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Mareado, dolorido, con vómitos, recordaba como un mal sueño el regreso a Pont-Aven en un coche de caballos que en cada hueco o barquinazo lo hacía aullar. Para adormecerlo, le alcanzaban traguitos de un aguardiente amargo, que le raspaba la garganta.

Guardó cama dos meses, en un cuartito de techo bajísimo y ventanas pigmeas de la pensión Gloanec, convertida en enfermería. El médico lo descorazonó: con la tibia rota era impensable que regresara a París, o, incluso, intentara ponerse de pie. Sólo el reposo absoluto permitiría que el hueso volviera a su sitio y soldara; de todos modos, quedaría cojo y en adelante debería usar bastón. De esas ocho semanas inmovilizado en una cama, recordarías el resto de tu vida los dolores, Paul. Mejor dicho, un solo dolor, ciego, intenso, animal, que te empapaba de sudor o te hacía tiritar, sollozar y blasfemar enloquecido, sintiendo que perdías la razón. Calmantes y analgésicos no servían de nada. Sólo el alcohol, que bebías en esos meses casi sin parar, te atontaba y sumía en breves intervalos de calma. Pero, pronto, ni siquiera el alcohol apaciguaba ese tormento que te hacía implorar al médico -venía una vez por semana-: «¡Córteme la pierna, doctor!». Cualquier cosa, con tal de poner fin al suplicio infernal. El médico se decidió a prescribirte el láudano. El opio te adormecía; en el atontamiento vago, en esos lentos remolinos de paz, te olvidabas de tu tobillo y de Pont-Aven, del incidente de Concarneau y de todo. Sólo quedaba en la mente un pensamiento fijo: «Es un aviso. Parte cuanto antes. Vuelve a la Polinesia y no regreses a Europa nunca más, Koke».

Luego de un tiempo incalculable, después de una noche en la que, por fin, durmió sin pesadillas, una mañana se despertó, lúcido. El irlandés O'Conor montaba guardia junto a su cama. ¿Qué era de Annah? Tenía la impresión de no haberla visto hacía muchos días.

– Se fue a París -le dijo el irlandés-. Estaba muy triste. No podía seguir aquí, desde que los vecinos envenenaron a Taoa.

Eso era, al menos, lo que la Javanesa suponía. Que los vecinos de Pont-Aven, que odiaban a Taoa tanto como a ella, le habían preparado a la manita ese menjunje con plátanos que le produjo una indigestión que la mató. En vez de enterrarla, Annah evisceró al animalito con sus propias manos, entre sollozos, y se llevó los restos consigo, a París. Paul recordó a Titi Pechitos cuando, harta del aburrimiento de Mataiea, lo dejó para regresar a las noches agitadas de Papeete. ¿Volverías a ver a la traviesa Javanesa? Seguro que no.

Cuando pudo levantarse -en efecto, cojeaba, y le era indispensable el bastón-, antes de regresar a París, tuvo que asistir a unas diligencias policiales sobre la pelea de Concarneau. No se hacía ilusiones con los jueces, coterráneos de los agresores y probablemente tan hostiles como ellos a los bohemios perturbadores de su tranquilidad. Los jueces, por supuesto, absolvieron a todos los pescadores, con una sentencia que era una burla al sentido común, y le dieron como reparación una suma simbólica, que no cubría ni la décima parte de los gastos de su cura. Partir, partir cuanto antes. De Bretaña, de Francia, de Europa. Este mundo se había vuelto tu enemigo. Si no te dabas prisa, acabaría contigo, Koke.

La última semana en Pont-Aven, reaprendiendo a caminar -había perdido doce kilos-, llegó a visitarlo, desde París, un joven poeta y escritor, Alfred Jarry. Lo llamaba «maestro» y lo hacía reír con sus disparates inteligentes. Había visto sus cuadros donde Durand- Ruel y en casas de coleccionistas, y le demostraba desbordante admiración. Había escrito varios poemas sobre sus cuadros, que le leyó. El muchacho lo escuchaba despotricar contra el arte francés y europeo, con beata devoción. A él y a los otros discípulos de Pont-Aven, que lo despidieron en la estación, los invitó a seguido a Oceanía. Formarían, juntos, ese Estudio de los Trópicos con el que soñaba el Holandés Loco allá en Arles. Trabajando a la intemperie, viviendo como paganos, revolucionarían el arte, inyectándole la fuerza y la audacia que había perdido. Todos juraron que sí. Lo acompañarían, partirían con él a Tahití. Pero, en el tren, rumbo a París, adivinó que no cumplirían su palabra ellos tampoco, como no la habían cumplido, antes, sus antiguos compañeros Charles Laval y Émile Bernard. A este simpático grupo de Pont-Aven tampoco volverías a vedo, Paul.

En París, todo fue de mal en peor. Parecía imposible que las cosas se agravaran aún más después de esos meses de convalecencia en Bretaña. En los medios artísticos reinaban el recelo y la incertidumbre, por la despreciable política. Desde el asesinato, por un anarquista, del presidente Sadi Carnot, el clima represivo, las delaciones y persecuciones llevaron a exiliarse a muchos de sus conocidos y amigos (o ex amigos) simpatizantes de los anarquistas, como Camille Pissarro, u opositores al gobierno, como Octave Mirbeau. Había pánico en los medios artísticos. ¿ Te traería problemas ser nieto de Flora Tristán, una revolucionaria y anarquista? La policía era tan estúpida que tal vez te tenía fichado como subversivo, por razones hereditarias.

Su ingreso al taller de la rue Vercingétorix, número 6, le deparó una soberbia sorpresa. No contenta con mandarse mudar dejándolo medio muerto allá en Bretaña, Annah, ese diablillo con faldas, había saqueado el estudio, llevándose muebles, alfombras, cortinas, los adornos y las ropas, objetos y prendas que seguramente había ya subastado en el Mercado de las Pulgas y en las covachas de los usureros de París. Pero -¡suprema humillación, Paul!- no se llevó un solo cuadro, ni un dibujo, ni un cuaderno de apuntes. Los dejó como trastos inservibles, en esa estancia ahora totalmente vacía. Luego de una explosión de cólera con maldiciones, Paul se echó a reír. No sentías la menor animadversión hacia esa magnífica salvaje. Ella sí que lo era, Paul. Una salvajita de verdad, hasta el tuétano, de cuerpo y alma. Tenías bastante que aprender todavía, para estar a su altura.

Los últimos meses en París, preparando su regreso definitivo a Polinesia, echó de menos a ese ventarrón que se hacía pasar por javanesa, y era acaso malasia, india, quién sabe qué. Para consolarse de su ausencia, allí había quedado su retrato desnuda, al que, contemplado en estado de trance por Judith, la hija de los Molard, se dedicó a retocar, hasta sentir que lo había terminado.

– ¿Te ves ahí, Judith, al fondo, asomando en ese muro rosa, como una doble de Annah, en blanco y rubio?

Por más que abría mucho los ojos y escudriñaba largo rato la tela, Judith no alcanzaba a distinguir esa silueta, detrás de la de Annah, que le señalaba Paul. Pero, no mentías. Los contornos de la chiquilla, que, para calmar a Ida, su madre, habías borrado con trementina y raspado con espátula, no habían desaparecido totalmente. Asomaban, de manera brevísima, como una aparición furtiva, mágica, a ciertas horas del día, con borrosa luz, cargando el cuadro de secreta ambigüedad, de misterioso trasfondo. Pintó el título, sobre la cabeza de Annah, en torno a unas frutas ingrávidas, en tahitiano: Aita tamari vahine Judith te parari.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó la chiquilla.

– «La mujer-niña Judith, aún sin desflorar» -tradujo Paul-. Ya ves, aunque a primera vista sea un retrato de Annah, la verdadera heroína de este cuadro eres tú.

Tumbado en el viejo colchón que los Molard le prestaron para que no durmiera en el suelo, muchas veces se dijo que esta tela sería el único buen recuerdo de su venida a París, tan inútil, tan perjudicial. Había terminado con los preparativos para el retorno a Tahití, pero tuvo que aplazar el viaje porque -«bien vengas mal si vienes solo», solía decir su madre, en Lima, cuando vivían de la caridad de la familia Tristán- las piernas se le llenaron de eczemas. El escozor lo atormentaba y las manchas se convirtieron en una placa de llagas purulentas. Debió internarse, tres semanas, en el pabellón de infecciosos de La Salpetriere. Dos médicos te confirmaron lo que ya sabías, aunque nunca aceptaste esa realidad. La enfermedad impronunciable, otra vez. Hacía sus repliegues, te daba vacaciones de seis, ocho meses, pero seguía, soterrada, su trabajo mortífero, emponzoñándote la sangre. Ahora se manifestaba en tus piernas, despellejándolas, erupcionándolas de cráteres sanguinolentos. Después, subiría a tu pecho, a tus brazos, alcanzaría tus ojos y quedarías en tinieblas. Entonces tu vida habría acabado, aunque siguieras vivo, Paul. La maldita tampoco se detendría allí. Continuaría hasta penetrar en tu cerebro, privarte de lucidez y de memoria, desquiciándote, antes de volverte un desecho despreciable, al que la gente escupe, del que todos se apartan. Te volverías un perro sarnoso, Paul. Para combatir la depresión, bebía, a escondidas, el alcohol que le llevaban Daniel, el caballero, y Schuff, el generoso, en termos de café o botellas de refrescos.

Salió de La Salpetriere con las piernas ya secas, aunque surcadas de cicatrices. Las ropas se le caían por la flacura. Con sus largos cabellos castaños, entre los que menudeaban hebras grises, sujetos por su gran gorro de astracán, la agresiva nariz quebrada sobre la cual titilaban, en perpetua excitación, sus pupilas azules, y la barbita de cabra en el mentón, su presencia seguía siendo imponente, y también sus gestos y ademanes, y las palabrotas con que acompañaba sus discusiones, cuando se reunía con sus amigos, en casa de ellos o en la terraza de algún café, pues en su estudio vacío ya no podía recibir a nadie. La gente solía volverse a mirado y a señalado, por su físico y sus excentricidades: la capa rojinegra que llevaba revoloteando, sus camisas de colorines tahitianos y su chaleco bretón, o sus pantalones de terciopelo azul. Lo creían un mago, el embajador de un exótico país.

La herencia del tío Zizi se redujo mucho con los gastos de hospital y médicos, de modo que se compró un pasaje de tercera, en The Australian, que, zarpando de Marsella el 3 de julio de 1895, cruzaría el canal de Suez y llegaría a Sidney a principios de agosto. De allí tomaría una conexión a Papeete, vía Nueva Zelanda. Procuró, antes de embarcarse, vender los cuadros y esculturas que le quedaban. Hizo una exposición en su propio taller, a la que, ayudado por sus amigos, y por una esquela de invitación escrita en términos crípticos por el sueco August Strindberg, cuyas obras de teatro tenían mucho éxito en París, acudieron algunos coleccionistas. La venta fue magra. Hizo un remate en el Hotel Drouot de toda su obra restante, que resultó algo mejor, aunque por debajo de sus expectativas. Tenía tanta urgencia de llegar a Tahití, que no podía disimulado. Una noche, en casa de los Molard, el español Paco Durrio le preguntó por qué esa nostalgia de un lugar tan terriblemente alejado de Europa.

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