Estos y otros detalles triviales tuvieron ocupados a Eddie y a Marion mientras enfilaban la Ocean Road de Bridgehampton y seguían por Sagaponack Road en dirección a Sagg Main Street. Era casi mediodía y el sol iluminaba la blanca piel de Marion, que todavía conservaba una suavidad notable. El sol la obligó a protegerse los ojos con la mano, antes de que Eddie bajara el parasol. El héxagono de incalculable luz brillaba como un faro en su ojo derecho y, bajo el sol, aquella mancha dorada hacía pasar el ojo del azul al verde. Mientras la miraba, Eddie supo que nunca volvería a separarse de ella
– Hasta que la muerte nos separe, Marion -le dijo
– Estaba pensando lo mismo -replicó ella
Puso su delgada mano izquierda sobre el muslo derecho de Eddie, y la dejó allí mientras él giraba a la derecha de Sagg Main y entraba en Parsonage Lane
– ¡Dios mío! -exclamó Marion-. ¡Mira cuántas casas nuevas!
Muchas de las casas no eran en absoluto "nuevas", pero Eddie no podía imaginar cuántas de las llamadas casas nuevas habían levantado en Parsonage Lane desde 1958. Y cuando redujo la velocidad para enfilar el sendero de acceso a la casa de Ruth, el alto seto de aligustres asombró a Marion. El seto se alzaba por detrás de la casa y rodeaba la piscina, que sin duda estaba allí, aunque ella no podía verla desde el sendero
– Aquel cabrón instaló una piscina, ¿eh? -le dijo a Eddie.
– Más bien es una especie de bonito estanque… No tiene trampolín
– Y, claro, también hay una ducha externa -conjeturó ella. La mano le temblaba sobre el muslo de Eddie
– Todo saldrá bien, ya lo verás -le aseguró él-. Te quiero, Marion
Marion permaneció sentada en el coche y esperó a que Eddie le abriera la portezuela. Como había leído todos sus libros, sabía que a él le gustaba hacer esa clase de cosas
Un hombre apuesto pero de aspecto rudo estaba partiendo leña junto a la puerta de la cocina
– ¡Vaya, desde luego parece fuerte! -dijo Marion mientras bajaba del coche y tomaba a Eddie del brazo-. ¿Es el policía de Ruth? ¿Cómo se llama?
– Harry -le recordó Eddie
– Ah, sí, Harry. No parece muy holandés, pero procuraré recordarlo. ¿Y el nombre del pequeño? ¡Es mi nieto y ni siquiera recuerdo su nombre!
– Se llama Graham-le dijo Eddie.
– Sí, Graham, claro
El rostro todavía exquisito de Marion, cincelado tan primorosamente como la cara de una estatua grecorromana, tenía una inefable expresión de pesadumbre. Eddie sabía en qué foto determinada debía de estar pensando Marion, la de Timothy a los cuatro años, sentado a la mesa el Día de Acción de Gracias, blandiendo un muslo de pavo al que miraba con una desconfianza comparable a la sospecha con que Graham había observado la presentación que hizo Harry del pavo asado sólo cuatro días atrás
En la expresión inocente de Timothy no había nada que ni remotamente hiciera prever cómo moriría el muchacho sólo once años después…, por no mencionar que, al morir, el cuerpo de Timothy quedaría separado de la pierna, algo que descubriría su madre sólo cuando intentara recuperar el zapato de su hijo muerto
– Vamos, Marion -le susurró Eddie-. Aquí fuera hace frío. Entremos y veámoslos a todos
Eddie saludó al holandés agitando la mano, y Harry le devolvió el saludo. Entonces se quedó un instante inmóvil, como si no supiera qué hacer. Por supuesto, el ex policía no reconoció a Marion, pero había oído hablar de la reputación que tenía Eddie como conquistador de ancianas… Ruth se lo había contado, y además él había leído todos los libros de Eddie. Así pues, no sin cierto titubeo, agitó la mano para saludar a la mujer que iba del brazo de Eddie
– ¡He traído una compradora de la casa! -le dijo Eddie-. ¡Una auténtica compradora!
Estas palabras llamaron enseguida la atención del ex sargento Hoekstra. Éste clavó el hacha en el tajón, a fin de que Graham no pudiera cortarse jugando con ella. Recogió la cuña de partir leña, que también era afilada y podía lesionar al niño, pero dejó el mazo en el suelo, porque era tan pesado que el pequeño de cuatro años apenas podría levantarlo
Pero Eddie y Marion entraban ya en la casa… No habían esperado a Harry
– ¡Hola, soy yo! -gritó Eddie desde el vestíbulo
Marion contemplaba el cuarto de trabajo de Ted con renovado entusiasmo o, más exactamente, con un entusiasmo que no había experimentado hasta entonces. Pero las paredes desnudas del vestíbulo también le llamaron la atención. Eddie sabía que Marion debía de recordar cada fotografía que había colgado de aquellas paredes. Ahora no había ninguna foto; no había nada, ni siquiera ganchos para colgar cuadros. Marion también vio las cajas de cartón colocadas unas encima de otras… El aspecto de la casa no era muy distinto al que debió de haber tenido cuando ella la vio por última vez, en compañía de los empleados de mudanzas que se llevaron sus cosas
– ¡Hola! -oyeron decir a Ruth desde la cocina
Entonces Graham entró corriendo en el vestíbulo para saludarles. El encuentro debió de ser duro para Marion, pero Eddie pensó que hacía gala de una notable presencia de ánimo
– Vaya, tú debes de ser Graham -le dijo al pequeño
Éste era tímido con los desconocidos, y permanecía a un lado y un poco detrás de Eddie, al que por lo menos conocía.
– Ésta es tu abuela, Graham -dijo Eddie al muchacho. Marion le tendió la mano y Graham se la estrechó con una formalidad exagerada. Eddie seguía mirando a la anciana: parecía dominar bien sus emociones
Lamentablemente, Graham no había conocido nunca a ningún abuelo. Su conocimiento de las abuelas procedía de los libros, y en éstos las abuelas eran siempre muy viejas
– ¿Eres muy vieja? -preguntó el pequeño a su abuela
– ¡Oh, sí, puedes estar seguro! -respondió Marion-. ¡Tengo setenta y seis años!
– ¿Sabes una cosa? -dijo Graham-. Yo sólo tengo cuatro, pero ya peso dieciséis kilos
– ¡Estupendo! -exclamó Marion-. Yo pesaba antes sesenta y seis kilos, pero eso fue hace mucho tiempo. He perdido un poco de peso…
La puerta principal se abrió a sus espaldas y entró Harry, sudoroso y con su querida cuña de partir leña en la mano. Eddie se disponía a presentárselo a Marion, pero de repente, en el extremo del pasillo donde se abría la cocina, apareció Ruth. Acababa de lavarse la cabeza
– ¡Hola! -le dijo a Eddie. Entonces vio a su madre. Harry se dirigió a ella desde la puerta:
– Es una compradora de la casa -le explicó-, una auténtica compradora
Pero Ruth no le oía
– Hola, querida -saludó Marion
– Mamá… -logró decir ella
Graham corrió hacia Ruth. El pequeño aún estaba en la edad en que los niños se agarran a las caderas, cosa que hizo, y Ruth se agachó instintivamente para alzarlo en brazos. Pero fue como si su cuerpo se hubiera paralizado: no tenía fuerzas para levantarlo. Apoyó una mano en el pequeño hombro de Graham y, con el dorso de la otra mano, hizo un débil esfuerzo por enjugarse las lágrimas. Entonces dejó de intentarlo y dejó que las lágrimas le surcaran las mejillas
El cauto holandés permaneció inmóvil junto a la puerta. Sabía que no debía intervenir en la escena
Eddie pensó que Hannah estaba equivocada. Hay momentos en los que el tiempo se detiene. Debemos estar lo bastante despiertos para percibirlos
– No llores, cariño -dijo Marion a su única hija-. Sólo somos Eddie y yo