calcinada de Lidia, sirviendo
como esclavo y entreteniendo
a la reina Onfale. Vestido
de mujer, el venido
de Grecia hilaba y tejía
y, en su gentil disfraz, divertía
a la corte.
Allí lo dejo
al invicto joven trejo:
en el ridículo sumido
y, paf, lo olvido.
A eso de la una subieron a verme Mark, Lucho y Álvaro con la primera proyección: yo raspaba el 40 por ciento y Fujimori el 25 por ciento. El dark horse confirmaba su notable implantación en todo el país. Mark me explicó que la tendencia era a que yo siguiera creciendo, pero, viendo su cara, supe que me mentía. Si estas cifras se confirmaban, el electorado no me había dado el mandato y habría una mayoría parlamentaria hostil a nuestro programa.
Bajé a conversar con mi madre y mis tíos, tías, primas y amigos, y comí con ellos unos sandwiches, sin contarles lo que sabía. Hasta el tío Lucho, pese a su hemiplejia y parálisis, estaba allí, sonriendo detrás de su inmovilidad y silencio, acompañándome en el gran día. Volví a la suite del piso 19, donde a las dos y media de la tarde me alcanzaron una segunda y más completa proyección nacional. De inmediato, advertí la catástrofe: había perdido tres puntos -estaba en 36 por ciento-, Fujimori mantenía su 25 por ciento, el apra bordeaba el 20 por ciento y las dos izquierdas, juntas, el 10 por ciento. No se necesitaban dotes de adivino para leer el porvenir: habría una segunda vuelta en la que apristas, socialistas y comunistas volcarían en bloque sus votos a favor de Fujimori, dándole una victoria cómoda.
Álvaro se quedó conmigo, a solas, un momento. Estaba muy pálido, con esas ojeras azules que, cuando era niñito, presagiaban sus pataletas. De mis tres hijos, es el que más se parece a mí, en su apasionamiento y en sus entusiasmos, en su entrega desmedida, sin reservas y sin cálculos, a sus amores y a sus odios. Tenía veinticuatro años y esta campaña había sido una experiencia extraordinaria en su vida. No fue idea mía sino de Freddy Cooper la de hacerlo nuestro vocero de prensa, ya que era periodista, ya que vivía tan obsesionado con el Perú, ya que estaba tan cerca de mí y tan identificado con las ideas liberales. Había costado trabajo que aceptara. A Freddy y a mí nos dijo que no, pero, al final, Patricia, que es todavía más empecinada que él, lo convenció, por lo cual habíamos sido acusados de nepotismo y bautizados por la prensa aprista como «La familia real». Había desempeñado muy bien su trabajo, peleándose con mucha gente, claro está, por no hacer la menor concesión ni acceder a nada de lo que pudiéramos arrepentimos después, tal como yo se lo había pedido. En todo este tiempo había aprendido mucho más que en sus tres años en la London School of Economics, sobre su país, sobre la gente y sobre la política, pasión que contrajo en su adolescencia y que desde entonces lo absorbía, así como en su niñez lo había absorbido la religión. (Conservo aún la sorprendente carta que me mandó, desde el internado, a sus trece años, comunicándome su decisión de dejar el catolicismo para confirmarse por la Church of England.) «Todo se fue a la mierda», decía, lívido. «Ya no habrá reforma liberal. El Perú no cambiará y seguirá como siempre. Lo peor que te podría pasar ahora es ganar.» Pero yo sabía que este riesgo estaba descartado.
Le pedí que localizara a nuestro personero ante el Jurado Nacional de Elecciones, y cuando Enrique Elías Laroza vino al piso 19, le pregunté si era legalmente posible que uno de los dos candidatos finalistas renunciara a la segunda vuelta, cediendo al otro la presidencia de una vez. De manera enfática me aseguró que sí. [56] Y todavía me animó: «Claro, ofrécele a Fujimori uno o dos ministerios y que renuncie a la segunda vuelta.» Pero lo que yo estaba ya pensando ofrecerle a mi rival era algo más apetitoso que unas carteras ministeriales: la banda presidencial. A cambio de algunos puntos claves de nuestro programa económico y de unos equipos capaces de llevarlo a la práctica. Mi temor, desde ese instante, fue que, a través de interpósita persona, Alan García y el apra siguieran gobernando el Perú y el desastre de los últimos cinco años continuara, hasta la delicuescencia de la sociedad peruana.
Desde esa segunda proyección nunca tuve la menor duda sobre el desenlace ni me hice la menor ilusión sobre mis posibilidades de triunfo en una segunda vuelta. En los meses y años anteriores había podido palpar físicamente el odio que llegaron a tenerme los apristas y los comunistas, a quienes mi irrupción en la vida política peruana, defendiendo tesis liberales, llenando plazas, movilizando a unas clases medias a las que antes tenían intimidadas o confundidas, impidiendo la nacionalización del sistema financiero, y reivindicando cosas que ellos habían convertido en tabúes -la democracia «formal», la propiedad y la empresa privada, el capitalismo, el mercado-, les desbarató lo que creían un seguro monopolio del poder político y del futuro peruano. La sensación, alimentada por las encuestas a lo largo de casi tres años, de que no había manera legal de atajar a ese intruso resucitador de la «derecha» que llegaría al poder en olor de multitudes, había envenenado aún más su animadversión y, exasperada ésta por las intrigas que orquestaba desde Palacio Alan García, había aumentado su encono contra mí de una manera demencial. La aparición de Fujimori, en el último minuto, era un regalo de los dioses para el apra y la izquierda y era obvio que ambos se entregarían en cuerpo y alma a trabajar por su victoria, sin ponerse a pensar un minuto en lo riesgoso que era llevar al poder a alguien tan mal equipado para ejercerlo. El sentido común, la razón, son flores exóticas en la vida política peruana y estoy seguro de que, aun si hubieran sabido que, veinte meses después de votar por él, Fujimori iba a acabar con la democracia, cerrar el Congreso, convertirse en dictador y empezar a reprimir a apristas e izquierdistas, éstos hubieran votado igual por él con tal de cerrarle el paso a quien llamaban el enemigo número uno.
Toda esta reflexión la hice luego de hablar con Elías Laroza y antes de que, al cerrarse la votación y empezar la televisión a dar las primeras proyecciones del resultado, supiera que éste era todavía peor de lo insinuado: entre 28 y 29 por ciento para mí y Fujimori apenas a cinco puntos, con 24 por ciento. El apra y las izquierdas rebasaban, juntas, el tercio de los votos.
Tracé mentalmente lo que debía hacer. Negociar cuanto antes con Fujimori, cediéndole desde ahora la presidencia a cambio de que consintiera a la reforma económica: poner fin a la inflación, bajar los aranceles, abrir la economía a la competencia, renegociar con el Fondo Monetario y el Banco Mundial la reinserción del Perú en el sistema financiero y, tal vez, la privatización de algunas empresas públicas. Nosotros teníamos los técnicos y cuadros que a él le faltaban. Mi argumento principal sería: «Más de la mitad de los peruanos han votado por un cambio. Es evidente que no hay una mayoría a favor del cambio radical que yo propongo; el resultado indica que la mayoría se inclina por cambios moderados, graduales, por ese consenso que yo dije siempre que significaba parálisis e inconsecuencia con los principios. Es clarísimo que yo no soy la persona indicada para llevar a cabo esta política. Pero sería una burla a la decisión de la mayoría que Cambio 90 sirviera para que el apra continuara gobernando el Perú, cuando es evidente, también, que sólo un 19 por ciento de peruanos quiere el continuismo.»
A las seis y media de la tarde bajé al segundo piso a hablar a la prensa. La atmósfera en el hotel era fúnebre. Por pasillos, escaleras, ascensores, sólo vi caras largas, ojos llorosos, expresiones de indecible sorpresa y algunas, también, de furia. La sala estaba atiborrada de periodistas, cámaras y reflectores, y de gente del Frente Democrático que, desde su desconsuelo, sacaron fuerzas para vitorearme. Cuando pude hablar, agradecí a los electores mi «triunfo» y felicité a Fujimori por su alta votación. Dije que el resultado era una clarísima decisión de la mayoría de los peruanos a favor de un cambio, y que, por lo mismo, debía ser posible ahorrarle al país los riesgos y tensiones de una segunda vuelta y negociar una fórmula de la que surgiera de una vez un gobierno que se pusiera a trabajar.
En eso, Miguel Vega me interrumpió para decirme al oído que Fujimori se había presentado en el hotel. ¿Podía entrar? Le dije que sí y allí apareció, en el estrado, junto a mí. Era más pequeñito de lo que parecía en las fotos y totalmente japonés, incluso en cierta defectuosa manera de pronunciar el castellano. Después supe que, al aparecer en la puerta del Sheraton, un grupo de partidarios del Frente había tratado de agredirlo, pero que otro grupo los contuvo y ayudó a sus guardaespaldas a protegerlo y conducirlo hasta la sala de la prensa. Nos abrazamos para los fotógrafos y le dije que teníamos que hablar, mañana mismo.
El piso 19 se había llenado de amigos y partidarios, que, apenas supieron los resultados, corrieron al hotel y desbordaron la barrera de seguridad. El cuarto parecía un velatorio y a ratos un loquerío. Las caras reflejaban sorpresa, desconcierto y gran amargura por los imprevistos resultados. Por radio y televisión habían comenzado a lanzar rumores de que yo iba a renunciar, y los líderes del apra y de la izquierda comenzaban a insinuar que en esta segunda vuelta apoyarían a la «candidatura popular» del ingeniero Fujimori. Los dueños de El Comercio, Alejandro y Aurelio Miró Quesada, los primeros en llegar, me insistieron mucho en que por ningún motivo renunciase a la segunda vuelta pues tenía aún muchas posibilidades. Poco después aparecieron Belaunde Terry y Violeta, y Lucho y Laura Bedoya y dirigentes del Frente. Hasta cerca de las diez de la noche permanecí allí, diciendo y oyendo las cosas convencionales con las que yo y mis amigos, parientes y partidarios, tratábamos de disimular la decepción que sentíamos.
Al salir del Sheraton, Patricia me insistió mucho para que bajara del auto y dirigiera unas palabras a unos centenares de jóvenes del Movimiento Libertad, que, desde el atardecer, estaban allí, coreando estribillos y cantando. Reconocí a Johnny Palacios y al entusiasta Felipe Leño, secretario general de la Juventud, que había estado en todos los estrados del Perú, a mi lado, animando con su voz de trueno las manifestaciones. Tenía los ojos húmedos pero se empeñaba en sonreír. Y al llegar a la casa, pese a ser cerca de la medianoche, me encontré también con una nube de muchachas y muchachos a los que tuve que decirles que les agradecía su adhesión.