Cuando la llamó el juez de instrucción, su popularidad en Lyon era aún más grande. La gente la rodeaba en la calle, y, aunque algunos burgueses le torcían los ojos y algunas burguesas osaban decide «Lárguese de aquí y déjenos en paz», la mayoría la saludaba con palabras amables. Tal vez esa popularidad hizo que el juez de instrucción, monsieur François Demi, decretara, luego de interrogada dos horas -una amable conversación-, que no había lugar a proceso y que la policía le devolviera los papeles incautados.
«Estas últimas semanas he estado sencillamente soberbia», se dijo Flora, al recobrar sus cuadernos, cartas y agendas, que el propio comisario Bardoz le entregó, disgustado. Sí, sí, Florita. En cinco semanas en Lyon habías hecho apostolado ante centenares de obreros, enriquecido tus estudios sociales sobre la injusticia, instalado un comité de quince personas, y, por sugerencia de los propios trabajadores, se hallaba en marcha una tercera edición de La Unión Obrera , que se vendería a un precio muy bajo, de modo que estuviera al alcance de los bolsillos más humildes.
Su palabra llegó incluso al corazón del enemigo, la Iglesia. La última reunión que tuvo en la región fue sorprendente. Con mucho secreto, unos curas que vivían en comunidad, en Oullins, bajo la dirección del abate Guillemain de Bordeaux, la invitaron a visitarlos, pues «compartían con ella muchas ideas». Fue por curiosidad, sin esperar gran cosa del encuentro. Pero, para su asombro, en el castillo de Perron, en Oullins, la recibió un grupo de religiosos revolucionarios. Se llamaban a sí mismos «los curas rebeldes». Habían leído y discutido a Proudhon, Saint-Simon, CabeTy Fourier. Pero su guía y mentor era el padre Lamennais de la última época, el sacerdote rechazado por el Vaticano, el partidario de la República, adversario y fustigador de la monarquía y la burguesía, defensor de la libertad de cultos y de reformas sociales. Como Saint-Simon y como Flora, estos «curas rebeldes» creían que la revolución debía conservar a Cristo y a un cristianismo no corrompido por el autoritarismo de la Iglesia ni las prebendas del poder. La velada resultó entretenida y Flora se despidió de los curas rebeldes diciéndoles que también habría sitio para ellos en la Unión Obrera, y aconsejándoles, medio en broma medio en serio, que, ya que habían dado tantos buenos pasos, dieran uno más y se insubordinaran contra el celibato eclesiástico.
La separación de Eléonore Blanc, el día de su partida, fue penosa. La muchacha rompió en llanto. Flora la abrazó, diciéndole al oído algo que, mientras lo decía, la asustó: «Eléonore, te quiero más que a mi propia hija».