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La señora Mountsier era una buena conductora y nunca apartaba los ojos de la carretera. La hija no podía apartar los ojos de Ted. Para ser un día que comenzó con tan mal pie, ¡había que ver las oportunidades que se le habían presentado! Ted consultó su reloj y se sorprendió al ver que tan sólo acababa de empezar la tarde. Estaría en casa antes de las dos, y dispondría de mucho tiempo para enseñar a madre e hija su cuarto de trabajo cuando aún había buena luz. Ted había llegado a la conclusión de que no se puede juzgar un día por su comienzo cuando la señora Mountsier pasó ante el lago Agawam y giró por Dune Road para entrar en Gin Lane. Ted había estado tan absorto en la comparación visual entre madre e hija que no se había fijado en la ruta.

– Ah, va usted por aquí… -susurró. -¿Por qué susurra? -le preguntó Effie.

En Gin Lane, la señora Mountsier se vio obligada a reducir la marcha y el coche avanzó lentamente. La calle estaba cubierta de papeles, que también colgaban de los setos. Mientras el coche avanzaba, los pedazos de papel revoloteaban a su alrededor. Uno de ellos se adhirió al parabrisas. La señora Mountsier estuvo a punto de frenar.

– ¡No pare! -le pidió Ted-. ¡Bastará con el limpiaparabrisas! -Para que después hablen de los que conducen desde el asiento trasero… -observó Effie.

Pero, para alivio de Ted, los limpiaparabrisas funcionaron y el ofensivo trozo de papel salió volando. (Ted había visto por un instante lo que sin duda era una axila de la señora Vaughn. Pertenecía a una de las series más comprometedoras, en la que ella estaba tendida boca arriba con las manos cruzadas en la nuca.)

– ¿Qué es todo esto? -preguntó Glorie.

– Supongo que la basura de alguien -replicó su madre. -Sí -dijo Ted-. Un perro debe de haber esparcido la basura. -Qué estropicio -observó Effie.

– Deberían multar al que lo haya hecho, sea quien sea -dijo la señora Mountsier.

– Sí -convino Ted-. Aunque el culpable haya sido ¡que lo multen!

Todos se rieron, excepto Effie.

Cuando se acercaban al extremo de Gin Lane, una nube de jirones de papel revoloteó alrededor del coche en marcha. Era como si los dibujos rasgados que mostraban la humillación sufrida por la señora Vaughn no quisieran soltar a Ted. Pero doblaron la esquina y la carretera apareció despejada. Ted sintió una oleada de satisfacción, pero se guardó mucho de expresarla. Entonces ocurrió algo poco frecuente en él: se sumió en un momento de reflexión. Era algo casi bíblico. Tras su inmerecida liberación de la señora Vaughn y en la estimulante compañía de la señora Mountsier y su hija, el pensamiento que dominaba la mente de Ted Cole se repetía como una letanía: la lujuria engendra lujuria y ésta más lujuria y más lujuria… una y otra vez. Eso era lo emocionante.

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