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– ¿Por qué no me dolerá cuando me quiten los puntos? -volvió a preguntarle la niña

– Porque la herida está curada, la piel ha vuelto a crecer -le dijo Eddie

Marion había desaparecido de la vista, y el muchacho se preguntaba si todo había terminado. "Hasta la vista, Eddie." ¿Habían sido ésas sus últimas palabras? "Supongo que sí…" era lo último que le había dicho a su hija. Eddie no podía creer que la despedida hubiese sido tan brusca: la ventanilla abierta del Mercedes, el cabello de Marion ondeando al viento, el brazo que la mujer agitaba fuera de la ventanilla. Y la luz del sol le iluminaba sólo media cara; el resto no se veía. Eddie O'Hare no podía saber que ni Ruth ni él verían de nuevo a Marion hasta pasados treinta y siete años. Pero, durante ese largo tiempo, Eddie se haría cruces de la aparente indiferencia de su partida

¿Cómo había podido hacerlo?, se preguntaría Eddie, el mismo interrogante que un día Ruth se plantearía acerca de su madre

Le extrajeron los dos puntos con tal rapidez que Ruth no tuvo tiempo de llorar. La pequeña estaba más interesada en los puntos que en la cicatriz casi perfecta. La tenue línea blanca sólo estaba algo descolorida por los restos de yodo o cualquiera que fuese el antiséptico, el cual había dejado una mancha pardoamarillenta. El médico le dijo que ahora podía volver a mojarse el dedo y que con el primer baño que se diera la mancha desaparecería. Pero a Ruth le interesaba más que no sufrieran ningún daño los dos puntos, cada uno de ellos cortado por la mitad y metidos en un sobre junto con la costra, ésta cerca del extremo anudado de uno de los cuatro trocitos de hilo

– Quiero enseñarle a mamá los puntos y la costra -dijo Ruth.

– Primero vayamos a la playa -sugirió Eddie

– Primero vamos a enseñarle la costra y luego los puntos -replicó Ruth

– Ya veremos… -empezó a decirle Eddie

Pensó que el consultorio del médico en Southampton no estaba a más de quince minutos a pie desde la mansión de la señora Vaughn en Gin Lane. Eran las diez menos cuarto de la mañana. Si Ted seguía allí, ya llevaba más de una hora con la señora Vaughn. Lo más probable era que Ted no estuviera con la señora Vaughn, pero tal vez había recordado que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana y quizá sabía dónde estaba el consultorio del médico

– Vamos a la playa -le dijo Eddie a la pequeña-. Démonos prisa

– Primero la costra, luego los puntos y después a la playa -replicó la niña

– Hablemos de todo eso en el coche -sugirió Eddie

Pero no hay manera de efectuar una negociación directa con una criatura de cuatro años. Aunque no toda negociación tiene que ser difícil, pocas son las que no requieren una considerable cantidad de tiempo

– ¿Nos hemos olvidado de la foto? -le preguntó Ruth.

– ¿La foto? -replicó Eddie-. ¿Qué foto?

– ¡Los pies! -exclamó Ruth.

– Ah, pues… la foto no está lista

– ¡Eso está muy mal! -exclamó la niña-. Mis puntos están listos, mi corte está curado

– Sí -convino Eddie

Creyó ver en eso una manera de desviar la atención de la pequeña; de este modo se olvidaría de que quería mostrar la costra y los puntos a su madre antes de ir a la playa

– Mira, iremos a la tienda y les diremos que nos den la foto -sugirió Eddie

– La foto arreglada -precisó Ruth.

– ¡Buena idea! -exclamó Eddie

El muchacho se dijo que a Ted no se le ocurriría pensar en la tienda de marcos, por lo que era un lugar casi tan seguro como la playa. Pensó que primero debía hablar mucho de la foto, para que Ruth se olvidara de que quería enseñarle a Marion la costra y los puntos. (Mientras la niña miraba a un perro que se estaba rascando en el aparcamiento, Eddie metió en la guantera la costra y los preciados puntos.) Pero la tienda de marcos no era tan segura como Eddie había supuesto

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