Fue una suerte para él que su madre no encontrara nunca la camisola lila y las bragas a juego, que Eddie tenía escondidas en un cajón junto con los suspensorios para practicar atletismo y los pantalones cortos con los que jugaba al squash. Es dudoso que Dot O'Hare hubiera felicitado a su hijo por ser tan «considerado» al comprarle a la señora Cole unas prendas interiores tan insinuantes.
Aquel sábado de agosto de 1958, en el muelle de New London, Minty percibió en la firmeza del abrazo de Eddie algo que le persuadió de que podía darle las llaves del coche. No hubo ninguna mención de que el tráfico que les esperaba era «distinto del tráfico de Exeter». Minty carecía de motivos de preocupación, pues veía que Eddie había madurado. («¡Cómo ha crecido, Joe!», susurró Dot a su marido.)
Minty había aparcado el coche a cierta distancia del muelle, cerca de la estación de ferrocarril. Tras una pequeña discusión entre Minty y Dot, sobre cuál de ellos se sentaría al lado del muchacho como «copiloto» durante el largo trayecto hasta su casa, los padres de Eddie se acomodaron en el vehículo con tanta confianza como si fuesen niños. Era indudable que Eddie manejaba el timón.
Sólo cuando abandonaban el aparcamiento de la estación de ferrocarril, Eddie reparó en el Mercedes rojo tomate de Marion, estacionado a escasa distancia del andén. Probablemente ya había enviado las llaves por correo a su abogado, quien repetiría a Ted la lista de exigencias de Marion.
Así pues, quizá no se había ido a Nueva York. Esta posibilidad no supuso para Eddie más que una ligera sorpresa. Y si Marion había dejado su coche en la estación de ferrocarril de New London, ello no significaba necesariamente que hubiese regresado a Nueva Inglaterra, sino que podría haberse encaminado al norte. (Tal vez a Montreal. Eddie sabía que Marion hablaba francés.)
Pero ¿en qué pensaba ahora aquella mujer?, se preguntó Eddie a propósito de Marion; y lo mismo se preguntaría durante treinta y siete años. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde había ido?