"¿Quién soy yo para presentar a Ruth Cole?", se preguntó abatido
Fue el barman quien evitó que Eddie se perdiera por completo el temido acontecimiento
– ¿Otra Coca-Cola, señor O'Hare? -le preguntó
Eddie consultó su reloj. Si en aquel momento Marion hubiera estado en el bar observando la expresión de Eddie, habría percibido un atisbo de la desventura de un muchacho de dieciséis años en el rostro de su ex amante
Eran las siete y veinte, y dentro de diez minutos esperaban a
Eddie en la YMHA. El trayecto en taxi entre Lexington y la Calle 92 requeriría por lo menos diez minutos, siempre que Eddie tomara un taxi nada más salir del club. Sin embargo, tropezó con una cola de socios contrariados que aguardaban para tomar un taxi. En la marquesina color crema, del emblema rojo como la sangre del Club Atlético de Nueva York, un pie alado, se desprendían gotas de lluvia
Eddie metió los libros y el texto de su discurso en su abultada cartera marrón. Si esperaba para tomar un taxi, llegaría tarde. Iba a quedar empapado, pero incluso antes de que empezara a llover, el atuendo de Eddie tenía algo del desaliño característico de un profesor. A pesar de que el Club Atlético exigía el uso de chaqueta y corbata y a pesar de que Eddie, por su edad y sus antecedentes, debería haberse sentido cómodo con chaqueta y corbata (al fin y al cabo, era un exoniano), el portero del club siempre le miraba las ropas como si violaran las normas
Sin un plan preconcebido, Eddie corrió a lo largo de Central Park South bajo la lluvia, que había arreciado y ahora era un aguacero. Al aproximarse primero al Saint Moritz y luego al Plaza, deseó vagamente descubrir una hilera de taxis esperando en el bordillo a los clientes del hotel, pero lo que encontró fue dos hileras de decididos clientes de hotel a la espera de taxis
Eddie entró en el Plaza, se dirigió a recepción y pidió que le cambiaran un billete de diez dólares en monedas. Si disponía del importe exacto, podría tomar un autobús hasta la Avenida Madison. Pero antes de que pudiera musitar lo que quería, la recepcionista le preguntó si era cliente del hotel. A veces, de una manera espontánea, Eddie era capaz de mentir, pero casi nunca lo lograba cuando quería hacerlo
– No, no soy cliente -admitió-. Sólo necesito cambio para el autobús
La mujer sacudió la cabeza
– Si no es cliente, me llamarían al orden -le dijo
Eddie tuvo que correr por la Quinta Avenida antes de poder cruzar en la Calle 62. Siguió corriendo por Madison hasta que encontró una cafetería donde entró a comprar una Coca-Cola Light, sólo para obtener cambio. Dejó la bebida al lado de la caja registradora, junto con una propina de generosidad desproporcionada, pero la cajera la consideró insuficiente. A su modo de ver, el cliente la había cargado con una Coca-Cola Light de la que debía deshacerse, una tarea indigna de ella, irrealizable o ambas cosas
– ¡Lo último que necesito es esta molestia! -le gritó la cajera. Sin duda le irritaba tener que dar más cambio del habitual. Eddie aguardó bajo la lluvia el autobús con destino a la avenida Madison. Ya estaba empapado, y pasaban cinco minutos de la hora convenida. Eran las siete y treinta y cinco y el acto empezaría a las ocho. Los organizadores de la lectura de Ruth Cole en la YMHA habían querido que Eddie y Ruth se encontraran unos minutos antes entre bastidores, a fin de tener un poco de tiempo para relajarse, "para conocerse mutuamente". Nadie, y por supuesto ni Eddie ni Ruth, había dicho "para reanudar su trato". (¿Cómo reanuda uno su trato con una niña de cuatro años cuando ésta tiene treinta y seis?)
Las demás personas que esperaban el autobús tuvieron la precaución de apartarse del bordillo, pero Eddie no se movió. Antes de detenerse, el vehículo le salpicó de cintura para arriba con el agua sucia de la alcantarilla, llena a rebosar. Ahora no sólo estaba mojado sino también sucio, y el agua turbia incluso había empapado el fondo de la cartera
Llevaba en ella un ejemplar firmado de Sesenta veces para dárselo a Ruth, aunque se había publicado tres años antes; si Ruth se había sentido inclinada a leerlo, ya lo habría hecho. Eddie había imaginado a menudo las observaciones que haría Ted Cole a su hija sobre el tema de Sesenta veces. "Ilusiones", habría comentado, o "Pura imaginación… Tu madre apenas conocía a ese tipo". Lo que Ted había dicho realmente a su hija era más interesante, y del todo cierto con respecto a Eddie. Ted le dijo a su hija:
– Ese pobre chico nunca superó la impresión de tirarse a tu madre
– Ya no es un chico, papá -replicó Ruth-. Si yo estoy en la treintena, él tiene cuarenta y tantos, ¿no?
– Sigue siendo un chico, Ruthie -insistió Ted-. Eddie siempre será un chico
Lo cierto era que, cuando subió al autobús, la fatiga y la angustia acumuladas le daban el aspecto de un adolescente de cuarenta y ocho años. El conductor estaba molesto con él porque Eddie no sabía cuál era la tarifa exacta, y aunque tenía un bolsillo lleno de calderilla, sus pantalones estaban tan mojados que se vio obligado a sacar las monedas una a una. Los pasajeros que estaban detrás de él, la mayoría de ellos aún bajo la lluvia, también se impacientaban
Entonces, cuando intentaba extraer el agua que había entrado en la cartera, Eddie vertió el líquido amarronado sobre el zapato de un anciano que no hablaba inglés. No comprendía lo que aquel pasajero le estaba diciendo, ni siquiera sabía en qué idioma le hablaba. También era difícil oír en el interior del autobús, e imposible distinguir lo que decía el conductor de vez en cuando: ¿los nombres de las calles que cruzaban?, ¿las paradas ante las que pasaban de largo o se detenían si algún pasajero lo solicitaba?
La razón de que Eddie no pudiera oír era un joven de raza negra que ocupaba un asiento junto al pasillo y llevaba una voluminosa radiocasete portátil en el regazo. Una canción ruidosa y obscena vibraba en el autobús, y la única letra reconocible era una frase repetida, algo así como: "¡No distinguirías la verdad, hombre, aunque se te sentase en la cara!"
– Perdona -le dijo Eddie al joven-. ¿Te importaría bajar un poco el volumen? No oigo lo que dice el conductor
El joven le dirigió una sonrisa encantadora y replicó:
– ¡No oigo lo que dices, tío, esta caja hace un ruido de cojones!
Algunos pasajeros más cercanos, ya fuese por nerviosismo o por verdadera apreciación, se rieron. Eddie se inclinó por encima de una corpulenta mujer negra que iba sentada, y desempañó con la mano el vidrio de la ventanilla. Tal vez podría ver los próximos cruces. Pero la abultada cartera se le deslizó del hombro (la correa estaba tan mojada como la ropa de Eddie) y cayó sobre la cara de la mujer
La cartera mojada desprendió las gafas de la pasajera, la cual tuvo la suerte de detenerlas en el regazo, pero la mujer las agarró con demasiada fuerza y uno de los cristales saltó de la montura. Miró a Eddie cegata y con una expresión demencial producto de muchos pesares y decepciones
– Por qué me molesta, ¿eh?, ¿quiere decírmelo? -le preguntó. La vibrante canción acerca de la verdad sentada sobre la cara de alguien cesó al instante. El joven sentado junto al pasillo se levantó, apretando la caja resonante y ahora silenciosa contra el pecho, como si fuese un canto rodado
– Es mi mamá -dijo el muchacho. Era de corta estatura, la cabeza sólo llegaba al nudo de la corbata de Eddie, y sus hombros tenían el doble de anchura y grosor que los de Eddie-. ¿Por qué molesta a mi mamá? -inquirió el fornido joven
Desde que Eddie había salido del Club Atlético de Nueva York, era la cuarta vez que oía quejarse a alguien de que le molestaban. Por eso nunca había querido vivir en Nueva York
– Sólo trataba de ver mi parada -dijo Eddie-, donde tengo que bajar
– Ésta es tu parada -replicó el joven de aspecto brutal, y apretó el botón de parada. El autobús frenó y Eddie perdió el equilibrio. Una vez más, la pesada cartera se le deslizó del hombro, pero esta vez no alcanzó a nadie, porque Eddie la aferró con ambas manos-. Aquí es donde te bajas -dijo el chico achaparrado. Su madre y varios pasajeros asintieron
Qué se le va a hacer, pensó Eddie mientras bajaba del autobús. Tal vez estaba casi en la Calle 92. (En realidad, era la 81.) Oyó que alguien le gritaba: "¡Vete con viento fresco!", antes de que el autobús se alejara
Poco después, Eddie corrió a lo largo de la Calle 89, cruzó al lado este de Park Avenue y allí descubrió un taxi libre. Sin caer en la cuenta de que ahora sólo estaba a tres manzanas y un cruce de su destino, llamó al taxi, subió y le dijo al conductor dónde debía ir
– ¿La esquina de la 92 con Lex? -objetó el taxista-. Hombre, debería ir a pie… ¡Ya está mojado!
– Pero llego tarde -replicó Eddie sin convicción.
– Todo el mundo llega tarde -dijo el taxista
La tarifa de la carrera era demasiado pequeña. Eddie intentó compensarle dándole todo el cambio que llevaba encima.
– ¡Jolín! -exclamó el taxista-. ¿Qué voy a hacer con todo esto?
Por lo menos no había pronunciado la palabra "molestia", pensó Eddie mientras se metía las monedas en el bolsillo de la chaqueta. Todos los billetes que llevaba en la cartera estaban mojados. Al taxista tampoco le hacían ninguna gracia