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Aunque San Marcos, Cahuide, Lea y Félix habían sido, todo ese tiempo, mi ocupación absorbente, seguía viendo a los tíos y tías -hacía en sus casas almuerzos o cenas rotativas a lo largo de la semana- y escribiéndole al tío Lucho, a quien daba cuenta pormenorizada de todo lo que hacía o soñaba con hacer y de quien recibía siempre cartas llenas de alicientes. Veía también, mucho, a amigos piuranos que habían venido a Lima a seguir carreras universitarias, sobre todo a Javier Silva. Varios de ellos vivían con Javier en una pensión de la calle Schell, en Miraflores, a la que llamaban «La muerte lenta», por lo mal que les daban de comer. Javier había decidido estudiar arquitectura y andaba disfrazado de arquitecto, con una barbita de intelectual y unas camisas negras cerradas hasta el cuello, tipo Saint-Germain-des-Près. Yo lo había convencido ya de que teníamos que irnos a París, y hasta lo animé a escribir un cuento, que le publiqué en Turismo. Su desconcertante texto comenzaba así: «Mis pasos ganaban superficie…» Pero al año siguiente, de manera brusca, decidió ser economista, y entró a San Marcos, de modo que, a partir de 1954, fuimos también compañeros de universidad.

Gracias a Javier, que se había incorporado a él, volví a retomar contacto con mi barrio de Diego Ferré. Lo hacía un poco a escondidas, porque esos chicos y chicas eran unos burgueses y yo había dejado de serlo. ¿Qué hubieran dicho Lea, Félix o los camaradas de Cahuide si me veían, en la esquina de la calle Colón, hablando de esas «hembritas bestiales» que se acababan de mudar a la calle Ocharán o preparando la fiesta-sorpresa del sábado? ¿Y qué hubieran dicho las chicas y los chicos del barrio, de Cahuide, una organización que, además de ser comunista, tenía indios, cholos y negros como los que servían en sus casas? Eran dos mundos, separados por un abismo. Cuando pasaba yo de uno a otro sentía que cambiaba de país. A quienes vi menos en todo ese tiempo fue a mis padres. Habían pasado varios meses en Estados Unidos y luego, a poco de regresar, mi papá se volvió a ir. Eran nuevos intentos para encontrar algún trabajo o montar algún negocio que le permitiera la mudanza definitiva. Mi madre se quedó en casa de los abuelos, donde apenas cabíamos. La ausencia de mi padre la angustiaba y yo sospechaba que temía que, en un arrebato, se desapareciera, como la primera vez. Pero volvió, cuando estaba por concluir el año 1953, y un día me citó en su oficina.

Fui, muy aprensivo, porque de sus citas yo no esperaba nunca nada bueno. Me dijo que el empleo en Turismo no era serio, apenas un cachuelo, y que debía trabajar en algo que me permitiera ir haciendo una carrera a la vez que estudiaba, como tantos muchachos en Estados Unidos. Ya había hablado con un amigo suyo, del Banco Popular, y me esperaba allí un trabajo, desde el primero de enero.

De manera que estrené 1954 de empleado bancario, en la sucursal de La Victoria del Banco Popular. El primer día el administrador me preguntó si tenía experiencia. Le dije que ninguna. Silbó, intrigado. «¿O sea que entraste por vara?» Así era. «Te fregaste -me anunció-. Porque lo que yo necesito es un recibidor. A ver cómo te bates.» Fue una experiencia difícil que se prolongaba fuera de las ocho horas que pasaba en la oficina, de lunes a viernes, y se me reproducía en pesadillas. Tenía que recibir dinero de la gente para sus libretas de ahorros o sus cuentas corrientes. Un gran número de clientes eran las putas del jirón Huatica, que estaba allí, a la vuelta de la sucursal, y que se impacientaban porque yo me demoraba en contar y dar recibo. Los billetes se me caían o se me enredaban en los dedos, y a veces, hecho un mar de confusión, fingía haber sacado la cuenta y les daba el recibo sin verificar cuánto me habían entregado. Muchas tardes, el balance no cuadraba y tenía que recontar el dinero en un estado de verdadera zozobra. Un día me faltaron cien soles, de modo que, con la cara por el suelo, fui donde el administrador y le dije que cubriera el hueco de mi sueldo. Pero él, con una simple ojeada en el balance, encontró el error y se rió de mi impericia. Era un hombre joven y amable, empeñado en que los compañeros me nombraran delegado a la federación bancaria, ya que era universitario. Pero me negué a ser delegado sindical, y no informé de ello a Cahuide, pues me habrían pedido que aceptara. Si asumía esa responsabilidad tendría que quedarme de empleado bancario y se me hacía cuesta arriba. Detestaba el trabajo, la rutina de los horarios y esperaba el sábado como en el internado leonciopradino.

Y entonces, al segundo mes, de manera inesperada, se presentó la ocasión de escapar de los balances. Fui a San Marcos a recoger mis notas y la secretaria de la Facultad, Rosita Corpancho, me dijo que el doctor Porras Barrenechea, en cuyo curso yo había sacado una nota sobresaliente, quería verme. Lo llamé, intrigado -jamás había hablado a solas con él-, y me pidió que pasara por su casa, en la calle Colina, en Miraflores.

Fui, lleno de curiosidad, encantado de poder entrar a ese recinto de cuya biblioteca y colección de Quijotes se hablaba en San Marcos como de algo mítico. Me condujo a la salita donde solía trabajar y allí, rodeado de una muchedumbre de libros de todos los tamaños y de estantes donde se sucedían las estatuillas y los cuadros de don Quijote y Sancho Panza, me felicitó por el examen, por el trabajo que le había presentado -en el que había visto, con aprobación, que yo señalaba un error histórico del arqueólogo Tschudi- y me propuso trabajar con él. Juan Mejía Baca había encargado una colección de historia del Perú a los principales historiadores peruanos. Porras tendría a su cargo los volúmenes de Conquista y Emancipación. El librero-editor le pagaría dos asistentes para la bibliografía y documentación. Uno ya trabajaba con él: Carlos Araníbar, de la doctoral de Historia en San Marcos. ¿Quería ser yo el otro? Mi sueldo serían quinientos soles al mes y trabajaría en su casa, de dos a cinco de la tarde, de lunes a viernes.

Salí de allí en un indescriptible estado de euforia, a redactar mi renuncia al Banco Popular, que entregué a la mañana siguiente al administrador, sin ocultarle la felicidad que sentía. Él no podía comprenderlo. ¿Me daba cuenta que dejaba un puesto seguro, por algo efímero? Mis compañeros de la sucursal me dieron una despedida, en un chifa de La Victoria, en la que me hicieron muchas bromas sobre mis clientas del jirón Huatica que no me iban a extrañar.

Di la noticia a mi padre lleno de aprensión. Pese a que andaba camino de los dieciocho años, el temor ante él reaparecía en esas ocasiones -una sensación paralizante que empequeñecía y anulaba ante mí mismo mis propios argumentos, aun en asuntos en los que estaba seguro de tener razón-, así como el malestar cuando él estaba cerca, incluso en las más anodinas situaciones.

Me escuchó, empalideciendo ligeramente y escrutándome con esa mirada fría que nunca he visto en nadie más, y apenas terminé me exigió que le probara que iba a ganar quinientos soles. Tuve que volver donde el doctor Porras en busca de una constancia. Me la dio, algo extrañado, y mi padre se limitó a despotricar un rato, diciéndome que no había dejado el banco porque la otra ocupación iba a ser más interesante, sino por mi falta de ambición.

Y, al mismo tiempo que conseguí el trabajo con Porras Barrenechea, otra cosa excelente me pasó: el tío Lucho se vino a Lima. No por las buenas razones. Una brusca crecida del río Chira, por lluvias diluviales en las sierras de Piura, hizo que las aguas rompieran las defensas de la chacra de San José y destruyeran todos los algodonales, en un año en que las rozas aparecían muy cargadas y se esperaba una cosecha excepcional. La inversión y esfuerzos de muchos años quedaron pulverizados en minutos. El tío Lucho devolvió el fundo, vendió sus muebles, subió a su camioneta a la tía Olga y a los primos Wanda, Patricia y Lucho, y se dispuso a dar la pelea una vez más, ahora en Lima.

Su presencia iba a ser algo formidable, pensaba yo. La verdad, hacía falta. La familia había empezado a dar tumbos. El abuelito había quedado con la salud resentida y con problemas de memoria. El caso más alarmante era el del tío Juan. Desde que llegó de Bolivia había conseguido una buena situación, en una compañía industrial, pues era competente, y, además, un hombre casero, entregado a su mujer y a sus hijos. Siempre había sido aficionado a beber más de la cuenta, pero esto parecía algo que podía controlar a voluntad, unas licencias de fines de semana, en fiestas y reuniones familiares. Sin embargo, desde la muerte de su madre, año y medio atrás, esto había tomado proporciones. La mamá del tío Juan vino de Arequipa a vivir con él cuando se supo que tenía cáncer. Tocaba el piano maravillosamente y cuando yo iba a la casa de mis primas Nancy y Gladys, le pedía siempre a la señora Laura que tocara el vals Melgar, de Luis Duncker Lavalle, Blanca ciudad, y otras composiciones que nos recordaban a Arequipa. Era una mujer muy piadosa, que supo morir con compostura. Su muerte derrumbó al tío Juan. Permaneció encerrado en la sala de su casa, sin abrir, bebiendo, hasta perder el sentido. Desde entonces, solía beber así, horas de horas, días de días, hasta que a la persona bondadosa y bonachona que era sobrio, la reemplazaba un ser violento, que sembraba el miedo y la destrucción a su alrededor. Yo sufrí tanto como la tía Lala y mis primos con su decadencia, esas crisis en las que fue destruyendo sus muebles, entrando y saliendo de sanatorios -curas que intentaba una y otra vez y que eran siempre inútiles- y llenando de amargura y estrecheces a una familia a la que, sin embargo, adoraba.

El tío Pedro se había casado con una muchacha muy bonita, hija del administrador de la hacienda San Jacinto, y luego de haber pasado un año en Estados Unidos, ahora él y la tía Rosi vivían en la hacienda Paramonga, cuyo hospital dirigía. Esa familia iba muy bien. Pero el tío Jorge y la tía Gaby andaban como perro y gato, y su matrimonio parecía zozobrar. El tío Jorge había ido alcanzando cada vez mejores puestos. Con la prosperidad había contraído un apetito insaciable de diversión y de mujeres, y sus disipaciones eran fuente de continuos pleitos conyugales.

Los problemas familiares me afectaban mucho. Los vivía como si cada uno de esos dramas en los diferentes hogares de los Llosa me concernieran de la manera más íntima. Y con una bella dosis de ingenuidad creía que con la venida del tío Lucho todo se iba a arreglar, que gracias al gran desfacedor de entuertos la familia volvería a ser esa serena tribu indestructible, sentada alrededor de la larga mesa de Cochabamba, para el alborotado almuerzo de los domingos.

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