– ¡Vamos a la playa a ver salir la luna!
Lo propuso Anita, sentándose, sacudiendo la pinocha pegada a su vestido.
A Carlos estas ideas de su hermana le entusiasmaban. Martín les siguió corriendo, camino del portillo de las dunas. Carlos tuvo que descorrer el pesado cerrojo de aquella puerta que siempre cerraba Paco. En aquel momento Martín dijo que los días eran ahora tan cortos que casi no habían comenzado cuando se terminaban. Fue una exclamación llena de melancolía, pero sus amigos no le escucharon.
Los días eran cortos efectivamente. Al menos más cortos que a principios de verano. Pero hubo cuatro o cinco días tan hermosos que valían por todos los vividos. El baño de mar en el solarium, con más oleaje que en otros meses y el agua más caliente que en julio, era una hermosura.
Una de aquellas mañanas, Martín estaba tendido en la arena del solarium, cara al mar según la costumbre de Anita, y junto a sus amigos. El sol enjugaba las gotas de agua que se deslizaban por su cara y sus hombros. Anita estaba arrodillada a su lado, y Carlos, tendido junto a él, le miró sonriente. Martín dijo con voz ahogada:
– ¿Vosotros os dais cuenta de que sois felices? Yo me doy cuenta de la felicidad estos días. Cada minuto, cada segundo de estos días.
Carlos le miró. A Martín le pareció que Carlos iba a decirle algo muy importante. Carlos tenía las pupilas muy negras, achicándosele al sol como a los gatos. Mirando hacia aquellas pupilas Martín esperó.
Anita lo estropeó todo. Dio un leve tirón a los cabellos de Martín y lo llamó tonto.
– Eres un poco atrasado, martín pescador. Eres como un niño. Esas cosas las pensaba yo cuando era muy pequeña.
Carlos no dijo nada.
Y una tarde en que volvían de una visita a las gentes del faro, se acabó el verano de pronto. Se acabó el verano aunque la tarde era cálida y roja en el crepúsculo, aunque el jazmín olía con su olor de estío.
En la explanada, junto a la fuente seca de la casa del inglés, encontraron el taxi que el señor Corsi alquilaba en Murcia para toda su familia. Un coche enorme y polvoriento.
Anita y Carlos se precipitaron al interior de la casa llamando a su padre a gritos y Martín quedó solo en la explanada, y vio cómo cambiaban los colores del crepúsculo. Sin saber qué hacer se acercó al balancín de Frufrú. Se sentó allí y esperó a que le llamasen mientras una verde oscuridad sustituía al rojo inflamado del cielo.
Vio que se iluminaba el comedor de la casa a través de las rejas de la ventana. Vio una sombra de mujer que pasaba por allí sosteniendo una pila de ropa en las manos. Poco a poco se acostumbró a aquella mancha amarilla de luz del comedor. Estaba balanceándose suavemente, en el banco, entre la sombra. Cuando se encendió el farol que daba luz a la explanada el corazón empezó a latirle ásperamente. Pero no salió de la casa el señor Corsi, sino Carmen con una mesa plegable y un mantel, seguida de Frufrú que llevaba una bandeja llena de cristalería.
– Y no se ponga nerviosa, mujer. ¿No ha salido todo como usted quería? ¿Por qué tanto llorar? Le digo a usted que Corsi ha dicho que si usted no quiere que él se entere de nada, él no se ha enterado. ¿Qué más quiere?
Martín se puso en pie saliendo de la sombra y Carmen lanzó un pequeño grito apoyándose luego sobre la mesa que acababa de colocar.
– ¡Si es el pescador, mujer! Vaya, vaya a preparar todo a la cocina… Creí que te habías marchado, Martín. ¿Quieres saludar a Corsi? Ahora vendrá en seguida. Tenemos que cenar pronto para que Corsi y los ñiños se acuesten; salimos muy temprano por la mañana. Carmen, el chófer y yo tenemos tarea para rato. Y Corsi, pobrecillo, está rendido. Figúrate ñiño, que el pobre Corsi ha tenido que pagar lo que debíamos a todo el mundo esta tarde. Llegó tan cansado que daba pena. Se dio un baño y acababa de meterse en cama cuando llegaron esos demoños de Anita y Carlos a no dejarle descansar.
De pronto Frufrú dio una palmada con sus manitas como siempre que cambiaba de idea y dijo:
– Perdona, pescador. Soy una vieja charlatana y tengo mucho que hacer… Hasta luego, ñiño.
Se quedó solo otra vez, esperando. Tenía metido en los ojos el dibujo de aquella casa que veía enfrente, con sus viejos tejados, su torrecilla, sus ventanas enrejadas y la pintura roja y descascarillada en los lugares donde los muros no estaban cubiertos con enredaderas de jazmín o de flores azules. Aquella casa empezó a hacérsele extraña a Martín, extraña y enemiga. Carmen volvió a la explanada con una bandeja llena de platos y cubiertos que colocó en la mesa delante de Martín, pero sin decir a Martín una palabra. Luego se fue.
Se sentía terriblemente solo cuando oyó las voces del señor Corsi y de sus amigos. Instantáneamente recordó al señor Corsi y supo que iba a hablarle en su tono especial dirigiéndole aquellos vocablos italianos que no solía emplear con ninguna otra persona. «Senti, caro», «pescatore»… La frivolidad de lo que iba a decirle el señor Corsi le hizo daño al compararla con la amargura que sentía. Cuando vio la sombra de alguien que iba a salir de la casa; sin saber lo que hacía emprendió una retirada velocísima, corriendo pinos arriba, con desesperación, hasta llegar al muro de su casa.
Se detuvo jadeante, dándose cuenta de su absurdo. Se apoyó, contra aquel muro que había visto la paliza de don Clemente, tranquilizándose. Esperó la llamada de sus amigos. Escuchó a ver si oía el silbido de Carlos. Tenían que haberle visto correr si salieron en el momento que Martín pensaba.
No se oían más que los rumores de la noche. El cri-crí monótono de un solo grillo cerca de Martín. Por encima de los pinos Martín veía el guiño intermitente de la luz del faro. Según pasaban los minutos el cielo iba ganando en resplandor de estrellas y los pinos en oscuridad. Nadie llamó a Martín.
Aún no había sonado el toque de retreta. Faltaba mucho quizá para la cena de su casa. Pero él se decidió. Con los dientes apretados trepó por el muro que le separaba de su jardín.
Aquella noche casi no pudo dormir. Esperó mucho tiempo en la azotea una llamada, un aviso. Esperó bajo una agria luna en cuarto menguante a que los Corsi se acordasen de despedirse de él. Cuando se apagó aquella luz amarilla entre los pinos, que indicaba a Martín que aún había alguien despierto en la casa del inglés, Martín se fue a la cama. Durmió a ratos y algunas veces escuchó el llanto de su hermana en el piso de abajo. Se despertó con un sobresalto cuando apenas amanecía. Había oído en sueños el ruido de un motor de automóvil. Se puso en pie y salió a la azotea en calzoncillos, estremecido por el fresco mañanero.
Aunque venía del mar una luz verde y rosácea aún no había salido el sol. Los pájaros se despertaban en el bosque del inglés. Martín atendía a todos los rumores mirando fijamente hacia aquel bosque. Después corrió hacia la fachada delantera de su casa, desde donde veía al final de la callecita, la carretera.
No había nadie. Ningún vehículo turbaba la paz de aquella hora. Y sin embargo Martín supo que sus amigos se habían marchado ya. Se habían ido sin que él pudiese ver, siquiera, el automóvil que los llevaba.