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Realizaba esas visitas por obligación moral -no se podía reformar lo que se desconocía-, con profundo disgusto. Desde los primeros tiempos de su matrimonio con André Chazal, el sexo la repelía. Antes incluso de adquirir una cultura política, una sensibilidad social, intuyó que el sexo era uno de los instrumentos primordiales de la explotación y dominación de la mujer. Por eso, aunque sin predicar la castidad o la reclusión monjil, siempre había desconfiado de las teorías que exaltaban la vida sexual, los placeres del cuerpo, como uno de los objetivos de la futura sociedad. Éste fue uno de los temas que la llevaron a apartarse de Charles Fourier, a quien, sin embargo, profesaba admiración y cariño. Curioso caso el del maestro; había llevado siempre, por lo menos en apariencia, una vida de total austeridad. Se lo tenía por misógino. Pero, en su diseño de la futura sociedad, el Edén venidero, la etapa de Armonía que sucedería a la Civilización, el sexo figuraba como protagonista. A ella le costaba aceptado. Aquello podía terminar en un verdadero aquelarre, pese a las buenas intenciones del maestro. Innecesario, absurdo, imposible organizar la sociedad de acuerdo al sexo, como pretendían ciertos fourieristas. En los falansterios, según el diseño de Fourier, habría jóvenes vírgenes, que prescindirían por completo del sexo, y vestales, que lo practicarían de manera moderada con los vesteles o trovadores, y mujeres todavía más libres, las damiselas, que harían el amor con los menestrales, y así sucesivamente, en un orden de libertad y exceso crecientes -las odaliscas, las faquiresas, las bacantes-, hasta las bayaderas, que practicarían el amor caritativo, acostándose con viejos, inválidos, viajeros, y, en general, seres a los que por su edad, mala salud o fealdad, la injusta sociedad actual condenaba a la masturbación o a la abstinencia. Aunque todo en esta organización fuese libre y voluntario -cada cual elegía a qué cuerpo sexual del falansterio quería pertenecer y podía abandonarlo a su albur- a Flora este sistema le parecía indebido, la hacía temer que, a su amparo, brotaran nuevas injusticias. En su proyecto de Unión Obrera no había recetas sexuales; salvo la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el derecho al divorcio, el tema del sexo se evitaba.

Lo que más la sobrecogía en la doctrina de Fourier era que, según éste, «toda fantasía es buena en materia de amor» y «todo el mundo tiene razón en sus manías amorosas porque el amor es esencialmente la pasión de la sinrazón». Le daba vértigo su defensa de «la orgía noble», los acoplamientos colectivos, y que, en la futura sociedad, los gustos minoritarios -él los llamaba unisexuales-, sádicos y fetichistas, no fueran reprimidos sino fomentados, para que cada cual encontrara su pareja afín, y pudiera ser feliz con su debilidad o capricho. Eso sí, sin hacer daño al prójimo, pues todo sería libremente elegido y consentido. Estas ideas de Fourier la escandalizaron tanto que, secretamente, le dio algo de razón al reformador Proudhon, un puritano que no hacía mucho, en 1842, en su Advertencia a los propietarios, acusó a los falansterianos de «inmoralidad y pederastia», El escándalo llevó a Victor Considérant a atenuar en los últimos tiempos las teorías sexuales del fundador.

Aunque reconocía y admiraba su audacia revolucionaria, a Flora la tolerancia libérrima de Charles Fourier en materia sexual la intimidaba. También la divertía, a veces. Ella y Olympia habían reído hasta el llanto una tarde, en medio de un encuentro amoroso, recordando la confesión del maestro de que tenía una «irreprimible inclinación por las lesbianas», y su afirmación según la cual sus cálculos e investigaciones le permitían afirmar que, en el mundo existían veintiséis mil colegas con la misma inclinación, con los que podía formar una asamblea o «cuerpo» en la futura sociedad de Armonía, en la que él y sus asociados podrían disfrutar sin trabas ni vergüenza de espectáculos sáficos. Las lesbianas que se exhibirían ante los felices mirones lo harían por su libre elección y porque, haciéndolo, practicarían su vocación exhibicionista. «¿Lo invitamos, mi reina?», se reía Olympia.

La manía clasificatoria de Charles Fourier ahora te merecía burlas, Florita, pero diez años atrás, al regresar del Perú, con qué alegría habías descubierto esa doctrina que reconocía la injusta situación de la mujer y del pobre, y se proponía repararla mediante la nueva sociedad que surgiría con la multiplicación de falansterios. La humanidad había dejado atrás las etapas iniciales, Salvajismo, Barbarie, Civilización, y ahora, gracias a las nuevas ideas, pronto ingresaría en la última: la Armonía. El falansterio, con sus cuatrocientas familias, de cuatro miembros cada una, constituiría una sociedad perfecta, un pequeño paraíso organizado de manera que desaparecieran todas las fuentes de la infelicidad. La justicia era inservible, a menos que trajera la dicha a los seres humanos. El maestro Fourier lo había previsto y prescrito todo. En cada falansterio se pagaría más los trabajos más aburridos, estúpidos y sacrificados, y menos los más divertidos y creativos, ya que ejercer estos últimos constituía un placer en sí mismo. Por tanto, un carbonero o un hojalatero estarían mejor retribuidos que un médico o un ingeniero. Cada limitación o vicio serían aprovechados en beneficio de la sociedad. Como a los niños les gustaba embarrarse, ellos se encargarían de recoger las basuras en los falansterios. Esto le pareció a Flora, al principio, el colmo de la sabiduría. Como, también, la fórmula de Fourier para que hombres y mujeres no se mediocrizaran haciendo siempre lo mismo: rotar de trabajo en trabajo, a veces en un mismo día, para que no los apolillara la rutina. De jardinero a profesor, de albañil a abogado, de lavandera a actriz, nunca nadie se aburriría.

Sin embargo, muchas afirmaciones contundentes del amable y compasivo Fourier terminaron por alarmada. Asegurar: «Yo solo he conseguido confundir veinte siglos de imbecilidad política» era exagerado. El maestro presentaba como verdades científicas afirmaciones inverificables: que el mundo duraría, exactamente, ochenta mil años, y que, en ese tiempo, cada alma humana transmigraría ochocientas diez veces entre la Tierra y otros planetas, y viviría mil seiscientas veintiséis existencias diferentes. ¿Era eso ciencia o brujería? ¿No resultaba estrafalario? Por lo mismo, aunque sabía que sus conocimientos no igualaban ni de lejos los del fundador de la doctrina fourierista, se decía a sí misma que su propuesta de Unión Obrera era, precisamente por ser más modesta, más realista que la falansteriana.

Después de la visita al barrio de las rameras, fue aún peor recorrer La Antigualla, el hospital de locos y de prostitutas portadoras de enfermedades vergonzosas. U nos y otras andaban mezclados, entre los celadores embrutecidos y perversos, que molían a golpes a los locos que se paseaban semidesnudos y encadenados en un patio lleno de inmundicias, entre nubes de moscas, cuando chillaban demasiado. En los rincones, unas ruinas de mujeres escupían sangre o mostraban las pústulas de la sífilis, mientras trataban de entonar cánticos religiosos bajo la batuta de las hermanas de la Caridad, encargadas de la enfermería. El director del hospital, hombre amable, de ideas modernas, reconoció a Flora que, en la mayoría de los casos, la miseria había causado la enajenación de esos infelices.

– Lógico, doctor. ¿Sabe usted cuánto gana una obrera, en Lyon, por catorce o quince horas en el taller? Cincuenta centavos. La tercera o cuarta parte que el obrero, por el mismo trabajo. ¿Quién vive con eso al día, si tiene hijos que alimentar? Por eso muchas recurren a la prostitución, y acaban locas.

– Que no la oigan las hermanas -bajó la voz el doctor-. Para ellas la locura castiga el vicio. Su teoría les parecería poco cristiana.

No sólo en La Antigualla encontró Flora sacerdotes y religiosas. Estaban por todas partes. Lyon, ciudad de obreros revolucionarios, era, también, una ciudad clerical, que apestaba a incienso y sacristía. Entró y salió de muchas iglesias, llenas de pobres gentes fanatizadas, de rodillas, rezando o escuchando, sumisas, las asnerías oscurantistas que derramaban sobre ellas unos curas predicadores de la resignación y la servidumbre al poderoso. Lo más triste era comprobar que los pobres eran la inmensa mayoría de fieles. Para estudiar el fetichismo, subió, medio asfixiada por el esfuerzo, al pico más alto de Lyon, donde, en una pequeña capilla, se rendía culto a Notre Dame de Fourviere. La fealdad de la imagen la impresionó menos que el espectáculo de abyecta idolatría con que la masa de feligreses que habían subido como ella se empujaba y codeaba para acercarse y de rodillas tocar con la punta de los dedos la urna de la Virgen. ¡ La Edad Media, en el corazón de una de las ciudades más industrializadas y modernas del mundo!

De regreso al centro de Lyon, a medio camino de la montaña, trató de visitar un Depósito de Mendigos donde los pobres ancianos sin casa ni empleo podían refugiarse y obtener un techo, un plato de sopa y un entierro cristiano. No logró entrar. El local estaba custodiado por gendarmes con mosquetes. Divisó, por las rejas, a las hermanas de la Caridad, que tenían también, en la ciudad, escuelas para pobres. ¡Cuándo no! Hábitos y guardias brazo con brazo, para tener atrapados a los pobres, de la niñez a la ancianidad, a fin de enseñarles la sumisión con rezos y sermones, o imponiéndosela por la fuerza.

Qué distintas eran, en comparación con estas visitas de estudio, las reuniones con pequeños grupos de canutos de las sederías y demás obreros lioneses. A veces, las discusiones resultaban violentas. Flora salía de ellas fortalecida en sus convicciones, recompensada en sus esfuerzos. Una noche, en una reunión con obreros icarianos, seguidores de Étienne Cabet, cuya novela Viaje por ¡caria había reclutado en la región muchos seguidores para sus doctrinas llamadas comunistas, en medio de una fogosa polémica Flora se desmayó. Cuando abrió los ojos era el amanecer. Había pasado la noche en un taller de tejedores, tumbada en el suelo. Los obreros que dormían allí, se turnaron para cuidada, sobándole las manos y mojándole la frente. A una de las obreras, Eléonore Blanc, la había visto en otras reuniones. Flora advirtió en ella, además de la devoción con que la escuchaba, una mente muy ágil. Un pálpito le dijo que esta mujer todavía joven podía ser una de las dirigentes de la Unión Obrera en Lyon. La invitó al Hotel de Milan, a tomar el té. Conversaron varias horas, bajo las plácidas miradas de los policías encargados de vigilada. Sí, Eléonore Blanc era una mujer excepcional y formaría parte del comité organizador de la Unión Obrera de Lyon.

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