El sargento Harry Hoekstra, antes hoofdagent o casi sargento Hoekstra, evitaba la tarea de ordenar su escritorio. Nunca había ordenado la mesa y no iba a hacerlo ahora, y en aquellos momentos de inacción se distraía contemplando los cambios que tenían lugar en la calle. La Warmoesstraat, así como el resto de las calles del barrio chino, había sufrido algunos cambios. El sargento Hoekstra era un agente callejero que esperaba ilusionado su jubilación anticipada, y sabía que muy pocas cosas escapaban a su atención
En otro tiempo, desde aquella ventana se veía la floristería Jemi, pero la habían trasladado a la esquina del Enge Kerksteeg. La Paella y un restaurante argentino llamado Tango seguían allí, pero la floristería Jemi había sido sustituida por el bar de Sanny. Si Harry hubiera sido tan vidente como muchos de sus colegas creían que era, podría haber adivinado el futuro lo suficiente para saber que, un año después de su jubilación, el bar de Sanny sería sustituido por un café que respondería al desdichado nombre de Pimpelmée. Pero ni siquiera los poderes de un buen policía se extendían hacia el futuro con semejante detallismo. Como tantos hombres que deciden retirarse pronto, Harry Hoekstra creía que la mayoría de los cambios producidos en el entorno de su trabajo no eran cambios a mejor
El año 1966 señala el comienzo de la llegada a Amsterdam de cantidades considerables de hachís. En los años setenta llegó la heroína. Los primeros introductores fueron los chinos, pero cuando finalizó la guerra de Vietnam los chinos perdieron el mercado de la heroína, que ahora estaba en manos del Triángulo de Oro, en el sudeste asiático. Muchas prostitutas drogadictas eran mensajeras que transportaban la heroína
Ahora, el Ministerio de Sanidad holandés tenía fichados a más del sesenta por ciento de los drogadictos, y había oficiales de policía holandeses destinados en Bangkok. Pero más del setenta por ciento de las prostitutas que trabajaban en el barrio chino eran emigrantes ilegales, un colectivo del que las autoridades carecían de datos
En cuanto a la cocaína, procedía de Colombia, vía Surinam, adonde llegaba en avionetas. A fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, los surinamitas la llevaron a Holanda. Las prostitutas de Surinam no habían planteado muchos problemas, y sus chulos sólo crearon algunas dificultades. El problema estribaba en la cocaína. Ahora los propios colombianos introducían la droga, pero las prostitutas colombianas tampoco eran problemáticas, y sus chulos planteaban incluso menos dificultades que los chulos de Surinam
En sus más de treinta y nueve años de servicio en el cuerpo policial de Amsterdam, treinta y cinco de ellos pasados en De Wallen, Harry Hoekstra sólo se había visto encañonado por un arma de fuego una vez. Max Perk, un macarra surinamita, le apuntó con su pistola, y Harry se apresuró a enseñarle a Max la suya. De haber habido un tiroteo al estilo del Oeste, Harry habría perdido, porque Max había desenfundado primero. Pero en este caso se trató de una mera exhibición de fuerza y Harry salió victorioso. El arma de Harry era una Walther de nueve milímetros
– Está hecha en Austria -explicó Harry al chulo de Surinam-. Los austríacos conocen de veras sus armas. Ésta te hará un agujero más grande que el que pueda hacerme la tuya, y no sólo eso, sino que es capaz de hacerte más agujeros en un abrir y cerrar de ojos
Tanto si esto era cierto como si no, Max Perk bajó su arma. Sin embargo, a pesar de las experiencias del sargento Hoekstra con los surinamitas, creía que el futuro inmediato iba a ser ciertamente peor. Las organizaciones criminales traían mujeres jóvenes del ex bloque soviético a Europa occidental. Millares de mujeres procedentes de Europa oriental trabajaban ahora contra su voluntad en los barrios chinos de Amsterdam, Bruselas, Francfort, Zurich, París y otras ciudades del occidente europeo. Los propietarios de clubes nocturnos, garitos de striptease, espectáculos de voyeurismo y burdeles solían comerciar con esas mujeres jóvenes
En cuanto a las dominicanas, colombianas, brasileñas y tailandesas, la mayoría de esas jóvenes sabían para qué iban a Amsterdam, entendían a qué iban a dedicarse. En cambio, las jóvenes de Europa oriental a menudo tenían la impresión de que trabajarían como camareras en restaurantes respetables. En sus países, antes de aceptar esas engañosas ofertas de empleo en Occidente, habían sido estudiantes, dependientas y amas de casa
Entre las recién llegadas a Amsterdan, las prostitutas de los escaparates eran las que se encontraban en mejor posición. Pero ahora las chicas que hacían la calle competían duramente con ellas. Todas estaban más desesperadas por trabajar. Las prostitutas a las que Harry conocía desde hacía mucho tiempo, o se retiraban o amenazaban con retirarse. Cierto que esa amenaza era frecuente en todas ellas. Era el suyo un negocio en el que, como decía Harry, "se pensaba a corto plazo". Las furcias siempre le decían que iban a dejarlo "el mes que viene" o "el año próximo", o, a veces, como una de ellas le dijo: "En fin, estoy pensando en tomarme libre el invierno"
Y ahora, más que nunca, muchas prostitutas le decían que habían tenido lo que ellas llamaban un momento de duda, lo cual significaba que habían franqueado la entrada a un hombre sospechoso
Ahora andaban por ahí muchos más hombres sospechosos que antes
El sargento Hoekstra recordaba a una muchacha rusa que aceptó lo que, con no poco eufemismo, llamaban un empleo de camarera en el Cabaret Antoine. En realidad se trataba de un burdel, cuyo propietario se apoderó enseguida del pasaporte de la chica rusa. Le dijeron que incluso si un cliente no quería usar preservativo, no podía negarse a hacer el amor con él, pues de lo contrario perdería el empleo. De todos modos, el pasaporte era falso, y la joven pronto encontró un cliente que pareció solidarizarse con ella, un hombre entrado en años, el cual le procuró un nuevo pasaporte falso. Pero por entonces tenía otro nombre (en el burdel la llamaban sencillamente Vratna, porque el nombre verdadero era demasiado difícil de pronunciar) y le retuvieron los dos primeros meses de "salario", dado que sus "deudas" con el burdel debían deducirse de sus ganancias. Tales deudas, según le dijeron, consistían en tarifas de agencia, impuestos, alimentación y alquiler
Poco antes de que el burdel fuese allanado por la policía, Vratna aceptó un préstamo de su cliente solidario. El hombre le pagó su parte del alquiler de una habitación con escaparate, que ella utilizó con otras dos chicas de Europa oriental, y así se convirtió en prostituta de escaparate. En cuanto al "préstamo", que Vratna nunca podría devolverle, su aparente protector se convirtió en su cliente más privilegiado, y la visitaba con frecuencia. Naturalmente, ella no le cobraba. De hecho, el hombre se convirtió en su chulo sin que la chica se diese cuenta, y no tardó en darle la mitad de lo que sacaba de sus demás clientes. Como el sargento Hoekstra lo consideró más adelante, no era un cliente tan solidario
Se trataba de un ejecutivo jubilado que respondía al nombre de Paul de Vries y se había dedicado al proxenetismo con aquellas inmigrantes ilegales de Europa oriental como una especie de deporte y pasatiempo: tirarse a mujeres jóvenes, primero pagando pero luego gratis. Y al final, claro, ellas le pagarían… ¡y él se las seguiría tirando!
Un día de Navidad por la mañana (una de las escasas y recientes Navidades que Harry no se había tomado libres), el policía recorrió en bicicleta las calles cubiertas de nieve de De Wallen. Quería ver si alguna de las prostitutas estaba trabajando. Tenía la idea, similar a la de Ruth Cole, de que con la nieve recién caída en una mañana navideña incluso el barrio chino parecería inmaculado. Pero Harry había hecho algo impropio de él y todavía más sentimental: había comprado unos sencillos regalos para las chicas que estuvieran trabajando en sus escaparates el día de Navidad. No era nada lujoso ni caro, sólo unos bombones, un pastel de frutas y no más de media docena de adornos para el árbol navideño
Harry sabía que Vratna era religiosa, o por lo menos la chica rusa le había dicho que lo era, y para ella, por si estaba trabajando, le había comprado un regalo algo más valioso. De todos modos sólo había pagado diez guilders por él en una joyería que vendía artículos de segunda mano. Se trataba de una cruz de Lorena que, según le había dicho la vendedora, tenía mucho éxito, sobre todo entre los jóvenes de gustos poco convencionales. (La cruz tenía dos travesaños, el superior más corto que el inferior.)
Había nevado con intensidad y en De Wallen apenas se veían huellas de pisadas. Algunas huellas rodeaban el urinario -que sólo podía ser usado por un hombre a la vez-, junto a la vieja iglesia, pero en la nieve del corto callejón donde trabajaba Vratna, el Oudekennissteeg, no había ninguna huella. Harry se sintió aliviado al ver que Vratna no estaba trabajando. Su escaparate estaba a oscuras, la cortina corrida, la luz roja apagada. Se disponía a seguir adelante, con la mochila de humildes regalos navideños a la espalda, cuando observó que la puerta de acceso a la habitación de Vratna no estaba bien cerrada. Algo de nieve había penetrado en el interior y le dificultaba a Harry el cierre de la puerta
No se había propuesto mirar dentro de la habitación, pero tenía que abrir más la puerta antes de poder cerrarla. Estaba apartando con el pie la nieve acumulada en el umbral (no era el mejor tiempo para llevar zapatillas deportivas), cuando vio que la joven pendía del cable de la lámpara fijada al techo. Como la puerta de la calle estaba abierta, el viento penetraba y hacía oscilar el cadáver. Harry entró y cerró la puerta para impedir que siguiera entrando el viento cargado de nieve
Se había ahorcado aquella mañana, probablemente poco después del amanecer. Tenía veintitrés años. Llevaba puestas sus viejas ropas, las que había llevado a Occidente para su nuevo trabajo de camarera. Puesto que no estaba vestida (es decir, casi desnuda) de prostituta, al principio Harry no la reconoció. Vratna también se había puesto todas sus joyas. Habría sido superfluo que Harry le hubiera regalado otra cruz, porque llevaba media docena de cruces y casi otros tantos crucifijos colgados del cuello