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– ¿Te ha enseñado esos dibujos? -le gritó-. ¿Los has mirado? Los has mirado, ¿no es cierto, puñetero?

– No -mintió Eddie

Cuando la señora Vaughn se inclinaba para coger otro puñado de piedrecillas, una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. La puerta, a sus espaldas, se cerró con un ruido como el de un escopetazo

– Dios mío -le dijo a Eddie-. ¡Me he quedado fuera y sin llave!

– ¿No hay ninguna otra puerta que no esté cerrada con llave? -le preguntó. Sin duda, una mansión como aquélla tenía una docena de puertas

– Creí que era Ted quien venía, y a él le gusta que todas las puertas estén cerradas -respondió la señora Vaughn

– ¿No tiene una llave en alguna parte para casos de emergencia? -inquirió Eddie

– He enviado al jardinero a casa, porque a Ted no le gusta que esté por aquí. El jardinero tiene una llave para casos de emergencia

– ¿No puede llamar al jardinero?

– ¿Con qué teléfono? -gritó la señora ¿tu podrías entrar de alguna manera?

– ¿Yo? -dijo el muchacho, perplejo

– Bueno, sabes cómo hacerlo, ¿no? -replicó la mujer-. ¡Yo no tengo ni idea! -añadió en tono quejumbroso

No había ninguna ventana abierta debido al aire acondicionado, que los Vaughn usaban para proteger su colección de arte. En la parte trasera había unas puertas vidrieras que daban al jardín, pero la señora Vaughn advirtió a Eddie que el vidrio tenía un grosor especial y estaba entreverado con una tela metálica que lo hacía casi irrompible. El muchacho ató una piedra en su camiseta, golpeó con ella la puerta y por fin rompió el vidrio, pero aun así necesitó una herramienta del jardinero para desgarrar una extensión suficiente de tela metálica a fin de introducir la mano y abrir la puerta desde el interior. La piedra, que era la pieza central del estanque para pájaros en el jardín, había ensuciado la camiseta de Eddie, y además el cristal roto la había cortado. El muchacho decidió abandonar la camiseta junto con la piedra en el montón de cristales rotos, al lado de la puerta ya abierta

Pero la señora Vaughn, que iba descalza, insistió en que Eddie la tomara en brazos para entrarla en la casa a través de la puerta vidriera, pues no quería correr el riesgo de cortarse los pies con los cristales rotos. Eddie, con el torso desnudo, la tomó en brazos, poniendo cuidado para no tocarle ninguna parte desprotegida por la bata. Parecía ingrávida, como si apenas pesara más que Ruth. Pero cuando la tuvo en sus brazos, incluso durante un momento tan breve, le invadió el intenso olor de la mujer, un olor difícil de definir. Eddie no habría podido decir a qué olía, pero el olor le provocaba arcadas. Cuando la dejó en el suelo, ella percibió una repulsión indisimulada

– Parece como si te repugnara -le dijo-. ¿Cómo te atreves…, cómo te atreves a detestarme?

Eddie se encontraba en una habitación desconocida. No sabía cómo ir a la sala con la gran araña de luces junto a la entrada, y cuando se volvió para mirar la puerta vidriera que daba al jardín, vio un laberinto de puertas abiertas, entre las que no distinguía la puerta por la que acababa de entrar

– ¿Por dónde salgo? -le preguntó a la señora Vaughn.

– ¿Cómo te atreves a detestarme? -repitió ella-. Tú mismo llevas una vida despreciable, ¿no es cierto?

– Por favor, señora…, quiero volver a casa -le dijo Eddie. Tras haber pronunciado estas palabras, se dio cuenta de que lo decía en serio y que se refería a Exeter, New Hampshire, y no a Sagaponack. Eddie quería irse a su auténtica casa. Era una debilidad que acarrearía durante el resto de su vida: siempre se sentiría inclinado a llorar ante mujeres mayores, como una vez lloró ante Marion, como ahora empezaba a llorar ante la señora Vaughn

Sin decir palabra, ella le tomó de la muñeca y le condujo a través del museo que era su casa hasta la estancia de la araña de luces, donde estaba la entrada. Su mano pequeña y fría le pareció la pata de un pájaro, como si un loro minúsculo o un periquito tirase de él. Cuando abrió la puerta y le hizo salir de un empujón, el viento cerró bruscamente varias puertas en el interior de la casa, y al volverse para decirle adiós, vio el súbito remolino de los terribles dibujos de Ted: el viento los había barrido de la mesa del comedor

Eddie no podía hablar, como tampoco la señora Vaughn. Cuando ésta oyó el ruido de los dibujos que revoloteaban a sus espaldas, se volvió con rapidez, como aprestándose para un ataque, enfundada en la enorme bata blanca. En efecto, antes de que el viento volviera a cerrar la puerta principal, como un segundo escopetazo, la señora Vaughn estaba a punto de ser atacada. Sin duda comprobaría en aquellos dibujos hasta qué punto había permitido que la asaltaran

– ¿Dices que te tiró piedras? -!e preguntó Marion a Eddie.

– Eran piedrecillas y la mayor parte alcanzaron al coche -admitió Eddie

– ¿Y te pidió que la llevaras en brazos?

– Estaba descalza -volvió a explicarle Eddie-. ¡Todo estaba lleno de cristales rotos!

– ¿Y dejaste allí tu camiseta? ¿Por qué?

– Estaba hecha un asco…, era sólo una camiseta

En cuanto a Ted, su conversación sobre el particular fue un poco diferente

– ¿Qué quería decir con eso de que el viernes tenía "todo el día"? -inquirió Ted-. ¿Acaso espera que me pase el día entero con ella?

– No lo sé -respondió el muchacho

– ¿Por qué creía que habías mirado los dibujos? ¿Hiciste eso, los miraste?

– No -mintió Eddie

– ¡Qué coño!, claro que los miraste -comentó Ted.

– La vi desnuda -dijo Eddie

– ¡No me digas! ¿Se te desnudó?

– Lo hizo sin querer -admitió Eddie-, pero la vi. Fue el viento, le abrió la bata

– Cielo santo… -dijo Ted

– Se quedó fuera de la casa, sin poder entrar,y el viento cerró la puerta. Dijo que querías que todas las puertas estuvieran cerradas y que el jardinero no anduviera por allí.

– ¿Te dijo eso?

– Tuve que entrar a la fuerza en la casa -se quejó Eddie-

Rompí las puertas vidrieras con una piedra del estanque de los pájaros. Tuve que llevarla en brazos porque el suelo estaba lleno de cristales rotos. Tuve que dejar allí mi camiseta

– ¿A quién le importa tu camiseta? -gritó Ted-. ¡El viernes no puedo pasarme el día entero con ella! El viernes por la mañana me llevarás a su casa, pero tendrás que pasar a recogerme al cabo de tres cuartos de hora…, menos, ¡al cabo de media hora! No podría pasar tres cuartos de hora con esa loca

– Tendrás que confiar en mí, Eddie -le dijo Marion-. Voy a decirte lo que vamos a hacer

– De acuerdo -respondió Eddie

No podía quitarse de la mente el peor de los dibujos. Quería hablarle a Marion del olor que despedía la señora Vaughn, pero no podía describirlo

– El viernes por la mañana le llevarás a casa de la señora Vaughn,¿no?

– ¡Sí! Estará allí media hora

– No, no estará allí media hora -replicó Marion-. Le dejarás allí y no volverás a buscarle. Sin coche, tardará casi todo el día en regresar a casa. Te apuesto lo que quieras a que la señora Vaughn no se ofrecerá para traerle en el suyo

– Pero ¿qué hará Ted? -le preguntó Eddie

– No debes temerle -le recordó Marion-. ¿Qué hará? Probablemente pensará que su único conocido en Southampton es el doctor Leonardis, con quien suele jugar al squash. Tardará media hora o tres cuartos en ir a pie hasta el consultorio del doctor Leonardis. ¿Y qué hará entonces? Tendrá que esperar durante todo el día, hasta que los pacientes del médico se hayan ido a casa, antes de que el médico pueda traerle aquí…, a menos que Ted conozca a alguno de los pacientes o a alguien que casualmente vaya en dirección a Sagaponack

– Ted va a subirse por las paredes -le advirtió el muchacho

– Tienes que confiar en mí, Eddie.

– Vale

– Después de llevar a Ted a casa de la señora Vaughn, volverás aquí en busca de Ruth -siguió diciéndole Marion-. Entonces la llevarás al médico para que le quite los puntos. A continuación quiero que la lleves a la playa. Que se bañe para celebrar que le han quitado los puntos

– Perdona -le interrumpió Eddie-, pero ¿por qué no la lleva a la playa una de las niñeras?

– El viernes no habrá ninguna niñera -le informó Marion-. Necesito todo el día, o todas las horas del día que puedas conseguirme, para estar aquí sola

– Bueno -dijo Eddie, pero por primera vez notó que no confiaba del todo en Marion. Al fin y al cabo, él era su peón, y ese día ya había pasada la clase de jornada que puede pasar un peón-. Miré los dibujos de la señora Vaughn -le confesó a Marion

– Qué barbaridad -dijo ella

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