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Como no sabía si la mujer podía distinguirle en la oscuridad del porche, y haciendo lo posible por no sobresaltarla, Eddie le dijo:

– Perdone, ¿puedo ayudarla?

– Hola, Eddie -le dijo Marion-. Sí, puedes ayudarme, desde luego. Durante un tiempo que me parece larguísimo, he pensado en lo mucho que me gustaría que me ayudaras

¿De qué hablaron, al cabo de treinta y siete años? (Si eso le hubiera sucedido a usted, ¿de qué habría hablado primero?)

– La pena puede ser contagiosa, Eddie -le dijo Marion, mientras él tomaba su impermeable y lo colgaba en el ropero del vestíbulo

La casa sólo tenía dos dormitorios. La única habitación para invitados era pequeña y sin ventilación, y estaba en lo alto de la escalera, cerca de la habitación, no menos pequeña, que Eddie utilizaba como despacho. El dormitorio principal estaba abajo, y se veía desde la sala de estar, en cuyo sofá Marion estaba ahora sentada

Cuando empezó a subir la escalera con la maleta, Marion le detuvo, diciéndole:

– Dormiré contigo, Eddie, si no tienes inconveniente. Me cuesta bastante subir las escaleras

– Claro que no tengo inconveniente -replicó Eddie, y llevó la maleta a su dormitorio

– La pena es de veras contagiosa -repitió Marion-. No quería contagiarte mi pena, Eddie. Y tampoco quería pegársela a Ruth

¿Hubo otros hombres jóvenes en su vida? Uno no puede culpar a Eddie por preguntárselo. Los hombres jóvenes siempre se habían sentido atraídos hacia Marion. Pero ¿cuál de ellos podría haber igualado su recuerdo de los dos jóvenes a los que perdió? ¡Ni siquiera había habido un solo joven que igualara su recuerdo de Eddie! Lo que Marion empezó con Eddie había terminado con él

No se puede culpar a Eddie por que entonces le preguntara si había conocido a hombres mayores. (Al fin y al cabo, él estaba familiarizado con esa clase de atracción.) Lo cierto es que cuando Marion aceptó la compañía de hombres mayores, sobre todo viudos, pero también divorciados y solteros intrépidos, descubrió que incluso para los hombres mayores la simple "compañía" era insuficiente y, por supuesto, también querían hacer el amor. Marion no lo deseaba, después de su relación con Eddie podía afirmar con sinceridad que no lo había deseado

– No digo que sesenta veces fuese suficiente, pero tú sentaste un precedente -le dijo

Al principio Eddie pensó que la feliz noticia de la segunda boda de Ruth era lo que por fin había hecho salir a Marion de Canadá, pero aunque a la anciana le satisfizo conocer la buena suerte que había tenido su hija, cuando Eddie le habló de Harry Hoekstra ella le confesó que era la primera vez que oía hablar él

Como era lógico, Eddie preguntó entonces a su visitante por qué había ido a los Hamptons precisamente en aquellos momentos. Cuando Eddie consideró todas las ocasiones en que él y Ruth habían esperado a medias que Marion se presentara…, bien, ¿por qué ahora?

– Me enteré de que la casa estaba en venta -le dijo Marion-. La casa nunca fue el motivo de que me marchara, y tú tampoco lo fuiste, Eddie

Se quitó los zapatos, que estaban mojados. A través de las medias de color canela claro se transparentaban las uñas de los pies, pintadas con el rosa intenso de las rosas silvestres que crecían detrás de la finca de la temida señora Vaughn en Southampton

– Tu antigua casa es ahora muy cara -se atrevió a decirle Eddie, aunque no osó mencionar la cantidad exacta que Ruth pedía por ella

Como siempre, le encantaba la manera de vestir de Marion. Llevaba una falda larga, de color gris carbón oscuro, y un suéter de casimir con cuello de cisne, naranja salamandrino, un color tropical casi pastel, similar a la rebeca de casimir rosa que llevaba cuando Eddie la conoció, aquella prenda que tanto le había obsesionado hasta que su madre se la dio a la mujer de un profesor

– ¿Cuánto vale la casa? -le preguntó Marion

Cuando Eddie se lo dijo, Marion suspiró. Había estado demasiado tiempo fuera de los Hamptons y no tenía idea de cómo había florecido el mercado inmobiliario

– He ganado bastante dinero -comentó-. Las cosas me han salido mejor de lo que merecía, si tenemos en cuenta la clase de libros que he escrito. Pero mis posibilidades están muy por debajo de ese precio

– Yo no he ganado gran cosa con mis obras -admitió Eddie-, pero puedo vender esta casa en cualquier momento

Marion no había querido mirar con detenimiento el entorno más bien destartalado. Maple Lane era lo que era, y los veranos en que Eddie había alquilado la vivienda también se habían cobrado su tributo en el interior de la casa

Marion cruzaba las piernas largas y aún torneadas. Permanecía sentada casi con recato en el sofá. Su bonito pañuelo, del color gris perlino de la ostra, separaba perfectamente sus senos, y Eddie los veía todavía bien formados, aunque eso quizá se debía al sostén

Eddie aspiró hondo antes de decir lo que se proponía.

– ¿Qué te parece si nos dividimos la casa al cincuenta por ciento? Aunque, si he de serte sincero -se apresuró a añadir-, si puedes aportar los dos tercios, creo que el tercero sería más realista para mí que la mitad

– Sí, puedo permitirme los dos tercios -respondió Marion-. Y además voy a morirme y te quedarás solo, Eddie. ¡Al final te dejaré mis dos tercios!

– No irás a morirte ya, ¿verdad? -inquirió Eddie, pues le asustaba pensar que la muerte inminente de Marion era lo que le había impulsado a reunirse con él, y sólo para despedirse

– ¡No, por Dios! Estoy bien. Por lo menos no voy a morirme de nada que conozca, excepto de vejez…

Así tenía que haber transcurrido la conversación entre los dos, y Eddie la había previsto. Al fin y al cabo, la había recreado por escrito tantas veces que se sabía el diálogo de memoria. Y Marion, que había leído todos sus libros, sabía lo que el personaje del afectuoso hombre más joven le decía a la mujer mayor en todas las novelas de Eddie. Él la tranquilizaba siempre

– No eres demasiado mayor, por lo menos para mí -le dijo ahora

Durante muchos años, ¡y cinco libros!, había ensayado ese momento, pero aún estaba inquieto

– Tendrás que cuidar de mí, tal vez antes de lo que piensas -le advirtió Marion

Pero durante treinta y siete años Eddie había confiado en que Marion le permitiera cuidar de ella. Estaba asombrado, pero sólo porque comprobaba cuán acertado estuvo la primera vez… Había acertado al querer a Marion. Ahora tenía que confiar en que ella volvería a su lado lo antes posible. No importaba que para ello hubieran tenido que transcurrir treinta y siete años. Tal vez ella había necesitado un período tan largo para superar su aflicción por las muertes de Thomas y Timothy, y no digamos para hacer las paces con cualquier clase de espectro sin duda evocado por Ted tan sólo para obsesionarla

Era una mujer cabal y, fiel a su carácter, Marion le ofrecía a Eddie toda su vida para que la compartiera con ella y la amara. ¿Existía alguien tan capacitado para la tarea? ¡A sus cincuenta y tres años, el novelista llevaba muchos amándola tanto en sentido literal como en el literario!

No se puede culpar a Marion por decirle a Eddie que había momentos del día y de la semana que evitaba. Por ejemplo, cuando los niños salían de la escuela, por no mencionar los museos, los zoológicos y los parques cuando hacía buen tiempo, cuando los niños estarían en ellos con sus padres o canguros, y los partidos de béisbol y las compras navideñas…

¿De qué había prescindido? De los lugares de vacaciones, tanto veraniegos como invernales, de los primeros días cálidos de la primavera y los últimos del otoño, de la fiesta de Halloween, naturalmente. Y en la lista de cosas que ella nunca debía hacer figuraban: salir a desayunar, tomar helados… Marion era siempre la mujer elegante que entraba sola en un restaurante y pedía una mesa poco antes de que cerrasen la cocina. Pedía una copa de vino y, mientras comía, leía una novela

– Detesto comer solo -le dijo Eddie en tono lastimero

– Si lees una novela mientras comes, no estás solo, Eddie -respondió ella-. La verdad es que me avergüenzo un poco de ti

Él no pudo evitar preguntarle si alguna vez había pensado en atender al teléfono cuando sonaba

– Demasiadas veces para contarlas -replicó Marion

Le dijo que jamás había esperado vivir de sus libros, aunque fuese de una manera modesta

– Sólo han sido una terapia -le dijo

Antes de publicar los libros, había obtenido de Ted lo que su abogado había exigido, y era suficiente para vivir. Todo lo que Ted había querido a cambio era que le permitiera quedarse con Ruth

Cuando Ted murió, la tentación de telefonear había sido muy fuerte, hasta tal punto que desconectó el aparato

– Así que renuncié al teléfono -le dijo a Eddie-. Ese abandono no me costó mucho más que el de los fines de semana

Mucho antes de que prescindiera del teléfono había dejado de salir los fines de semana, porque veía demasiados adolescentes. Y cada vez que viajaba, procuraba llegar a su destino después de que hubiera oscurecido. Así lo hizo incluso cuando acudió a Maple Lane

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