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– No lo sé. -Toda teoría sobre Marion presentaba siempre algún fallo, una brecha en lo que cualquiera sabía o decía de ella-. No la conozco lo suficiente para juzgarla.

– Voy a decirte una cosa, Eddie. Tampoco yo la conozco lo suficiente para juzgarla.

Eddie podía creerlo, pero no estaba dispuesto a permitir que Ted se sintiera virtuoso.

– No olvides que es a ti a quien abandona realmente -señaló Eddie-. Supongo que ella te conocía muy bien.

– ¿Quieres decir lo bastante bien para juzgarme? ¡Sí, claro! -convino Ted. Ya había tomado más de la mitad de su bebida. Chupaba los cubitos de hielo, los escupía en el vaso y entonces bebía un poco más-. Pero también te abandona a ti, ¿no es cierto, Eddie? -le preguntó al muchacho-. No esperarás que te llame para tener una cita, ¿verdad?

– No, no espero tener noticias de ella -admitió Eddie. -Bueno…, yo tampoco -dijo Ted. Escupió varios cubitos en el vaso-. Uf, esto sabe fatal.

– ¿Tienes dibujos de Marion? -le preguntó Eddie de improviso-. ¿La has dibujado alguna vez?

– Hace mucho tiempo. ¿Quieres verlos?

Incluso en la semioscuridad, pues la única luz en el jardín procedía de las ventanas de la cocina, Eddie percibió la renuencia de Ted.

– Claro -le dijo, y siguió a Ted al interior de la casa. Encendieron la luz del vestíbulo y entraron en el cuarto de trabajo de Ted. El brillo de las lámparas fluorescentes del techo era muy intenso tras la oscuridad del jardín.

Había, en conjunto, menos de una docena de dibujos de Marion. Al principio Eddie creyó que, debido a la luz, los dibujos parecían poco naturales.

– Éstos son los únicos que conservo -replicó Ted, poniéndose a la defensiva-. A Marion nunca le gustó posar.

También era evidente que Marion no quiso desvestirse, pues entre los dibujos no había ningún desnudo, o por lo menos Ted no conservaba ninguno. Marion aparecía sentada con Thomas y Timothy, y debía de ser muy joven, porque los niños eran muy pequeños, pero para Eddie la belleza de Marion era atemporal. Aparte de su encanto, lo que Ted había captado realmente era su retraimiento. Sobre todo cuando estaba sentada a solas, parecía distante, incluso fría.

Entonces Eddie comprendió cuál era la diferencia entre los dibujos de Marion y los demás dibujos de Ted, en particular los de la señora Vaughn. Los primeros no reflejaban la inquieta lujuria del artista. A pesar de lo antiguos que eran los dibujos de Marion, Ted ya no sentía ningún deseo por ella. Por eso Marion no parecía ella misma… o al menos no se lo parecía a Eddie, que sentía por Marion un deseo ilimitado.

– Si quieres uno, puedes quedártelo -le ofreció Ted.

El muchacho no quería ninguno de aquellos dibujos, pues no representaban a la Marion que él conocía.

– Creo que Ruth debería quedárselos -respondió. -Buena idea. Estás lleno de buenas ideas, Eddie.

Ambos repararon en el color de la bebida de Ted. El contenido del vaso, casi vacío, tenía un tono tan sepia como el del agua del surtidor de la señora Vaughn. En la cocina, a oscuras, Ted se había equivocado de bandeja y había añadido al whisky con agua cubitos de tinta de calamar, que se habían semifundido en el vaso. Los labios, la lengua e incluso los dientes de Ted tenían un color pardo negruzco.

A Marion le hubiera gustado la escena: Ted de rodillas ante la taza del váter. Desde el cuarto de trabajo, donde seguía mirando los dibujos, el muchacho oyó cómo vomitaba.

– Mierda… -decía Ted, entre arcadas-. No voy a tomar más cosas fuertes. De ahora en adelante sólo beberé vino y cerveza. A Eddie le extrañó que no mencionara la tinta de calamar. Había sido eso y no el whisky lo que le había provocado náuseas.

Poco le importaba a Eddie que Ted cumpliera o no su promesa. Sin embargo, tanto si lo hacía de una manera consciente como si no, prescindir del licor fuerte estaba en consonancia con la advertencia de Marion sobre la bebida. Ted Cole no volvería a perder temporalmente el permiso de conducir por dar positivo en la prueba de alcoholemia. No siempre conducía sin haber probado una sola gota de alcohol, pero por lo menos nunca bebía cuando llevaba a Ruth en coche.

Lamentablemente, la moderación en la bebida no hacía más que exacerbar su faceta donjuanesca, cuyos efectos a largo plazo serían más arriesgados para él que la bebida.

En aquella ocasión, la escena parecía el final adecuado de una jornada larga y exasperante: Ted Cole de rodillas, vomitando en el váter. Eddie deseó las buenas noches a Ted en un tono de superioridad. Por descontado, Ted no pudo responderle debido a la violencia de su vómito.

El muchacho fue a comprobar cómo estaba Ruth, sin pensar que aquel breve atisbo de la niña, que dormía apaciblemente, sería el último durante más de treinta años. No podía saber que se marcharía antes de que Ruth se despertara.

Supuso que, por la mañana, le daría a Ruth el regalo de sus padres y un beso de despedida. Pero Eddie suponía demasiadas cosas. A pesar de su experiencia con Marion, todavía era un chico de dieciséis años que subestimaba la crudeza emotiva del momento, pues, a fin de cuentas, él no había conocido hasta entonces tales momentos. Y, desde el umbral del dormitorio de Ruth, mientras la veía dormir, a Eddie le resultaba fácil especular con que todo saldría bien.

Pocas cosas parecen menos afectadas por el mundo real que una criatura dormida.

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