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En el aparador, donde los restos de la ensalada atrajeron otra mirada desaprobadora de Cándida, había también un ejemplar de la traducción francesa de Mi último novio granuja, que tenía un gran valor sentimental para Ruth y Harry, pues consideraban Mon dernier voyou como un entrañable recuerdo de su enamoramiento en París. La mirada que Cándida dirigió a la novela implicaba también su desaprobación del francés. Ruth detestó a aquella mujer. Probablemente la agente inmobiliaria también la detestaba, y ahora se sentía un poco violenta

La agente, una mujer bastante corpulenta y que parecía gorjear cuando hablaba, volvió a pedir disculpas por haberles interrumpido la cena. Era una de esas mujeres que se dedican al negocio inmobiliario una vez sus hijos han volado del nido. Tenía una vehemencia aguda e insegura, unos deseos de complacer más propios de la interminable preparación de bocadillos de mantequilla de cacahuete y jalea que de vender o comprar casas. No obstante, por frágil que fuese su entusiasmo, no era fingido. Deseaba realmente que a todo el mundo le gustara todo, y como eso sucedía muy raras veces, la mujer tendía a sufrir repentinos accesos de llanto

Harry se ofreció para encender las luces del granero a fin de que la posible compradora pudiera ver el espacio dedicado a despacho en el primer piso, pero Cándida respondió que no estaba buscando una casa en los Hamptons porque deseara pasar el tiempo en un granero. Quería ver el piso superior, y lo que más le interesaba eran los dormitorios. Así pues, la agente acompañó a la señora escalera arriba. Graham, que se aburría, fue tras ellas

– Mi jodida ropa interior está en el suelo de la habitación de invitados -le susurró Hannah a Eddie

Éste podía imaginárselo; es más, ya se lo había imaginado. Cuando Harry y Ruth entraron en la cocina para preparar el postre, Hannah preguntó a Eddie en voz baja:

– ¿Sabes lo que hacen juntos en la cama?

– Puedo imaginármelo -respondió él-. No hace falta que me lo digas

– Él se dedica a leerle -susurró Hannah-. Eso puede durar horas. A veces es ella la que lee en voz alta, pero a él le oigo mejor.

– Creí que habías dicho que no paraban de joder

– Eso lo hacen de día. Por la noche, él lee en voz alta y ella le escucha…, es algo enfermizo -añadió Hannah

Una vez más, Eddie se sintió lleno de envidia y nostalgia.

– Un "ama de casa" normal y corriente no hace eso -susurró a Hannah, y ella le respondió con una mirada furibunda.

– ¿Qué estáis cuchicheando? -inquirió Ruth desde la cocina.

– A lo mejor estamos teniendo una aventura -respondió Hannah, y Eddie se estremeció

Estaban tomando tarta de manzana cuando la agente inmobiliaria regresó con Cándida al comedor. Graham iba detrás de ellas, como si tramara algo malo

– Es demasiado grande para mí -dijo Cándida-. Estoy divorciada

La agente, apresurándose tras la clienta que se alejaba, dirigió a Ruth una mirada que anunciaba la inminencia de las lágrimas.

– ¿Por qué ha tenido que decir que está divorciada? -preguntó Hannah-. Su cara lo pregona

– Ha mirado uno de los libros que lee Harry -informó Graham-. Y también tus bragas y sostenes, Hannah

– Ya ves, cariño mío, hay gente que hace esas cosas -replicó Hannah

Aquella noche Eddie O'Hare se durmió en su modesta casa del lado norte de Maple Lane, donde las vías del ferrocarril de Long Island estaban tendidas a menos de sesenta metros de la cabecera de su cama. Se sentía tan fatigado (la fatiga le sobrevenía a menudo cuando estaba deprimido) que no le despertó el tren de las 3.21 en dirección este. A esa hora de la madrugada, el tren del este solía despertarle, pero aquella mañana de domingo durmió a pierna suelta… hasta que pasó el tren de las 7.17 en dirección oeste. (Los días laborables se despertaba antes, gracias al tren de las 6.12 en dirección oeste.)

Hannah le telefoneó cuando él estaba preparando el café.

– Tengo que largarme de aquí -susurró Hannah. Había intentado sacar un billete para el autobús de línea, pero ya no quedaban plazas libres. Antes había planeado marcharse aquella tarde en el tren de las 18.01 en dirección oeste, hasta la estación de Pennsylvania-. Pero tengo que marcharme antes -le dijo-. Me estoy volviendo loca…, los tórtolos me sacan de quicio. Te llamo porque supongo que conoces el horario de los trenes

Sí, claro, Eddie estaba bien informado del horario. Los sábados, domingos y festivos por la tarde había un tren con dirección oeste a las 16.01, y casi siempre se podía conseguir asiento en Bridgehampton. "Sin embargo -le advirtió Eddie-, si el tren va muy lleno, quizá tengas que viajar de pie."

– ¿No crees que algún tío me ofrecerá su asiento, o por lo menos dejará que me siente en su regazo? -le preguntó Hannah. Estas palabras deprimieron todavía más a Eddie, pero accedió a recoger a Hannah y llevarla en coche a la estación de Bridgehampton. Los cimientos, que eran todo lo que quedaba de la estación abandonada, estaban prácticamente al lado de la casa de Eddie. Hannah le dijo que Harry ya había prometido que se llevaría a Graham a dar un paseo por la playa, exactamente en el mismo momento en que Ruth dijo que quería darse un largo baño. Aquel domingo, cuando terminaba el fin de semana de Acción de Gracias, caía una lluvia fría. Mientras se bañaba, Ruth recordó que era el aniversario de la noche en que su padre la obligó a conducir hasta el hotel Stanhope, adonde Ted había llevado a tantas de sus mujeres. Durante el trayecto le relató lo que les sucediera a Thomas y Timothy, y ella no desvió los ojos de la carretera. Ahora Ruth se estiró en la bañera, confiando en que Harry se hubiera vestido adecuadamente, y hubiera hecho lo propio con Graham, para pasear con el niño por la playa bajo la lluvia

Cuando Eddie recogió a Hannah, el holandés y el pequeño, con impermeables y esos sombreros de marino, de ala ancha por detrás y llamados suestes, subían a la camioneta de Kevin Merton. Graham también llevaba unas botas de goma que le llegaban a las rodillas, pero Harry calzaba sus zapatos deportivos de siempre, pues no le importaba que se mojaran. (Lo que le había servido en De Wallen le bastaría para la playa.)

Debido al mal tiempo, sólo un reducido número de neoyorquinos regresaban a la ciudad en el tren de la tarde; la mayoría se había marchado antes. Cuando llegó a Bridgehampton, el tren de las 16.01 que iba en dirección oeste no iba tan lleno de pasajeros

– Por lo menos no tendré que entregar mi virginidad o algo por el estilo para conseguir un jodido asiento -comentó Hannah

– Cuídate, Hannah -le dijo Eddie, si no con un gran afecto, sí con auténtica preocupación

– Tú sí que debes cuidarte, Eddie.

– Sé cuidarme -protestó él

– Permíteme que te diga una cosa, mi divertido amigo -replicó Hannah-. El tiempo no se detiene

Le tomó las manos y le dio un beso en cada mejilla. Era lo que Hannah acostumbraba a hacer, en vez de estrechar la mano. A veces, en vez de darle a alguien un apretón de manos, se lo tiraba

– ¿Qué quieres decir? -inquirió Eddie

– Han pasado casi cuarenta años, Eddie. ¡Ya es hora de que lo superes!

Entonces el tren se puso en marcha, llevándose a Hannah. El de las 16.01 en dirección oeste dejó a Eddie de pie bajo la lluvia; las observaciones de Hannah le habían dejado petrificado. Aquellas observaciones revelaban una aflicción tan duradera que Eddie pensó en ellas mientras cocinaba sin prestar atención a lo que hacía y se tomaba la cena

"El tiempo no se detiene" resonaba en su cabeza mucho después de que hubiera depositado un filete de atún marinado en la parrilla al aire libre. (Por lo menos, la barbacoa de gas, en el porche delantero de la humilde casa de Eddie, estaba protegida de la lluvia.) "Han pasado casi cuarenta años, Eddie." Repitió estas palabras mientras comía el atún con una patata hervida y un puñado de guisantes hervidos. "¡Ya es hora de que lo superes!", dijo en voz alta cuando lavaba el único plato y el vaso de vino. Cuando quiso tomarse otra Coca-Cola Light, estaba tan abatido que la tomó directamente de la lata

El paso del tren de las 18.01 con dirección oeste hizo temblar la casa

– ¡Odio los trenes! -gritó Eddie, pues ni siquiera su vecino más próximo podría haberle oído por encima del estrépito que producía el tren

Toda la casa volvió a estremecerse cuando pasó el de las 20.04, el último de los trenes dominicales con dirección oeste

– ¡A la mierda! -gritó inútilmente

Desde luego, era hora de que lo superase. Pero sabía que jamás podría olvidar a Marion ni lo que sintió por ella. Eso sería imposible

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