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– ¿Salía la pelea en la fotografía? -le preguntó Alice. Eddie sabía que la pregunta era errónea.

– ¡No, tonta! -gritó Ruth-. ¡La pelea fue después de hacer la foto!

– Ah -dijo Alice-, perdona.

– ¿Quieres un trago? -preguntó Ted a Eddie.

– No. Deberíamos ir a la casa vagón y ver si Marion ha dejado algo allí.

– Buena idea -dijo Ted-. Tú conduces.

Al principio no encontraron nada en la deprimente casa alquilada. Marion se había llevado las pocas prendas de vestir que guardaba allí, aunque Eddie sabía, y apreciaría durante toda su vida, lo que había hecho con la rebeca de cachemira rosa, la camisola de color lila y las bragas a juego. De las pocas fotografías que Marion llevó aquel verano a la casa vagón, habían desaparecido todas menos una. Sólo había dejado la foto de los chicos muertos que colgaba sobre la cabecera de la cama: Thomas y Timothy en la entrada del edificio principal del instituto, en el umbral de la virilidad, durante su último año en Exeter.

HVC VENITE PVERI

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«Venid acá, muchachos… -había traducido Marion, en un susurro- y sed hombres.»

Era la fotografía que señalaba el lugar donde se había producido la iniciación sexual de Eddie. Había un trocito de papel fijado al cristal con cinta adhesiva. La caligrafía de Marion era inequívoca.

«Para Eddie»

– ¿Cómo que para ti? -gritó Ted. Arrancó la nota fijada al cristal y eliminó con una uña el resto de cinta adhesiva-. No, Eddie, esto no es para ti. Se trata de mis hijos. ¡Es la única foto que me queda de ellos!

Eddie no discutió. Podía recordar perfectamente las palabras latinas sin necesidad de la foto. Tenía que estudiar dos años más en Exeter, y a menudo pasaría por aquel portal y bajo aquella inscripción. Tampoco le hacía falta una foto de Thomas y Timothy, no era a ellos a quienes necesitaba recordar. Recordaría a Marion sin necesidad de sus hijos. La había conocido sin ellos, aunque tenía que admitir que los chicos muertos siempre habían estado presentes en su relación.

– La foto es tuya, claro -dijo Eddie. -Faltaría más -replicó Ted-. ¿Cómo cabeza la idea de dártela?

– No lo sé -mintió Eddie.

En un solo día, las palabras «no lo sé» se habían convertido en la respuesta de todo el mundo a todas las cosas.

se le ha pasado por la

Así pues, la fotografía de Thomas y Timothy en la entrada de Exeter acabó en manos de Ted. Los chicos muertos estaban allí mejor representados que en la vista parcial (a saber, sus pies) que ahora pendía en el dormitorio de Ruth. Ted pondría la foto de los muchachos en el dormitorio principal, colgada de uno de los numerosos ganchos disponibles que cubrían las paredes.

Cuando Ted y Eddie abandonaron el destartalado pisito encima del garaje, Eddie se llevó consigo sus pocas pertenencias, pues deseaba hacer el equipaje. Esperaba que Ted le pidiera que se marchara, y su patrono no tardó en hacerlo: se lo dijo en el coche, cuando regresaban a la casa de Parsonage Lane.

– ¿Qué es mañana? ¿Sábado? -inquirió. -Sí, sábado.

– Quiero que te marches mañana. El domingo a más tardar. -De acuerdo -dijo Eddie-. Sólo necesito que alguien me lleve al transbordador.

– Alice puede llevarte.

Eddie decidió que no sería prudente decirle a Ted que Marion ya había pensado que Alice sería la persona más adecuada para trasladarle a Orient Point.

Cuando llegaron a la casa, Ruth, cansada después de tanto llorar, se había dormido. No había querido cenar, y ahora Alice lloraba quedamente en el piso de arriba. Para ser universitaria, la niñera parecía muy afectada por la situación. Eddie no sentía demasiada simpatía hacia ella, y la consideraba una esnob que se había apresurado a imponer su pretendida superioridad sobre él. (Para el muchacho, la única superioridad de Alice estribaba en que era unos años mayor que él.)

Ted ayudó a Alice a bajar las escaleras y le dio un pa;~uelo limpio para que se sonara.

– Lamento haberte dado esta desagradable sorpresa, Alice -le dijo, pero la niñera no se consolaba.

– Mi padre abandonó a mi madre cuando yo era pequeña -dijo Alice, sorbiendo el aire por la nariz-. Así que renuncio. Eso es todo… renuncio. Y tú también deberías tener la decencia de renunciar -añadió, dirigiéndose a Eddie.

– En mi caso es un poco tarde para renunciar, Alice -replicó Eddie-. Me han despedido.

– Desconocía esos aires de superioridad, Alice -le dijo Ted a la joven.

– Alice se ha mostrado arrogante conmigo durante todo el verano -comentó Eddie.

A Eddie no le gustaba ese aspecto del cambio que se producía en su interior. junto con la autoridad, con el hallazgo de su propia voz, también había desarrollado un gusto por una clase de crueldad de la que antes había sido incapaz.

– Soy moralmente superior a ti, Eddie, de eso no tengo duda -le dijo la niñera.

– Moralmente superior… -repitió Ted-. ¡Menudo concepto! ¿Te sientes alguna vez «moralmente superior», Eddie?

– Sí, sólo con respecto a ti -replicó el muchacho.

– ¿Te das cuenta, Alice? -inquirió Ted-. ¡Todo el mundo se siente moralmente superior con respecto a alguien!

Eddie no se había dado cuenta de que Ted ya estaba bebido. Con lágrimas en los ojos, Alice subió a su coche. Eddie y Ted la contemplaron mientras se alejaba.

– Allá va la que debía llevarme al transbordador-señaló Eddie. -De todos modos, quiero que te marches mañana Ted. -Muy bien, pero no puedo ir andando a Orient Point. Y tú no puedes llevarme.

– Eres un chico listo, ya encontrarás a alguien que te lleve. -Tú eres el que tiene talento para conseguir que te lleven -replicó Eddie.

Podrían pasarse toda la noche zahiriéndose, y ni siquiera había oscurecido todavía. Era demasiado temprano para que Ruth se hubiera dormido. Ted, preocupado, se preguntó en voz alta si debía despertarla e intentar convencerla de que cenara algo. Pero cuando entró de puntillas en el cuarto de Ruth, la niña estaba trabajando ante su caballete. 0 se había despertado, o había engañado a Alice haciéndole creer que dormía.

Ruth dibujaba muy bien para su corta edad. Aún no se podía saber si esto era una señal de su talento o el efecto más modesto de la influencia paterna, pues Ted le había enseñado a dibujar ciertas cosas, sobre todo rostros. Era evidente que Ruth sabía dibujar un rostro. En realidad, sólo dibujaba caras. (De adulta no dibujaría nada en absoluto.)

Ahora la niña trazaba un dibujo desacostumbrado, con figuras a base de trazos rectos, de la variedad torpe y amorfa que dibujan los niños pequeños sin dotes artísticas. Había tres de aquellas figuras mal dibujadas, sin rostro y con óvalos como melones por cabeza. Encima de ellas, o tal vez detrás, pues la perspectiva no estaba clara, surgían varios montículos que parecían montañas. Pero Ruth era una niña de los patatales y el océano. Donde ella había crecido, todo era llano.

– ¿Eso son montañas, Ruthie? -le preguntó Ted. -¡No! -gritó la niña.

Ruth quiso que también Eddie se acercara a su dibujo, y Ted llamó al muchacho.

– ¿Eso son montañas? -le preguntó Eddie al ver el dibujo. -¡No! ¡No! ¡No! -gritó Ruth.

– No grites, Ruthie, cariño. -Ted señaló las figuras lineales sin rostro-. ¿Quiénes son, Ruthie?

– Personas moridas -respondió Ruth.

– ¿Quieres decir que son personas muertas, Ruthie? -Sí, personas moridas -repitió la niña.

– Ya veo…, son esqueletos -dijo su padre.

– ¿Dónde están sus caras? -preguntó Eddie a la pequeña. -Las personas moridas no tienen cara -respondió Ruth. -¿Por qué no, cariño? -inquirió Ted.

– Porque las entierran -dijo Ruth-. Están debajo de la tierra. Ted señaló los montículos que no eran montañas. -Entonces esto es la tierra, ¿no?

– Sí. Las personas moridas están debajo. -Señaló la figura del centro, con la cabeza de melón-: Ésta es mamá.

– Pero mamá no ha muerto, cielo -le dijo Ted-. Mamá no es una persona morida.

– Y éste es Thomas y éste Timothy -siguió diciendo Ruth, señalando los otros esqueletos.

– Mamá no está muerta, Ruth, sólo se ha ido.

– Ésa es mamá -repitió Ruth, señalando de nuevo el esqueleto del centro.

– ¿Qué te parece un emparedado de queso patatas fritas? -preguntó Eddie a la pequeña. -Y ketchup -añadió Ruth.

– Buena idea, Eddie -dijo Ted al muchacho.

Las patatas fritas estaban congeladas, tuvieron que calentar previamente el horno y Ted estaba demasiado bebido para encontrar la sandwichera. No obstante, con la ayuda del ketchup, los tres lograron dar cuenta de aquella deplorable comida. Mientras oía cómo la niña y su padre subían la escalera, describiéndose mutuamente las fotografías desaparecidas, Eddie pensaba que, dadas las circunstancias, la cena había sido civilizada. A veces Ted se inventaba, o por lo menos describía, una fotografía que Eddie no recordaba haber visto, pero a Ruth no parecía importarle. La pequeña también inventó una o dos fotos.

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