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– ¿Estás despierto, Eddie? He visto luz. ¿Puedo entrar? Como es comprensible, Eddie se sobresaltó. Se puso a toda prisa el bañador todavía mojado y muy pegajoso que había puesto a secar en un brazo del sillón cercano a la cama, corrió al lavabo con la fotografía, y la colgó ladeada en su lugar, en la pared del baño

– ¡Ya voy! -gritó

Sólo al abrir la puerta recordó los dos trozos de papel, todavía fijados al cristal, que ocultaban los pies de Thomas y Timothy. Y había dejado la puerta del baño abierta. Era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Ted, con Ruth en brazos, estaba en el umbral de la habitación de invitados

– Ruth ha tenido un sueño -dijo el padre de la niña-. ¿No es cierto, Ruthie?

– Sí -respondió la niña-. No era muy bonito

– Quería estar segura de que una de las fotografías está todavía aquí -explicó Ted-. Sé que no es una de las que su mamá llevó a la otra casa

– Ah -dijo Eddie, con la sensación de que la niña le atravesaba con la mirada

– Cada foto tiene una historia -le dijo Ted a Eddie-, y Ruth conoce todas las historias, ¿verdad, Ruthie?

– Sí -repitió la niña-. ¡Ahí está! -exclamó, señalando la foto que colgaba encima de la mesilla de noche, cerca de la sábana arrugada

El sillón, que Eddie había aproximado más a la cama para sus fines, no estaba donde debería estar, y Ted, con Ruth en brazos, tuvo que dar un rodeo para mirar más de cerca la foto

En aquella foto, Timothy, que se había hecho unos rasguños en una rodilla, estaba sentado en el mármol de una gran cocina. Thomas, mostrando un interés clínico por la herida de su hermano, estaba a su lado, con un rollo de gasa en una mano y un carrete de esparadrapo en la otra, jugando a que era el médico que curaba la rodilla ensangrentada. Por entonces Timothy tal vez tenía un año más que Ruth, y Thomas unos siete años

– Le sangra la rodilla, pero ¿se pondrá bien? -preguntó Ruth a su padre

– Se pondrá bien, sólo necesita una venda -respondió Ted.

– ¿Sin puntos ni aguja? -inquirió la niña

– No, Ruthie, sólo una venda

– Sólo está un poco herido, pero no se va a morir, ¿verdad?

– Así es, Ruthie

– Sólo hay un poco de sangre -observó Ruth

– Hoy Ruth se ha hecho un corte -le explicó Ted a Eddie, y le mostró una tirita en el talón de la niña-. Pisó una concha en la playa. Y esta noche ha tenido una pesadilla…

Ruth, satisfecha con el relato de la rodilla herida y con aquella fotografía, miraba ahora por encima del hombro de su padre. Le había llamado la atención algo del baño

– ¿Dónde están los pies? -preguntó la pequeña.

– ¿Qué pies, Ruthie?

Eddie ya se estaba moviendo para impedirles ver el cuarto de baño

– ¿Qué has hecho? -preguntó Ruth a Eddie-. ¿Qué les ha pasado a los pies?

– ¿De qué estás hablando, Ruthie? -inquirió Ted. Estaba bebido, pero, aun así, se mantenía en pie con un equilibrio razonable

Ruth señaló a Eddie

– ¡Los pies! -dijo malhumorada.

– ¡No seas grosera, Ruthie!

– ¿Señalar es ser grosera? -preguntó la niña

– Ya sabes que sí -replicó su padre-. Siento haberte molestado, Eddie. Tenemos la costumbre de enseñarle las fotos a Ruth cuando quiere verlas. Pero, como no queremos molestarte cuando estás a solas…, últimamente las ha visto poco

– Puedes venir a ver las fotos siempre que quieras -le dijo Eddie a la pequeña, que seguía mirándole con el ceño fruncido. Estaban en el pasillo, fuera del dormitorio de Eddie, cuando Ted dijo:

– Dale las buenas noches a Eddie, ¿de acuerdo, Ruthie?

– ¿Dónde están los pies? -repitió Ruth sin dejar de mirar a Eddie fijamente-. ¿Qué les has hecho?

Padre e hija se alejaron por el pasillo, y el padre decía:

– Me has sorprendido, Ruthie. No sueles ser grosera.

– No soy grosera -replicó Ruth, irritada

– Bueno… fue todo lo que Eddie oyó decir a Ted

Como es natural, una vez que se marcharon, Eddie se apresuró a ir al baño y despegar los trozos de papel que cubrían los pies de los chicos muertos. Luego, con un paño humedecido, restregó el cristal hasta hacer que desapareciera todo rastro de la cinta adhesiva

Durante el primer mes de aquel verano, Eddie O'Hare sería una máquina masturbadora, pero nunca más descolgaría la fotografía de Marion de la pared del baño, ni tampoco volvería a ocultarlos pies de Thomas y de Timothy. A partir de entonces se masturbó casi cada mañana en la casa vagón, donde creía que no le interrumpirían o le sorprenderían haciendo aquello

Una de las mañanas después de que Marion pasara allí la noche, Eddie descubrió con deleite que el aroma de la mujer estaba todavía en las almohadas de la cama deshecha. En otras ocasiones, el tacto y el olor de alguna de sus prendas de vestir bastaban para excitarle. Marion guardaba en el armario una combinación o un camisón, y en un cajón estaban sus sostenes y bragas. Eddie confiaba en que dejara la rebeca de cachemira rosa en el armario, la que llevaba cuando la vio por primera vez

A menudo la veía en sueños con aquella rebeca. Pero en el pequeño apartamento no había ventiladores, tampoco corrientes de aire que aliviaran el calor sofocante del lugar. Mientras que la casa de los Cole en Sagaponack solía estar fresca y ventilada incluso cuando más apretaba el calor, la casa alquilada en Bridgehampton era claustrofóbica y parecía un horno. Eddie no tenía motivos para esperar que Marion necesitara utilizar allí alguna vez la rebeca de cachemira rosa

A pesar de los viajes en coche a Montauk para adquirir la hedionda tinta de calamar, la jornada de trabajo del ayudante de escritor era bastante cómoda, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, y Ted Cole le pagaba cincuenta dólares semanales. Eddie presentaba los recibos de la gasolina para el coche de Ted, que no era tan divertido de conducir, ni mucho menos, como el Mercedes de Marion. El Chevy modelo 1957 de Ted era blanco y negro, lo cual tal vez reflejaba la estrecha gama de intereses del artista gráfico

Por las noches, alrededor de las cinco o las seis, Eddie solía ir a la playa a bañarse, o a correr, cosa que hacía pocas veces. En ocasiones los surfistas estaban pescando: hacían que sus tablas se deslizaran a lo largo de la playa y perseguían los bancos de peces. Empujados a la orilla por el gran pez artificial, los pececillos se agitaban en la arena compacta y mojada, y esto también explicaba el escaso interés que tenía Eddie en correr por allí

Cada tarde, con permiso de Ted, Eddie iba en coche a East Hampton o a Southampton para ver una película o comerse una hamburguesa. Pagaba las películas y todo lo que comía con el salario que Ted le daba, y todavía ahorraba más de veinte dólares a la semana. Una tarde, en un cine de Southampton, vio a Marion

Estaba sola entre el público y llevaba la rebeca de cachemira rosa. Aquella noche no le tocaba dormir en la casa vagón, por lo que no era probable que la rebeca de cachemira acabara en el armario del sórdido apartamento encima del garaje. No obstante, tras haber visto a Marion sola, Eddie buscaría su coche en Southampton y en East Hampton. Aunque localizó el vehículo una o dos veces, nunca volvió a ver a Marion en un cine

La mujer salía de casa casi todas las noches. No solía comer con Ruth y nunca cocinaba para ella misma. Eddie suponía que si Marion salía a cenar, iba a restaurantes mejores que los que él frecuentaba. También sabía que si empezaba a buscarla en los buenos restaurantes, sus cincuenta dólares semanales no le durarían mucho

¿Y cómo pasaba Ted las noches? Estaba claro que no podía conducir. Tenía una bicicleta en la casa alquilada, pero Eddie nunca le había visto montarla. Sin embargo, una noche en que Marion no estaba en la casa, sonó el teléfono y respondió la niñera que acudía por las noches. Llamaba el camarero de un bar restaurante de Bridgehampton, donde, según dijo el hombre, el señor Cole cenaba y bebía casi todas las noches. Esa noche en particular, el señor Cole no se mantenía muy firme en su bicicleta cuando se marchó. El camarero llamaba para manifestar su esperanza de que el señor Cole hubiera llegado a casa sano y salvo

Eddie se dirigió a Bridgehampton y recorrió el trayecto que probablemente Ted había seguido para ir a la casa alquilada. En efecto, allí estaba Ted, pedaleando por Ocean Road; luego, cuando los faros de Eddie le iluminaron, se desvió a la cuneta de la carretera. Eddie frenó y le preguntó si quería que le llevara. A Ted le quedaba menos de un kilómetro por recorrer

– ¡Ya tengo un vehículo! -replicó Ted, y le indicó con un movimiento del brazo que siguiera adelante

Y una mañana, después de que Ted pasara la noche en la casa vagón, Eddie notó el olor de otra mujer en las almohadas del dormitorio, mucho más fuerte que el aroma de Marion. ¡De modo que tenía otra mujer!, se dijo Eddie, todavía desconocedor de la pauta que seguía Ted con las madres jóvenes. (La joven madre del momento acudía a posar tres veces por semana, al principio con su hijo, un niño pequeño, pero luego sola.)

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