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En el año y pico que milité en Cahuide nuestras proezas revolucionarias fueron escasas: un frustrado intento de tachar a un profesor, un periodiquito del Centro Federado que apenas sobrevivió dos o tres números y una huelga sanmarquina de solidaridad con los obreros tranviarios. Además, una academia gratuita para los postulantes a San Marcos, que nos permitía reclutar adeptos, en la que di el curso de Literatura. El derecho de tachar a los malos profesores (que se convertiría en el de tachar a los reaccionarios) era una de las reivindicaciones de la reforma universitaria de los años veinte y estaba abolido desde el golpe militar de 1948. Tratamos de resucitarlo contra nuestro profesor de Lógica, el doctor Saberbein, no sé por qué, pues había peores que él en la facultad, pero fracasamos, pues, en dos asambleas tumultuosas, sus defensores resultaron más numerosos que los impugnadores.

En cuanto al periódico, mi memoria conserva sobre todo las agobiantes discusiones en Cahuide por una cuestión banal: si los artículos irían firmados o anónimos. Como todo lo que hacíamos, eso también fue objeto de análisis ideológicos, en los que las tesis de cada cual se desmenuzaban con argumentos clasistas y dialécticos. La acusación más grave era: subjetivismo burgués, idealismo, falta de conciencia clasista. Mis lecturas de Sartre y de Les Temps Modernes me ayudaron a ser menos dogmático que otros camaradas, y a veces me atrevía a esgrimir algunas críticas sartreanas al marxismo, despertando las iras de Félix, quien, con la militancia, había ido volviéndose cada vez más inflexible y ortodoxo. Duró varios días el debate sobre las firmas, y en uno de esos intercambios Félix me lanzó una acusación devastadora: «Eres un subhombre.»

Pero, pese a discrepar en los debates internos de Cahuide (jamás en público), yo seguía queriéndolos a él y a Lea a sabiendas de que eso de querer a los amigos era burgués. Y me había dolido mucho que nos separaran, primero del círculo, y luego de la célula, quedándose Lea y Félix juntos. En las dos ocasiones me había parecido que Félix, de manera imperceptible para quien no tuviera las antenas muy alertas, había manipulado esa separación a la vez que, en apariencia, parecía resignarse a ella. Como soy de naturaleza desconfiada y susceptible, me dije que estaba fabricando conspiraciones por la envidia que me daba el que ellos siguieran juntos. Pero no podía dejar de pensar que, con esa inflexibilidad última, Félix había tal vez tramado aquella separación para foguearme, curándome del sentimentalismo, una de mis más perseverantes taras de clase…

Pese a ello seguíamos viéndonos mucho. Yo los buscaba todas las veces que podía. Una tarde -habrían pasado seis u ocho meses desde que nos conocimos- Lea me dijo que quería hablarme. Fui a su casa, en Petit Thouars, y estaba sola. Salimos a caminar por el centro de la avenida Arequipa, bajo los altos árboles, entre la doble hilera de automóviles que subían al centro o bajaban hacia el mar. Lea estaba nerviosa. La sentía temblar en su ligero vestido y, aunque en la penumbra apenas podía ver sus ojos -era el comienzo del anochecer-, yo sabía que debía tenerlos brillantes y algo húmedos, como siempre que algo la atormentaba. Yo estaba muy nervioso también, esperando oírle decir lo que iba a decirme. Por fin, después de un largo silencio, con una voz muy delgadita, pero sin buscar las palabras, porque sabía escogerlas siempre bien, para conversar o discutir, me contó que Félix se le había declarado la noche anterior. Que estaba enamorado de ella hacía tiempo, que ella era más importante para él que todo, incluso el partido… Se me retorcía el estómago y me maldecía por haber sido tan cobarde y no haberme atrevido a hacer, antes, lo que ahora había hecho Félix. Pero cuando Lea terminó de hablar y me confesó que, por lo unidos que éramos, había sentido la obligación de contarme lo ocurrido, pues no sabía qué hacer, yo, con el masoquismo que suele apoderarse de mí en ciertas ocasiones, me apresuré a animarla: debía aceptarlo, qué duda iba a caber de que Félix la quería. Ésa resultó la noche más desvelada de mis años sanmarquinos.

Seguimos viéndonos con Félix y con Lea, pero nuestra relación se fue enfriando. Con el pudor que en estos asuntos personales observaban los revolucionarios, que ambos fueran ahora enamorados o novios o pareja (no sé qué, en verdad), era invisible a simple vista, pues, salvo ir juntos, jamás se los veía de la mano, ni tener el uno hacia el otro algún gesto que delatara entre ellos una relación sentimental. Pero yo sabía que existía y aunque lo disimulaban muy bien cada vez que estaba con ellos, sentía en el estómago ese vacío con cosquillas de los burgueses despechados.

Algún tiempo después -quizás uno o dos años después- escuché sobre ellos una historia contada por alguien que no podía sospechar lo enamorado que yo había estado de Lea. Ocurrió en la célula a la que ellos pertenecían. Habían tenido alguna disputa personal, algo más grave que una simple pelea. En la reunión de la célula, súbitamente, Lea acusó a Félix de actuar con ella como un burgués y pidió que su conducta se analizara políticamente. El asunto tomó por sorpresa a los demás y la sesión terminó en un psicodrama, con Félix haciendo su autocrítica. Por una razón que no puedo explicar, ese episodio, del que tuve noticias tardías y acaso deformadas, me ha acompañado a lo largo de los años y muchas veces he tratado de recomponerlo, y adivinar su contexto y reverberaciones.

Cuando me aparté de Cahuide, a mediados del año siguiente, 1954, ya casi no veía a Lea y a Félix, y desde entonces prácticamente no los vi más. No volvimos a conversar ni a buscarnos los años siguientes en San Marcos, cambiando, a lo más, un saludo cuando nos cruzábamos a la entrada o salida de clases. Mientras viví en Europa, apenas supe de ellos. Que se habían casado y tenido hijos, que ambos, o por lo menos Félix, había seguido la fracturada trayectoria de tantos militantes de su generación, yéndose y regresando al partido, liderando o sufriendo las divisiones, fraccionamientos, reconciliaciones y nuevas divisiones de los comunistas peruanos en las décadas de los cincuenta y los sesenta.

En 1972, con motivo de la visita del presidente Salvador Allende a Lima, me los encontré a ambos, en la embajada de Chile, en una recepción. Entre el gentío, apenas pudimos cambiar unas palabras. Pero tengo presente la broma de Lea, refiriéndose a Conversación en La Catedral -«Esos demonios tuyos…»-, novela en la que, transfigurados, aparecen algunos episodios de nuestros años sanmarquinos.

Luego, transcurrieron dieciocho o veinte años sin saber más de ellos. Y un buen día, en el curso de la campaña electoral, en vísperas del lanzamiento de mi candidatura en Arequipa, en mayo de 1989, las secretarias me alcanzaron, en la lista de periodistas que me pedían entrevistas, el nombre de Félix. Se la concedí de inmediato, preguntándome si sería él. Era él. Con casi cuatro décadas más encima, pero todavía idéntico al Félix de mi memoria: suave y conspiratorio, con la misma modestia y abandono en el atuendo y la misma acuciosidad a la hora de preguntar, la siempre excluyente perspectiva política a flor de labios y escribiendo para un periodiquito tan marginal y precario como aquel que sacamos juntos en San Marcos. Me emocionó verlo y me imagino que él también se emocionó. Pero ninguno dejó que el otro notara esos rescoldos de sensiblería.

En Cahuide el único episodio que me dio la sensación de estar trabajando por la revolución fue la huelga de San Marcos en solidaridad con los tranviarios. El sindicato estaba controlado por militantes nuestros. La fracción estudiantil se volcó entera a conseguir que la Federación de San Marcos se adhiriera a la huelga, y lo logramos. Fueron unos días exaltantes porque, por primera vez, los miembros de mi célula teníamos ocasión de trabajar fuera de San Marcos ¡y con obreros! Asistíamos a las sesiones del sindicato y sacábamos con ellos, en una pequeña imprenta de La Victoria, un boletín diario que repartíamos en los paraderos donde se amontonaba la gente que se había quedado sin transporte. Y en esos días, también, tuve ocasión de descubrir, en las reuniones del comité de huelga, a algunos miembros de Cahuide que no conocía.

¿Cuántos éramos? Nunca lo supe, pero sospecho que apenas unas pocas decenas. Como no supe tampoco, nunca, quién era nuestro secretario general ni quiénes conformaban el comité central. La dura represión de esos años -sólo a partir de 1955 se relajaría el sistema de seguridad, luego de la caída de Esparza Zañartu- exigía el secreto en el que actuábamos. Pero él tenía también que ver con la naturaleza del partido, su predisposición conspiratoria, esa vocación clandestina que nunca le había permitido -pese a que hablábamos tanto de ello- ser un partido de masas.

Fue esto, en parte, lo que me hartó de Cahuide. Cuando dejé de asistir a mi célula, hacia junio o julio de 1954, hacía tiempo que me sentía aburrido por la inanidad de lo que hacíamos. Y no creía ya una palabra de nuestros análisis clasistas y nuestras interpretaciones materialistas que, aunque no se lo dijera de manera tajante a mis camaradas, me parecían pueriles, un catecismo de estereotipos y abstracciones, de fórmulas -«oportunismo pequeño burgués», «revisionismo», «interés de clase», «lucha de clases»- que se usaban como comodines, para explicar y defender las cosas más contradictorias. Y, sobre todo, porque había en mi manera de ser -en mi individualismo, en mi creciente vocación por escribir y en mi naturaleza díscola- una incapacidad visceral para ser ese militante revolucionario paciente, incansable, dócil, esclavo de la organización, que acepta y practica el centralismo democrático -una vez tomada una decisión todos los militantes la hacen suya y la aplican con fanática disciplina- contra el que, aunque aceptara de boca para afuera que era el precio de la eficacia, todo mi ser se rebelaba.

Y también jugaron un papel en mi apartamiento de Cahuide las discrepancias ideológicas, que me venían, sobre todo, de Sartre y de Les Temps Modernes, de los que era lector devoto. Pero creo que esto fue algo secundario. Pues, con todo lo que pude leer en los círculos de estudios, lo que llegué a saber entonces de marxismo fue fragmentario y superficial. Sólo en los años sesenta, en Europa, haría un esfuerzo serio para leer a Marx, Lenin, Mao y a marxistas heterodoxos como Lukács, Gramsci y Goldmann o el superortodoxo Althusser, animado por el entusiasmo que despertó en mí la revolución cubana, la que, a partir de 1960, resucitó ese interés por el marxismo-leninismo que, desde que me aparté de Cahuide, creía cancelado.

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