de que se había pasado toda la noche en el Volvo

Pero por la mañana no había ni rastro del coche. El teléfono empezó a sonar a las siete de la mañana, y Ruth siguió sin responder. Buscó el contestador automático, pero no lo encontró en el cuarto de trabajo de su padre, donde solía estar. Tal vez estaba averiado y Ted lo había llevado a reparar

Ruth se arrepintió de haber entrado en el cuarto de trabajo de su padre. Por encima del escritorio, donde ahora Ted sólo escribía cartas, y clavada con una chincheta en la pared, estaba la lista de nombres y números telefónicos de sus actuales adversarios en el squash. Scott Saunders figuraba en lo alto de la lista. A Ruth le bastó ver ese dato para decirse: "Bueno, ya estoy liada otra vez". Junto al apellido Saunders había dos números telefónicos: el de su domicilio en Nueva York y otro de Bridgehampton. Ruth marcó este último, por supuesto. Aún no eran las siete y media, y, a juzgar por el tono de voz al otro lado de la línea, le había despertado

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