El día era desapacible y un viento húmedo y racheado soplaba desde el océano. En vez de quedarse en el exterior de la escuela, la gente corrió a sus coches en cuanto terminó el funeral improvisado, todos menos una mujer, de quien Ruth supuso que tendría la misma edad de su madre, y que vestía de negro, con un velo del mismo color. Permanecía cerca de su reluciente Lincoln negro como si no pudiera tomar la decisión de marcharse. Cuando el viento le alzó el velo, su piel parecía estirada, demasiado tensa sobre el cráneo. La mujer, cuyo esqueleto amenazaba con atravesarle la piel, miraba a Ruth con tal intensidad que la novelista se apresuró a concluir que debía de ser la viuda airada que le había escrito aquella carta llena de odio, la llamada viuda durante el resto de su vida. Ruth tomó a Allan de la mano y le alertó sobre la presencia de la mujer
– ¡Aún no he perdido a mi marido, por lo que viene a regocijarse de que he perdido a mi padre! -le dijo Ruth a Allan, pero Eddie O'Hare acertó a oírla
– Yo me ocuparé de esto -le dijo Eddie a Ruth. Él sabía quién era la mujer
No se trataba de la viuda airada, sino de la señora Vaughn. Por supuesto, Eduardo la había visto primero, e interpretó la presencia de la señora Vaughn como otro recordatorio del destino al que estaba condenado. (El jardinero se mantuvo oculto en el edificio de la escuela, confiando en que su antigua patrona desapareciera milagrosamente.)
No era que el esqueleto aflorase a través de la piel, sino más bien que la pensión alimentaria de su divorcio había incluido una asignación considerable para cirugía estética, a la que la señora Vaughn había recurrido en exceso. Cuando Eddie la tomó del brazo y la encaminó hacia el Lincoln negro y reluciente, la señora Vaughn no opuso resistencia
– ¿Le conozco? -preguntó a Eddie
– Sí, nos conocimos cuando yo era un muchacho
Los dedos de la mujer le aferraban la muñeca como garras de ave de rapiña. Sus ojos velados le examinaron ansiosamente el rostro
– ¡Usted vio los dibujos! -susurró la señora Vaughn-. ¡Me llevó a mi casa!
– Así es -admitió Eddie.
– Tiene el mismo aspecto. Se refería a Ruth, por supuesto, y él no estaba de acuerdo, pero sabía tratar con las mujeres mayores
– En ciertos aspectos sí que se parece -replicó Eddie-. Se parece un poco a ella
La ayudó a sentarse al volante. (Eduardo Gómez no saldría del edificio de la escuela hasta ver alejarse al Lincoln negro y reluciente.)
– ¡Creo que se parece mucho a su madre! -concluyó la señora Vaughn
– A mi modo de ver, se parece a los dos -replicó Eddie con tacto
– ¡No, no! -exclamó la señora Vaughn-. ¡Nadie se parece a su padre! ¡Ese hombre no tenía igual!
– Sí, eso también es cierto -admitió Eddie
Cerró la portezuela del coche y retuvo el aliento hasta que oyó arrancar al Lincoln. Entonces se reunió con Allan y Ruth.
– ¿Quién era? -le preguntó Ruth
– Una de las antiguas novias de tu padre -respondió Eddie. Hannah, que le había oído, miró el Lincoln que se alejaba con una momentánea curiosidad de periodista
– ¿Sabes? -le dijo Ruth-. He soñado que todas estarían aquí, todas sus antiguas amantes.
En realidad, otra de aquellas amantes había asistido al acto, pero Ruth no sabía quién era. La mujer, rolliza, con exceso de peso, cincuentona, se presentó a Ruth antes del funeral en la escuela. Su expresión era contrita
– Usted no me conoce, pero yo conocí a su padre. En realidad, mi madre y yo le conocíamos. Mi madre también se suicidó, y puede imaginarse cuánto lo siento… Sé cómo debe usted de sentirse
– Y usted se llama… -le dijo Ruth mientras le estrechaba la mano
– De soltera me apellidaba Mountsier -respondió la mujer en un tono humilde-. Pero usted no puede conocerme…
La mujer se marchó sin decirle nada más
– Gloria…, creo que ha dicho que se llamaba así -le dijo luego Ruth a Eddie, pero éste no sabía quién era
(Se llamaba Glorie, desde luego, y era la angustiada hija de la difunta señora Mountsier. Pero se había escabullido.)
Después del funeral, Allan insistió en que Eddie y Hannah se reunieran con él y con Ruth en la casa de Sagaponack para tomar una copa. Había empezado a llover, y por fin Conchita, tras liberar a Eduardo del edificio escolar, lo había llevado a su casa en Sag Harbor. Por una vez (o quizá de nuevo) en la casa de Sagaponack había algo para beber más fuerte que la cerveza y el vino. Ted había comprado un excelente whisky de malta escocés
– A lo mejor papá compró la botella pensando en esta ocasión -comentó Ruth
Se sentaron ante la mesa del comedor, donde cierta vez, en un relato, una pequeña llamada Ruthie se había sentado con su papá, mientras el hombre topo aguardaba oculto detrás de una lámpara de pie
Eddie O'Hare no había estado en la casa desde el verano de 1958, y Hannah desde que se acostó con el padre de Ruth. La escritora pensó en ello, pero se abstuvo de hacer comentario alguno y, aunque le ardía la garganta, no lloró
Allan quería mostrarle a Eddie lo que pensaba hacer en la pista de squash del granero. Puesto que Ruth había abandonado el deporte, Allan planeaba convertir la pista en un despacho, que tanto podía ser para él como para Ruth. Así uno de ellos podría trabajar en la casa, en el antiguo cuarto de trabajo de Ted, y el otro en el granero
Ruth se sentía decepcionada por la imposibilidad de estar a solas con Eddie, pues notaba que podía pasarse el día entero hablando con él acerca de su madre. (Eddie le había traído las otras dos novelas de Alice Somerset.) Pero Eddie y Allan fueron al granero y Ruth se quedó con Hannah
– Ya sabes lo que voy a preguntarte, cariño -dijo Hannah a su amiga. Ruth lo sabía, desde luego
– Pregúntame lo que quieras, Hannah
– ¿Aún no has hecho el amor? Quiero decir con Allan.
– Sí, lo he hecho -replicó Ruth
Dejó que el buen whisky le calentara la boca, la garganta, el estómago. Se preguntaba cuándo dejaría de añorar a su padre, o si alguna vez dejaría de añorarle
– ¿Y qué? -insistió Hannah.
– Allan tiene la polla más grande que he visto jamás -dijo Ruth
– No creía que te gustaran las vergas grandes, ¿o me dijo eso otra persona?
– No es excesivamente grande. Tiene el tamaño adecuado para mí, eso es todo
– ¿Así que todo va bien? ¿Y vais a casaros y tratar de tener un hijo? ¿De hacer las cosas como Dios manda?
– Sí, todo va bien -respondió Ruth-. Y haremos las cosas como Dios manda
– Pero ¿qué ha ocurrido?
– ¿Qué quieres decir, Hannah?
– Quiero decir que estás tan tranquila… Tiene que haber ocurrido algo
– Pues ya ves. Mi mejor amiga se ha tirado a mi padre, luego mi padre se ha suicidado y he descubierto que mi madre es una especie de oficial de la literatura, como un obrero después de haber terminado el aprendizaje. ¿A eso te referías?
– Bueno, mujer, bueno, me tengo merecida esa respuesta -dijo Hannah-. Pero dime qué te ha ocurrido, porque te veo diferente. Tiene que haberte pasado algo
– Tuve el último novio que me salió rana, si te refieres a eso -replicó Ruth
– Muy bien, no me lo digas si no quieres. Algo te ha ocurrido, pero no me importa. Puedes mantenerlo en secreto
Ruth sirvió a su amiga un poco más del whisky de malta escocés
– Un licor estupendo, ¿no te parece? -preguntó a su amiga.
– Qué rara eres -le dijo Hannah
Estas palabras evocaron en Ruth otra escena. Era lo mismo que Rooie le dijo a Ruth la primera vez que ésta se negó a permanecer en el ropero, entre los zapatos
– No ha ocurrido nada, Hannah -mintió Ruth-. La gente llega a un punto en que desea un cambio, una nueva vida. De eso se trata, sencillamente
– No sé qué decirte… -respondió Hannah-. Tal vez sea así, pero si una desea un cambio en su vida es porque le ha ocurrido algo