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CINCO

A pesar del sobresalto de descubrir, de pronto, que aquel anillo, tantas veces visto en el cuadro, era el de Enric y de mi convicción de que la joya ocultaba una extraña historia, continué luciéndolo junto al solitario, ambos en mi mano, uno al lado del otro. Desarrollé una rara querencia por aquellos anillos; uno representaba el amor de mi novio, el otro el de mi querido padrino. Ya no me los quitaba para nada, ni siquiera para acostarme.

Pero no podía evitar que aquel misterio me asaltara en forma de preguntas, en el momento más inesperado, cuando debiera estar pensando en otras cosas. Incluso en el trabajo, a veces en pleno juicio, defendiendo a mis clientes; notaba una extraña sensación en la mano, miraba esa piedra de oculto brillo de sangre y me venía ese pensamiento de: ¿por qué me enviaron ese anillo? ¿Por qué Enric se pegó un tiro?

¡Ah! Me había olvidado de contar que soy abogada. Quizá lo habíais adivinado ya. Resulta que soy muy buena y espero llegar a serlo mucho más. Y un abogado debe poner mucha atención en el caso que le ocupa, los detalles pequeños son muy importantes; hay que estar pensando continuamente en todas las vueltas e implicaciones posibles de tu asunto, ver qué precedentes se encuentran en sentencias anteriores… todo eso. Y a esa profesión no le favorece ocupar la mente con enigmas góticos.

Pero yo no podía resistirme al misterio.

Pensé en llamar a alguien de Barcelona. A mis amigos de infancia, a Oriol, a Luis, pero les había perdido la pista desde que fuimos de España. Cuando le pedí a mi madre que me ayudara a contactar con los primos Bonaplata y Casajoana me dijo que había extraviado su agenda vieja, que no tuvo contacto alguno con familias desde la muerte de Enric y que no sabía cómo encontrarles.

No la creí. Pero tampoco quise presionarla, algo me decía que ella deseaba guardar el pasado oculto, olvidarlo.

Así que un día lo intenté llamando a información telefónica de España. No pude encontrar ni a Oriol ni a Luis en toda Barcelona.

Decidí tranquilizarme y esperar. Si alguien se tomó la molestia de localizar mi paradero para enviarme el anillo, ese alguien terminaría dándose a conocer. O, al menos, eso era lo que yo deseaba.

Recuerdo aquel verano, la tormenta y el beso.

Recuerdo el mar embravecido y la arena, las rocas, la lluvia, el viento y el beso.

Recuerdo el último verano, una tormenta y el primer beso.

Y le recuerdo a él, su calor, su pudor, las olas y el gusto a sal de su boca.

Le recuerdo a él en mi último verano en España y a él en mi primer beso de pasión.

No olvidé mi primer amor, no he olvidado nada, le recuerdo a él.

A Oriol.

El descubrimiento de mi anillo en la tabla me altera. Del todo. Me sorprendía a mí misma pensando en Oriol, aquel chiquillo que fue mi primer amor, en mi infancia, en Enric y en enigmas a los que antes no había prestado suficiente atención.

¿Por qué nunca volvimos a España? ¿Por qué no regresamos a Barcelona? Esas preguntas y otras me acosaban con insistencia, agobiándome. Le había pedido a mi madre muchas veces que fuéramos, pero siempre había un: «Éste no es el momento, el próximo año será; Daddy y yo hemos decidido que vamos de vacaciones a Hawai, a México o a los Cayos en Florida». Pero nunca a España.

Ni siquiera para los Juegos Olímpicos del 92. Yo estaba a punto de cumplir los diecisiete y entonces mi madre dijo que no estaba bien ir de celebraciones cuando nuestros amigos en Barcelona estarían aún de luto por la muerte en «accidente de tráfico» de Enric. Por entonces se cumplían ya tres años del fallecimiento, la familia de Sharon fue a los Juegos y me invitaron. A mi madre le mudó el color de la faz en cuanto se lo dije. Y empezó a urdir excusas. Al final logró convencerme. Carné de conducir y coche. Y yo acepté el trueque.

Pero comprendí que ella había tejido una tela de araña que me impedía cruzar el océano y regresar a Barcelona. María del Mar es hija única, como yo. Mi abuelo murió en los años sesenta y la abuela lo hizo cuando yo tenía diez. Por lo tanto no había prisa por volver.

«Debes adaptarte bien al país de tu padre», decía ella, «ésta es tu tierra ahora y no hay sitio para nostalgias.»

Y yo empecé a encapsular mis recuerdos y a almacenarlos en esa biblioteca de añoranzas que a veces es nuestra mente. Memorias de la abuela, de mis amigos, de mi padrino Enric y también recuerdos de él, muchos, de mi primer amor, de Oriol. Eran evocaciones perfectas, de un mundo hermoso, que al acostarme usaba para crear aventuras imaginadas hasta que el sueño me vencía. Y en mis sueños llegaba él, junto al mar, el sol, la tormenta, la sal, su boca y el beso.

Daddy siempre me habló en su americano de Michigan, mi escuela en Barcelona era cuatrilingüe y yo la primera de mi grupo en inglés.

Además estoy convencida de que las mujeres, en promedio, superamos a los hombres en expresión verbal. No tuve problemas.

Y lo cierto es que sí, me adapté muy bien a Nueva York. Cada año era más popular en mi escuela y tenía más amigos. Terminé diluyendo esa querencia de regreso a Barcelona y aceptando el juego de mi madre de posponerlo para más adelante. Terminé el college , me gradué en abogacía y he comenzado una carrera profesional, ¿para qué ocultarlo?, brillante, al menos de momento.

Entretanto tuve amigos, novios, amantes… Y mis recuerdos catalanes quedaron allí, en los estantes de mi biblioteca de añoranzas, de donde, cada vez con menor frecuencia, de cuando en cuando, se escapaban.

Ya dije que me convencí de que mi madre no quería regresar ni que yo viajara a Barcelona. Eso era un misterio y justamente la segunda razón por la que yo deseaba ir. La primera era Oriol. No porque yo continuara enamorada de él; he salido con un buen número de muchachos y ahora quiero a Mike. Pero el recuerdo dulce de aquellos momentos, del inicio del amor, me hacía desear verlo de nuevo. ¿Qué aspecto tendría ahora?

Todo eso estuvo bajo control, guardadito en los estantes de la memoria, pero ese anillo de sangre lo desbarató todo y dejó mi biblioteca de recuerdos patas arriba. Ahora me venían a la mente esas imágenes de tormenta de final de verano y luego la sonrisa, entre tímida e irónica, de Oriol y después mis amigas de colegio en la ladera de Collserola, y eso y lo otro…

Ese anillo era una llamada a regresar. Sí, definitivamente, le gustara o no a mamá, mis próximas vacaciones serían en Barcelona.

De pronto, como en una sacudida, el deseo de volver se hacía perentorio. Y el recuerdo, repetitivo, insistente.

Era una de las últimas tardes de agosto o principios de septiembre. Las familias empezaban a irse a la gran ciudad y aquello era un rosario de despedidas «hasta el próximo verano» y los optimistas decían «tenemos que vernos en Barcelona».

Nosotros acostumbrábamos a quedarnos hasta el final, volviendo justo para prepararlo todo antes del comienzo de la escuela. Aquellos últimos días tenían un sabor agridulce. Notábamos ese sentimiento de que algo hermoso concluía y la nostalgia prematura de lo que aún no terminó nos embargaba.

Nuestra casa de verano, como la de muchos de los amigos que frecuentábamos, estaba en la Costa Brava. El pueblo es precioso, con una ancha playa, casi una pequeña bahía, limitada en ambos extremos por unos montes llenos de pinos que, en forma de rocas y rompientes, se hunden en el mar. En uno de los extremos de la playa, unas murallas jalonadas de sólidas torres redondas se encaraman a las rocas, protegiendo aún al antiguo burgo cristiano de los ataques de los piratas sarracenos, e incluso a veces de algún que otro local, en busca de rapiña y muchachas que esclavizar.

Los peñascos sobre los que se asienta la fortificación son escarpados, pero dan acceso, más al sur, a una pequeña cala de arena y piedras que es una belleza. Allí el verde de los pinos, los grises de las rocas, el cielo azul brillante de verano y los verdes, índigos y blancos del agua ofrecen una imagen idílica, de postal.

Para nosotros era el paraíso y solíamos bajar casi siempre a esa cala con Oriol, su primo Luis y una colla de los mismos amigos y amigas de todos los veranos. Con unas simples gafas, un tubo de buceo y unas zapatillas de plástico, para no herirnos los pies, explorábamos la naturaleza submarina entre juegos más o menos inocentes. Digo eso porque, recordando, las chicas debíamos de tener de doce a trece años aquel verano último y los chicos catorce y quince. Pero sin duda ellos, aunque mayores en edad, se llevaban el menos y nosotras el más en el reparto de picardías.

Aquel día las madres estaban ocupadas preparando el cierre de las casas para el invierno y ordenando equipajes para el regreso. Los padres hacía tiempo que, terminadas las vacaciones, vivían en Barcelona y sólo aparecían en el pueblo el fin de semana. La tarde se presentó con un calor bochornoso, pegadizo, que sin duda presagiaba lo que iba a venir.

Ocurrió que, cuando nadábamos persiguiendo unos peces entre los rompientes, el mar se puso sombrío, el viento empujaba hacia la costa, cada vez más fuerte, y el rumor de truenos superó el batir de las olas contra las rocas. En pocos minutos, nubes de plomo cargadas de noche poblaron el cielo; el agua tomó aspecto tenebroso y empezó a gotear.

– Vamos, aprisa -me dijo Oriol. Pude ver en la playa a la muchacha que se ocupaba de nosotros gritando que saliéramos todos de inmediato del agua. Luis y los demás estaban alcanzando ya las toallas y las recogían a toda prisa para subir corriendo las escaleras hacia la muralla y buscar resguardo en el pueblo.

– Espérame, no me dejes -le supliqué. El mar agitado, negruzco, amenazante, reflejaba unas nubes pesadas, en tinieblas. Todos sabíamos por qué había que llegar a la playa a toda prisa: un rayo sobre el mar mata a todo ser viviente a muchos metros de distancia.

Yo sentía temor, pero algo me decía que no me apresurara, así que simulé dificultades para avanzar. Oriol acudió en mi ayuda y cuando llegábamos a la orilla, la típica tormenta mediterránea de verano descargaba, con tanta furia que parecía que las nubes quisieran vaciarse en un instante. No quedaba nadie en la playa; los demás habían recogido toda la ropa y en la confusión quizá ni siquiera nos echaban aún en falta. Cortinas de lluvia impedían ver más allá de unos metros.

Dije que estaba agotada y me dirigí a un escaso abrigo abierto entre las rocas. El agua nos mojaba y el poco espacio hizo que nos apretáramos.

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