– No digas que no eres rico, papá.
– Voy a ponerme este chapean porque esos rayitos de sol, ¿eh? Esos rayitos le matan a uno. Estos sombrajos, ¿se llaman así?, no sirven para nada.
– Martín no sabe nada, papá. ¿Verdad que nunca te contamos lo de Tierra de Fuego, Martín? Anda, cuéntale lo de la Estancia y cómo parecía un mar el rebaño de ovejas y cómo iban los peones a caballo, delante, para que los caballos rompieran la escarcha con las patas y pudieran pastar las ovejas luego. Anda, cuéntalo. Martín no está aburrido, ¿verdad?. Martín negó con la cabeza su supuesto aburrimiento. Se notaba metido de lleno en aquel círculo de familia. Anita a un lado, Carlos a otro y él, Martín, en medio. Los tres arrodillados y sentados sobre sus talones entre aquel aire caliente bajo el sombrajo, entre infinitas flechas de sol que como había hecho notar el señor Corsi se filtraban entre las hojas de palma trenzada en el techo. Los tres como adorando al señor Corsi.
– Pescatore, estos muchachos sólo saben hablar de ellos mismos. Se figuran que a todos les interesan sus asuntos y no porque yo no les haya dicho que sus asuntos no interesan a nadie… Han dado una guerra este invierno que ríete de la guerra mundial, Martín. Expulsados del Liceo otra vez. Y aquí los tienes tan tranquilos… ¿Crees que aprendieron inglés al menos este invierno? No, señor, no aprendieron inglés. Pero no se puede con ellos. Les castiga uno a esta playa y están tan contentos… Hum, ¿no tienes sed, pescatore? Me estoy quedando afónico de sed.
– Carlos -ordenó Anita-, sube a casa y trae un refresco a papá. Hay hielo, que te ponga Frufrú mucho hielo en el vaso.
El señor Corsi detuvo a Carlos.
– Espera, espera. Después del baño… Aunque no creo que me decida a meterme en un agua con tanta sal. No soy amante de la naturaleza como estos hijos míos, pescatore.
Martín sonrió enseñando su blanca y fuerte dentadura para corresponder a la continua atención que el señor Corsi le dedicaba. No comprendía por qué el señor Corsi le llamaba pescador en italiano y caro, pero hasta estas originalidades aumentaban la delicia que sentía el muchacho. El señor Corsi se había quitado el sombrero para abanicarse un poco soplando suavemente y mirando con el ceño ligeramente fruncido hacia el mar.
– No, pescatore, no me gusta el frío, pero el calor lo soporto mejor en la ciudad que aquí. Creo que le pasa
al contrario a todo el mundo, sentí caro. ¿Sabes lo que significa conseguir hielo en este pueblo? Pues significa un triunfo personal… Pescatore, hoy comerás con nosotros. Tú eres de la familia.
Martín balbuceó una disculpa hablando confusamente de su padre y de su madrastra, para ocultar un placer que le azoraba.
– No nos tienen simpatía en casa de Martín, papa.
– No es extraño, no es extraño eso. Bien, trataré de convencer al señor pescatore papá.
– No -dijo Martín sugestionado por los ojos brillantes y la sonrisa del señor Corsi-, yo mismo iré a avisar a mi casa. Cuando suba a vestirme avisaré.
– Tendré mucho gusto en presentar mis respetos a tu padre. ¿Sabes, pescatore? Ahora bañaos tranquilamente que yo me daré un baño civilizado en casa con jabón y con colonia. El mar por un día perjudica más que beneficia… No, no me acompañéis, hijos, mal que bien sé andar entre la arena. En otras peores me he visto en la vida. Ayúdame a envolverme en la toalla, Carlos. Mucho gusto, pescatore, me ha encantado tu conversación.
Le estuvieron mirando durante medio minuto al menos mientras envuelto en el toallón a rayas se alejaba entre las dunas.
Cuando Martín entró en su casa por la puerta trasera vio que Adela estaba en el pasillo mirando por el ojo de la cerradura hacia el comedor. Se volvió al sentirle y le dijo que se diera prisa que le estaban esperando. Adela iba en quimono, como de costumbre, y estaba gruesa y como dislocada aquel verano. Al bajar Martín de la azotea la encontró en la misma postura y cuando se apartó para dejarle pasar se tapó la nariz mirándole como si Martín llevase la peste encima. Aquel año lo hacía siempre que el chico pasaba cerca de ella. Martín con un encogimiento de hombros pensó que era Adela quien olía mal, ella y sus conversaciones continuas sobre el color de la caca de la niña.
El señor Corsi estaba instalado junto a la mesa del comedor y saboreaba un vasito de vino servido por Eugenio. Hizo una seña de saludo con la mano cuando Martín entró, pero no interrumpió su conversación. Martín que había tenido miedo de que Eugenio no apreciase la gracia si el señor Corsi le llamaba pescatore, se tranquilizó en seguida.
– Sí, teniente Soto, sí. Usted ya sabe lo que pasa cuando un hombre se queda viudo. La casa está fría, desapacible, no hay verdadero calor de hogar, no hay ese orden, esa paz… Siento mucho que no esté en casa su encantadora esposa, me hubiera gustado saludarla. También me gustaría obsequiarles a ustedes cuando vuelva yo en otra ocasión y esa vieja bruja de Frufrú se arregle mejor con la comida.
El señor Corsi iba impecable, con una camisa de punto de seda de color granate con mangas sobre el codo, pañuelo de seda al cuello, pantalón blanco y reloj de oro en la muñeca. Eugenio le escuchaba con seriedad.
– También a nosotros nos gustaría invitarle a comer, hombre, pero Adela no se encuentra muy bien. Cosas de mujeres. Ahora tiene que quitar el pecho a la niña con eso del nuevo embarazo y está disgustada. Usted ha tenido hijos y ya sabe lo que pasa.
– Claro, Soto, claro. Pero yo le envidio a usted. Un hombre solo es una cosa muy triste. Y además esos niños mal educados, abandonados… Son malos, lo sé, pero no es suya toda la culpa. Su chico Martín que es un pequeño caballero ejerce sobre ellos una influencia beneficiosa. En cuanto a lo que me dijo de Anita y de lo que la criticaron en el pueblo, no crea usted que no estoy preocupado y que no le agradezco su interés. Este invierno tengo el proyecto de mandarla a un convento. Sí, un convento en Avila o en Toledo o en cualquiera de esas hermosas ciudades castellanas me ayudará a sujetar a esa loquilla. Nada, nada, Anita al convento y Carlos a los frailes. ¿Dice usted que no van a misa? Pues no me lo explico; Frufrú es muy religiosa. Le dará pereza esa carretera con tanto sol… En fin, tanto gusto en saludarle, Soto.
Cuando el señor Corsi se levantó de su asiento miró con aprensión el pañal sucio que había aplastado con sus posaderas durante la visita. Eugenio empezó a reír para ocultar su turbación.
– No, no se ha manchado usted, Corsi. Caca de niño no ofende, como dicen en mi pueblo.
La sonrisa del señor Corsi era un poco más difícil que en otras ocasiones. Pero al fin venció su amabilidad.
– Si no se ha manchado el pantalón, teniente, nada tenemos que lamentar.
Eugenio acompañó al señor Corsi y a su hijo hasta el taxi que esperaba en la puerta y que asombró a Martín. Eugenio dio unas palmadas cariñosas en el hombro del señor Corsi y le aseguró que allí estaba él para todo lo que se le ofreciese a los chicos aquel verano. Una vez en el interior del vehículo y cuando ya salían a la calle para meterse inmediatamente por la avenida de los pinos de la finca del inglés, el señor Corsi cerró los ojos como si estuviese muy fatigado. Martín respetó esta fatiga sin decirle una sola palabra hasta que el automóvil se detuvo en la pequeña explanada delante de la casa.