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Ted aprovechó aquel momento para admirar su cintura. A los cuarenta y cinco años aún podía llevar unos tejanos y una camiseta metida por debajo del pantalón y enorgullecerse del efecto de conjunto. Pero la camiseta era blanca y las manchas dejadas por la hierba (se había caído por lo menos en los céspedes de dos casas) en el hombro izquierdo y en el pecho no mejoraban precisamente su aspecto. Los tejanos, empapados por debajo de las rodillas, seguían goteando en los zapatos llenos de agua

Tan sereno como podía estarlo en aquellas circunstancias, Ted salió del lavabo, y Mendelssohn a secas, quien ya había dispuesto una silla para el autor que les visitaba, se apresuró a saludarle efusivamente una vez más. Acercaron la silla a una mesa, sobre la que esperaban unas docenas de ejemplares de las obras de Ted Cole para que las firmara

Pero Ted manifestó su deseo de hacer un par de llamadas telefónicas. Llamó primero a la casa vagón para averiguar si Eddie estaba allí, y no obtuvo respuesta. Tampoco le respondió nadie cuando telefoneó a su casa: Marion no iba a ponerse al aparato aquel día tan bien ensayado. ¿Habría tenido Eddie un accidente de tráfico? Por la mañana la conducción del muchacho había sido más bien errática. Ted llegó a la conclusión de que sin duda Marion le había reblandecido al chico los sesos

Al margen de lo bien que Marion hubiera ensayado la jornada, se había equivocado al pensar que el único recurso de Ted para volver a casa sería caminar hasta el consultorio de su contrincante en el juego de squash y esperar a que el doctor Leonardis, o uno de sus pacientes, le llevara a Sagaponack. El consultorio de Dave Leonardis estaba en el extremo de Southampton, junto a la carretera de Montauk, mientras que la librería no sólo estaba más cercana a la mansión de la señora Vaughn, sino que era un lugar más adecuado para que alguien rescatara a Ted Cole. Éste casi podría haber entrado en cualquier librería del mundo y pedir que le llevaran a casa

Eso fue lo que hizo apenas se sentó a la mesa para firmar sus libros

– La verdad es que necesitaría que alguien me llevara a casa -dijo el famoso autor.

– ¡Faltaría más! -exclamó Mendelssohn-. ¡Naturalmente, no hay ningún problema! Vive usted en Sagaponack, ¿no es cierto? ¡Yo mismo le llevaré! Bueno…, tendré que llamar a mi mujer. Puede que esté comprando, pero no tardará en volver. Mi coche está en el taller, ¿sabe?

– Confío en que no sea el mismo taller que se ocupó de mi coche -dijo Ted a aquel entusiasta-. Acabo de recogerlo y se han olvidado de fijarle la columna de dirección. Era como esos dibujos animados que todos hemos visto: tenía el volante en las manos, pero no estaba fijado a las ruedas. Giré a un lado y el coche fue por el otro y se salió de la carretera. Por suerte lo único que había allí era un seto enorme. Al salir por la ventanilla, las ramas me hicieron varios rasguños, y para colmo caí en un estanque

Ahora le escuchaban con atención. Mendelssohn, que estaba ya al lado del teléfono, pospuso la llamada a su esposa. Y la dependienta que al principio se había quedado pasmada ahora sonreía. Ted consideraba que aquella mujer pertenecía a un tipo que, en general, no le atraía, pero si ella se ofrecía para llevarle a casa, quizá surgiera algo.

Probablemente hacía poco que había terminado los estudios universitarios. Sin maquillaje ni bronceado y con el cabello lacio, era una precursora del estilo que se impondría la década siguiente. No era bonita, tenía unas facciones insulsas, pero su palidez representaba una especie de franqueza sexual para Ted, quien reconocía que parte del aspecto austero de la joven reflejaba su apertura a unas experiencias a las que tal vez ella llamara "creativas". Era la clase de joven a la que es posible seducir intelectualmente. (Cabía la posibilidad de que el aspecto de Ted en aquellos momentos, especialmente desaliñado, constituyera un factor positivo para ella.) Y las relaciones sexuales, dado que la mujer era todavía lo bastante joven para considerarlas novedosas, eran sin duda un campo de experiencia al que ella podría denominar "auténtico"…, sobre todo tratándose de un escritor famoso

Lamentablemente, la dependienta no tenía coche

– Voy en bicicleta -le dijo a Ted-. De lo contrario le llevaría a su casa

Ted pensó que era una lástima, pero luego se dijo que en realidad no le gustaba la discrepancia entre la delgadez del labio inferior de la joven y el grosor exagerado del labio superior

Mendelssohn empezó a sentirse inquieto porque su esposa seguía de compras. La llamaba una y otra vez, y aseguraba a Ted que no tardaría en volver. Un muchacho con un indescriptible defecto del habla, el otro miembro del personal que estaba en la librería aquel viernes por la mañana, le pidió disculpas porque había prestado su coche a un amigo para ir a la playa

Ted permaneció allí sentado, firmando ejemplares lentamente. Sólo eran las diez. Si Marion hubiera sabido lo cerca que se encontraba Ted y la facilidad con que podría lograr que alguien le llevara a casa, tal vez hubiera sido presa del pánico. Si Eddie O'Hare hubiera sabido que Ted estaba firmando ejemplares al otro lado de la calle, casi frente a la tienda de marcos (donde Eddie insistía en que la fotografía "de los pies" tenía que estar enmarcada para que Ruth se la llevara ese día a casa sin más dilación), también podría haberse asustado mucho

En cambio, no había ninguna razón para que Ted se asustara. Ignoraba que su mujer le estaba abandonando y todavía imaginaba que era él quien la abandonaba. Por otro lado, al no andar por las calles no corría peligro inmediato (el de que la señora Vaughn diera con él). E incluso si la esposa de Mendelssohn jamás regresaba de sus compras, sin duda en cuestión de minutos entraría en la librería algún fiel lector de Ted Cole. Probablemente sería una mujer, y Ted compraría uno de sus propios libros firmados para regalárselo, y ella le llevaría a casa en su coche. Y si era guapa, y etcétera, etcétera…, ¿quién sabía lo que podría surgir? ¿Por qué asustarse a las diez de la mañana? Así pensaba Ted

No tenía la menor idea

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