Pintar este cuadro fue tu respuesta a esas críticas y comentarios ofensivos que, desde la exposición en Durand-Ruel, oías y leías por doquier sobre tus pinturas tahitianas. Ésta no era una tela pintada por un civilizado, sino por un salvaje. Por un lobo de dos patas y sin collar, sólo de paso en la prisión de cemento, asfalto y prejuicios que era París, antes de retornar a tu verdadera patria, en los Mares del Sur. Los refinados artistas parisinos, sus relamidos críticos, sus educados coleccionistas, se sentirían agraviados en su sensibilidad, su moral, sus gustos, con este desnudo frontal de una muchacha, que, además de no ser francesa, europea ni blanca, tenía la insolencia de lucir sus tetas, su ombligo, su monte de Venus y el mechón de vellos de su pubis, como desafiando a los seres humanos a venir a cotejarse con ella, a ver si alguien podía enfrentarle una fuerza vital, una exuberancia y sensualidad comparables. Annah no se proponía ser lo que era, ni siquiera se daba cuenta del poder incandescente que le venía de su origen, de su sangre, de los indomesticados bosques donde había nacido. Igual que una pantera y un caníbal. ¡Qué superioridad sobre las escleróticas parisinas, muchacha!
No sólo el cuerpo que iba apareciendo en la tela -la cabeza más oscura que el ocre enardecido, con reflejos dorados, de su torso y sus muslos y los grandes pies de uñas como garras de fiera- era una provocación; también su entorno, lo menos armonioso que cabía imaginar, con ese sillón chino de terciopelo azul en el que habías sentado a Annah en una postura sacrílega y obscena. En los brazos de madera del sillón, los dos ídolos tahitianos de tu invención insurgían, a ambos flancos de la Javanesa, como una abjuración del Occidente y su remilgada religión cristiana, en nombre del pujante paganismo. Y, también, la insólita presencia, en el cojincillo verde donde reposaban los pies de Annah, de esas florecillas luminosas que merodeaban siempre por tus telas, desde que descubriste los grabados japoneses, cuando empezabas a pintar. Estudiando el simbolismo y la sutileza de esas imágenes tuviste, por primera vez, la adivinación de lo que, ahora, por fin, veías muy claro: que el arte europeo estaba enclenque, afectado también de la tuberculosis pulmonar que mataba a tantos artistas, y que sólo un baño revivificador, venido de esas culturas primitivas no aplastadas aún por Europa, donde el Paraíso era todavía terrenal, lo sacaría de la decadencia. La presencia en la tela de Taoa, la manita colorada, a los pies de Annah, en una actitud entre pensativa y negligente, reforzaba el inconformismo y la soterrada sexualidad que bañaba todo el cuadro. Hasta esas manzanas aéreas que sobrevolaban la cabeza de la J avanesa, en la rosada pared del fondo, violentaban la simetría, las convenciones y la lógica a las que rendían un culto beato los artistas parisinos. ¡Bravo, Paul!
El trabajo, lentísimo por la vocación peripatética de Annah, resultó estimulante. Era bueno volver a pintar con convicción, sabiendo que no sólo pintabas con tus manos, también con los recuerdos de los paisajes y gentes de Tahití -sentías una irreprimible nostalgia de ellos, Paul-, con sus fantasmas, y, como le gustaba decir al Holandés Loco, con tu falo, el que, a veces, en plena sesión de trabajo, se enardecía con la visión de la chiquilla desnuda, y te empujaba a tornada en brazos y llevarla a la cama. Pintar, luego de hacer el amor, con ese olor seminal en el ambiente, te rejuvenecía.
Desde que volvió de Tahití había escrito a la Vikinga que, apenas vendiera algunos cuadros y tuviera para el pasaje, iría a Copenhague a vedas a ella y a los chicos.
Mette le contestó una carta sorprendida y dolida de que, apenas pisó Europa, no hubiera volado a ver a su familia. La inercia lo ganaba cada vez que le venía a la mente la imagen de su mujer e hijos. ¿Otra vez eso, Paul? ¿Ser de nuevo un padre de familia, tú? Los trámites judiciales para cobrar la pequeña herencia del tío Zizi, la aparición de Annah en su vida y los deseos de volver a pintar que ella le despertó, fueron postergando el reencuentro familiar. Al llegar la primavera decidió, de manera intempestiva, llevarse a Annah a Bretaña, al antiguo refugio de Pont Aven, donde pasó tantas temporadas y comenzó a ser un artista. No era sólo un retorno a las fuentes. Quería recuperar los cuadros pintados allí en 1888 y 1890, que dejó a Marie- Henry, en Le Pouldu, en prenda de la pensión que, debido a su insolvencia crónica, había pagado tarde, mal o nunca. Ahora, gracias a los francos del tío Zizi podría cancelar aquella deuda. Recordabas esas telas con aprensión, pues eras ahora un pintor más cuajado que aquel ingenuo que fue a Pont-Aven creyendo que en la Bretaña profunda, misteriosa, creyente y tradicional, encontrarías las raíces del mundo primitivo que la civilización parisina resecó.
Su llegada a Pont-Aven causó verdadera conmoción. No tanto por él como por Annah, y por las piruetas y chillidos de Taoa, que había aprendido a saltar de la cabeza de su ama a los hombros de Paul y viceversa, manoteando. Nada más llegar, supo que, en Egipto, había muerto Charles Laval, el amigo con quien compartió la aventura de Panamá y la Martinica, y que su esposa, la bella Madeleine Bernard, se hallaba muy enferma. Esa noticia lo deprimió tanto como recordar a sus viejos amigos artistas con los que había vivido años atrás las ilusiones de Bretaña: Meyer de Haan, recluido en Holanda y entregado al misticismo; Émile Bernard, también retirado del mundo, volcado en la religión y ahora hablando y escribiendo contra ti, y el buen Schuff, allá en París, dedicando sus días, en vez de pintar, a peleas domésticas con su mujer.
Pero, en Pont-Aven encontró otros amigos, pintores jóvenes que lo conocían y admiraban, por sus cuadros y por su leyenda de explorador de lo exótico, que abandonó París para buscar inspiración en los lejanos mares de la Polinesia: el irlandés Roderic O'Conor, Armand Seguin y Émile Jourdan, quienes, al igual que sus amantes o esposas, lo recibieron con los brazos abiertos. Se disputaban por halagarlo, y se mostraron tan obsequiosos con Annah como con él. En cambio, Marie-Henry, Marie la Muñeca, la del albergue de Le Pouldu, pese a haberlo saludado de manera afectuosa, fue terminante: los cuadros no eran prestados ni empeñados. Eran el pago por el cuarto y la pensión. No se los devolvería. Porque, aunque, según decían, ahora no valían gran cosa, en el futuro tal vez sí. No hubo nada que hacer.
La cordial acogida que Paul y Annah recibieron de los vecinos de Pont-Aven, sin embargo, mudó con el paso de los días en una actitud distante, y, luego, de sorda hostilidad. La razón eran las chiquillerías, escándalos y bromas, a veces de subido mal gusto, con que O'Conor, Seguin, Jourdan y otros jóvenes artistas instalados en PontAven, se divertían, azuzados por Annah, feliz con los excesos de esos bohemios. Se emborrachaban y salían a la calle a hacer pasar malos ratos a las señoras del vecindario; improvisaban mojigangas en las que la Javanesa era la heroína. Las expresiones y poses descaradas de Annah y su risa torrencial, dejaban estupefactos a los vecinos, que, en las noches, desde las ventanas de sus casas les afeaban su conducta, mandándolos callar. Paul participaba de lejos, como espectador pasivo, en estas farsas. Pero su presencia era un silencioso aval a las locuras de sus discípulos, y las gentes de Pont-Aven lo hacían a él, por su edad y autoridad, el responsable.
El escándalo más comentado fue el de los pollos, concebido por la incorregible Javanesa. Ella convenció a los jóvenes discípulos de Paul -así se proclamaban ellos mismos- que se metieran a escondidas en el gallinero del tío Gannaec, el mejor provisto de la localidad, y, cambiándoles el agua por sidra, emborracharan a los pollitos. Luego, les rociaron botes de pintura, abrieron el gallinero y los ahuyentaron hacia la plaza, donde, en plena retreta del domingo, irrumpió aquella alucinante procesión de aves zigzagueantes y ruidosas, multicolores, que piaban con estruendo y daban vueltas sobre sí mismas o rodaban, desbrujuladas. La indignación del pueblo fue estentórea. El alcalde y el párroco dieron sus quejas a Gauguin y lo exhortaron a poner freno a esos alocados. «Cualquier día, esto terminará mal», sentenció el párroco.
En efecto, terminó muy mal. Semanas después del episodio de los pollos ebrios y pintarrajeados, el soleado 25 de mayo de 1894, todo el grupo -O'Conor, Seguin, Jourdan y Paul, más sus respectivas amantes o esposas, y Taoa-, aprovechando el excelente tiempo decidió hacer un paseo a Concarneau, antiguo puerto pesquero, a doce kilómetros de Pont-Aven, que conservaba las viejas murallas y las casas de piedra del barrio medieval. Desde que entraron al paseo marítimo, contiguo al puerto, Paul tuvo el presentimiento de que algo desagradable iba a ocurrir. Las tabernas estaban repletas de pescadores y marineros que, en las terrazas, bajo el espléndido sol, bajaban sus jarras de sidra y cerveza para ver pasar, con los ojos aletados, a ese grupo estrafalario de hombres con los cabellos larguísimas, de atuendos estridentes, y señoras llamativas, entre las cuales, contoneándose como una artista de circo, una negra tiraba de una cuerda a un mono chillón y les mostraba los dientes. Escucharon exclamaciones de sorpresa, de disgusto, advirtieron gestos amenazadores: «¡Fuera, payasos!». A diferencia de las de Pont-Aven, las gentes de Concarneau no estaban acostumbradas a los artistas. Y menos a que una negra diminuta les hiciera morisquetas.
A la mitad del paseo marítimo una nube de chiquillos los rodeó. Los miraban con curiosidad, algunos sonreían, otros les decían en su crujiente bretón cosas que no parecían muy cordiales. De pronto, empezaron a tirarles piedrecitas, guijarros, que llevaban en los bolsillos. Apuntaban sobre todo a Annah y a la manita, que, asustada, se estrechaba contra las faldas de su ama. Paul vio que Armand Seguin se apartaba del grupo, corría, alcanzaba a uno de los chicos que los apedreaban y lo sacudía de una oreja.
Entonces todo se precipitó de una manera que Paul recordaría después como vertiginosa. Varios pescadores de la taberna más cercana se pusieron de pie y vinieron hacia ellos a la carrera. En pocos segundos, Armand Seguin volaba por los aires, sacudido a empellones por un hombrón con zuecos y gorra marinera que rugía: «A mi hijo sólo le pego yo». Cayendo y trastabillando, Armand retrocedió, retrocedió, y terminó rodando al espumoso mar que golpeaba el parapeto. Reaccionando con ímpetu juvenil, Paul descargó su puño contra el agresor, al que vio desmoronarse, rugiendo, con las dos manos en la cara. Fue lo último que vio, pues, segundos después, caía sobre él un remolino de hombres en zuecos que lo golpeaban y pateaban desde todas las direcciones y en todo su cuerpo. Se defendió como pudo, pero resbaló y tuvo la seguridad de que su tobillo derecho, triturado y cercenado, se partía en cuatro. El dolor le hizo perder el sentido. Cuando abrió los ojos, resonaban en sus oídos alaridos de mujeres. Arrodillado a sus pies, un enfermero le señalaba en su pierna desnuda -le habían cortado el pantalón para examinarlo- un hueso saliente y astillado, que asomaba entre carne sanguinolenta. «Le han roto la tibia, señor. Tendrá que guardar mucho reposo.»