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– Disculpe…, ¿nos conocemos?

La mujer, azorada, desvió los ojos, pero superó enseguida su vergüenza, hizo acopio de valor y apretó el antebrazo de Ruth.

– Lo siento, ya sé que estaba mirando fijamente a su hijo -dijo la mujer con nerviosismo-. Es que no se parece en nada a Allan

– ¿Quién es usted, señora? -le preguntó Hannah

– ¡Ah, perdone! -replicó la mujer, dirigiéndose a Ruth-. Soy la otra señora Albright, quiero decir su primera mujer

Ruth no quería que Hannah se mostrara ofensiva con la ex mujer de Allan, y Hannah parecía a punto de preguntarle quién la había invitado. Eddie O'Hare salvó la situación

– Cuánto me alegro de conocerla -le dijo Eddie, apretando el brazo de la ex esposa-. Allan siempre hablaba muy bien de usted

La ex señora Albright se quedó pasmada. Debía de estar tan emocionada como Eddie por el poema de Yeats. Ruth nunca había oído a Allan hablar "muy bien" de su ex mujer, incluso a veces se había referido a ella en tono de lástima, sobre todo porque estaba seguro de que ella lamentaría su decisión de no tener hijos. ¡Y ahora estaba allí, contemplando a Graham! Ruth tuvo la seguridad de que la ex señora Albright había asistido al funeral no para dar su último adiós a Allan, sino para ver al hijo que éste había tenido

– Gracias por venir -se limitó a decirle Ruth. Habría seguido diciéndole cosas insinceras, pero Hannah la detuvo

– Estás mejor con el velo puesto, cariño -le susurró, y entonces se dirigió al pequeño-: Esta señora es una amiga de tu papá, Graham. Anda, dile "hola"

– Hola -dijo Graham a la ex mujer de Allan-. Pero ¿dónde está papá? ¿Dónde está ahora?

Ruth volvió a ponerse el velo. Tenía el rostro tan insensible que no se dio cuenta de que estaba llorando de nuevo

Ruth se dijo que le gustaría creer en el cielo sólo por los niños, para poder decir: "Papá está en el cielo, Graham". Y eso fue lo que dijo entonces

– Y el cielo es bonito, ¿verdad? -replicó el niño

Habían hablado muchas veces del cielo y de cómo era desde la muerte de Allan. Posiblemente el cielo atraía más al niño porque se trataba de un tema muy nuevo para él. Puesto que ni Ruth ni Allan eran religiosos, Graham no había oído mencionar el cielo durante sus tres primeros años de vida

– Te diré cómo es el cielo -le dijo la ex señora Albright al pequeño-. Es como tus mejores sueños

Pero Graham, a su edad, tenía más a menudo pesadillas. Los sueños no eran necesariamente un regalo del cielo. No obstante, si el chiquillo daba crédito al poema de Yeats, ¡se vería obligado a imaginar a su padre andando por las cimas de las altas montañas y ocultando el rostro entre la multitud de las estrellas! (Ruth se preguntó si eso sería el cielo o una pesadilla.)

– Ella no ha venido, ¿verdad? -preguntó Ruth de repente Eddie, a través del velo

– No la veo -admitió Eddie

– Sé que no está aquí -dijo Ruth

– ¿Quién no está aquí? -preguntó Hannah a Eddie.

– Su madre -replicó Eddie

– Todo irá bien, cariño -susurró Hannah a su mejor amiga-. Que jodan a tu madre

En opinión de Hannah Grant, Que jodan a tu madre habría sido un título más apropiado para la quinta novela de Eddie O'Hare que Una mujer difícil, publicada aquel mismo otoño de 1994 en que murió Allan. Pero Hannah había dado por perdida a la madre de Ruth mucho tiempo atrás, y como ella no era una mujer mayor, o por lo menos no se consideraba así, estaba harta de aquel tema que tanto le gustaba a Eddie, el de la mujer mayor y el hombre joven. Hannah tenía treinta y nueve años y, como había señalado Eddie, era la edad que tenía Marion cuando se enamoró de ella

– Sí, pero tú tenías dieciséis, Eddie -le recordó Hannah-. Y ésa es una categoría que he eliminado de mi vocabulario. Me refiero a hacerlo con adolescentes

A pesar de que había aceptado a Eddie como el nuevo amigo de Ruth, lo que turbaba a Hannah era algo más que los celos naturales que los amigos sienten a veces hacia otros amigos de sus amigos. Había tenido novios de la edad de Eddie e incluso mayores (Eddie tenía cincuenta y dos años en el otoño de 1994), y aunque Eddie no era precisamente su tipo, de todos modos se trataba de un atractivo hombre maduro que no era homosexual. Sin embargo, nunca le había hecho una proposición, algo que le parecía a Hannah más que inquietante

– Mira, Eddie me gusta -le decía a Ruth-, pero he de admitir que ese hombre tiene algo raro

Lo que a Hannah le parecía "raro" era que Eddie, por su parte, había eliminado a las mujeres jóvenes de su vocabulario sexual

Para Ruth, el "vocabulario sexual" de Hannah era todavía más inquietante que el de Eddie. Si la atracción que éste sentía hacia las mujeres mayores resultaba extraña, por lo menos lo era de un modo selectivo

– Supongo que soy muy rígida en cuestiones sexuales… ¿Es eso lo que quieres decir? -le preguntó Hannah

– Cada uno es como es -replicó Ruth con tacto

– Mira, querida, vi a Eddie en el cruce de Park Avenue con la Calle 89… Empujaba la silla de ruedas de una anciana -dijo Hannah-. Y una noche también le vi en el Russan Tea Room. ¡Estaba con una vieja que llevaba un collarín para mantener el cuello rígido!

– Podría tratarse de accidentes -respondió Ruth-. No es que se estuvieran muriendo de viejas. Hay jóvenes que se rompen una pierna. La de la silla de ruedas tal vez se hubiese caído esquiando. Y hay accidentes de tráfico. A veces se producen desnucamientos…

– Por favor, Ruth -le suplicó Hannah-. Esa vieja no podía moverse de la silla de ruedas, y la del collarín era un esqueleto ambulante: ¡tenía el cuello tan delgado que no le sostenía la cabeza!

– Creo que Eddie es un encanto -se limitó a decir Ruth-. También tú envejecerás, Hannah. ¿No te gustaría que entonces hubiera alguien como Eddie en tu vida?

Pero incluso Ruth tenía que confesar que Una mujer difícil exigía una considerable ampliación de la llamada suspensión voluntaria de su incredulidad. Un hombre de cincuenta y pocos años, que tiene notables similitudes con Eddie, es el amante de una mujer de setenta y muchos, de la que está profundamente enamorado. Hacen el amor en medio de una intimidante cantidad de precauciones sanitarias e incertidumbres. No es sorprendente que se conozcan en el consultorio de un médico, donde el hombre aguarda con inquietud su primera sigmoidoscopia

– ¿Y qué le ocurre a usted? -le pregunta la anciana al hombre maduro-. Parece muy sano

El hombre admite que está nervioso por el examen que van a hacerle

– Vamos, no sea tonto -le dice la anciana-. Los heterosexuales siempre son unos cobardes cuando van a penetrarlos. No es nada del otro mundo. A mí me han hecho por lo menos media docena de sigmoidoscopias. Eso sí, esté preparado: le provocarán algunos gases

Al cabo de unos días los dos se encuentran en un cóctel. La anciana viste tan bien que el hombre más joven no la reconoce. Además, ella se le acerca de una manera tan coqueta que resulta alarmante

– Le vi cuando estaba a punto de ser penetrado -le susurra-. ¿Cómo le fue?

– ¡Ah!, muy bien, gracias -responde él, farfullando-. Y tenía usted razón. ¡No era tan terrible!

– Yo le enseñaré algo que sí es terrible -le susurra la anciana, y así empieza una historia de amor turbadoramente apasionada, que sólo termina cuando la anciana muere

– Por el amor de Dios… -le dijo Allan a Ruth, al hablarle de la quinta novela de Eddie-. Una cosa hay que reconocerle a O'Hare… ¡No se siente avergonzado por nada!

A pesar de que no había abandonado el hábito de llamar a Eddie por su apellido, algo que desagradaba profundamente a Eddie, Allan sentía un verdadero aprecio por él, aunque no por su obra, mientras que Eddie, aunque Allan Albright era la antítesis de cuanto él apreciaba en un hombre, le tenía más afecto de lo que habría creído posible. Cuando Allan murió eran buenos amigos, y Eddie no se había tomado a la ligera las responsabilidades de su funeral

La relación de Eddie con Ruth, sobre todo el grado limitado en que él comprendía los sentimientos de la hija hacia la madre, eran otra cosa. Aunque Eddie había observado los enormes cambios que Ruth había experimentado al convertirse en madre, no se daba cuenta de que precisamente la maternidad la había vuelto aún más implacable hacia Marion

En pocas palabras, Ruth era una buena madre. Cuando murió Allan, Graham sólo tenía un año menos de los que tenía Ruth cuando la abandonó su madre. Ruth preferiría morir antes que abandonar a Graham. La idea de hacer semejante cosa no le cabía en la cabeza

Y si a Eddie le obsesionaba el estado mental de Marion, o lo que del mismo le revelaba la novela McDermid, jubilada, Ruth había leído la cuarta novela de su madre con impaciencia y desdén. (Pensaba que llega un momento en que la pesadumbre se convierte en autocomplacencia.)

En su calidad de editor, Allan había hecho provechosas gestiones acerca de Marion, había averiguado todo lo posible sobre la autora de novelas policíacas canadiense llamada Alice Somerset. Según su editor canadiense, la autora no tenía suficiente éxito en Canadá para vivir de las ventas de sus obras en su propio país. No obstante, las traducciones francesa y alemana eran mucho más populares, y gracias a ellas se ganaba la vida con holgura. Tenía un piso modesto en Toronto, y además pasaba los peores meses del invierno canadiense en Europa. Sus editores alemán y francés le buscaban de buen grado pisos de alquiler

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