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– Ya le diré a tu padre, sinvergüenza.

Al tiempo de decir esto don Clemente se puso en pie con una fuerza que no sospechaban y dio un puñetazo en un ojo de Martín. Entonces la debilidad de Martín se borró. Una furia como jamás había sentido se apoderó de él y pegó ciegamente. Carlos también pegaba. Anita a espaldas de don Clemente pegaba, tiraba de sus cabellos y le sujetaba también. El médico quedó vencido, temblando de rabia, con la corbata torcida y los pelos revueltos. Consciente del ridículo que hacía, no se le ocurrió otra cosa que tantear las paredes como si se hubiera quedado ciego cuando le soltaron los chicos y alejarse así, mascullando amenazas y maldiciones.

– Ya no matarás más perros -jadeó Carlos.

Anita le miraba marchar y cuando le vio desaparecer en el pinar se sentó en tierra riendo como una loca. Carlos se echó a reír también.

Martín se tocó una ceja donde el anillo de don Clemente había hecho una pequeña cortadura que sangraba.

– Me hubiera gustado más una pelea de hombre a hombre.

– Claro, y te hubiera ganado el viejo ese… Veremos lo que le cuenta a su mujer de los arañazos que lleva en la cara. Le he clavado las uñas varias veces.

– Se ensució en los pantalones, Ana, seguro que se ensució el tío cochino.

Martín seguía tanteando en su ceja y los dedos manchados de sangre los limpió en la cal del muro.

– No sé. A mí me da pena ahora.

– La venganza es el placer de los dioses y no de los maitines pescadores… Yo estoy contenta, ah. Yo estoy contenta… Anda, sube a tu azotea, Martín, y duerme tranquilo. Carlos me acompañará. El viejo sucio ha pagado por todos. Por lo que ha dicho su mujer de mí, y por la bofetada que me dio; por el sadismo de la cura de Carlos y por la muerte de Lobo también. Ha pagado por todo. Estoy temblando de alegría.

Martín trepó por la pared sintiéndose muy débil.

Cuando llegó a su cuarto y se tumbó en su cama, una mezcla de orgullo y de amargura le llenaba al pensar en la pelea. No podía dormirse y la ceja le empezaba a doler.

Carlos y Anita cogidos de la mano pasaron bajo el pino grande y Anita levantó la cabeza para ver el cielo de la noche entre las ramas. En la gruesa rama de arriba no había nadie. El bosque estaba vacío de cualquier otra vida que no fuera la del sueño o el acecho de los pequeños animales y pájaros que lo poblaban. En la gruesa rama del pino grande quedaba una cicatriz, un pequeño arañazo en la corteza del lugar en que estuvo clavada la navaja.

Anita se apoyaba en su hermano. Temblaba y de cuando en cuando la sacudía una risa de satisfacción cuando el chico le decía que había estado magnífica. Carlos le había echado el brazo sobre el hombro apretándola contra él. Llegaron muy despacio a la puerta de la casa y Anita la empujó abriéndola sin ruido. Quedaron los dos quietos en la oscuridad del recibidor un momento. Un olor a raíces, llenaba la casa como si fuera un viejo invernadero. Los ronquidos intermitentes de Frufrú tranquilizaron a los hermanos. Anita apretaba una mano de Carlos entre las suyas y el chico la siguió hasta la alcoba. Ella cerró la puerta. Por la ventana entraba la gran luz de la luna cortada por la sombra de las rejas.

– Quédate un rato conmigo, Carlos.

Fue un cuchicheo muy tenue, el que Carlos asintió. Terminaron tendiéndose los dos sobre la cama de Anita sin quitar la colcha, cogidos de la mano.

– La alegría no nos deja dormir -dijo ella muy bajito.

Carlos trataba de escuchar. No oía más que los rumores de la noche allá fuera, en el bosque y luego la respiración de Anita que se fue haciendo fuerte y pausada junto a su hombro. Carlos también quedó dormido.

Y Martín sin dormir durante mucho tiempo. No sabía por qué se sentía tan triste de haber vencido en la lucha contra el médico. Quizá -pensó- tenía razón Anita al decir que él no era de la raza de los vencedores, sino de la de los esclavos.

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