No hay ansiedad que adelante acontecimientos deseados, ni impaciencia que haga que el reloj avance más rápido, sino que al contrario, a veces te hace creer que está parado o que anda al revés. Lo cierto es que el momento llega a su momento y lo que tiene que madurar madura o se queda verde… para siempre, o esto, o lo otro y bla, bla, bla… y a veces cuando me pongo nerviosa tiendo a parlotear. Dada mi profesión de abogada, voy aprendiendo a controlarme, pero en un día como aquél, sentada en el taxi, no podía evitar que mi yo interior charlara compulsivo con ese otro yo, que tampoco dejaba de cotorrear y que no sé de dónde diablos sale cuando estoy tan tensa.
El caso es que al fin iba a encontrarme con él.
No conseguí dormir bien aquella noche. Tan pronto pensaba en lo que debió de sentir Enric en sus últimas horas o en qué pudo hacer esos días que el comisario Castillo no había logrado reconstruir, o que Alicia estuvo demasiado cariñosa, con esas caricias de alguien que sabe bien cómo dar placer, o en el estremecimiento de saber que en mi anillo había restos humanos, o qué depararía esa misteriosa herencia de la mañana siguiente y que al fin vería a Oriol.
Y volvía a empezar. Me preguntaba cómo reaccionaría Oriol al encontrarnos, qué relación tendría esa herencia leída trece años después de la muerte de Enric con el asesinato de esos hombres en Sarriá, me decía que quizá fue una equivocación aceptar la invitación de Alicia, y veía brillar ese rubí de sangre. En sueños, medio dormitando, llegué a obsesionarme pensando que la piedra quería advertirme de algo.
Y acto seguido el carrusel de imágenes y pensamientos empezaba a girar de nuevo.
Algo sí pude dormir, pero es difícil precisar cuánto, lo cierto es que por la mañana necesité recurrir al maquillaje para disimular un poco mis ojeras.
Llegué en taxi a la dirección del notario. Alicia me dijo: «Te acompañaría con gusto pero no creo que me esperen a mí». Y así, con esa facilidad, se liberó de su ofrecimiento del día anterior.
Al llegar a la puerta faltaban veinte minutos para la hora de la cita y me dije que más que café me convenía tila, pero aun así entré en un bar y pedí un expreso y un cruasán. El café olía fenomenal y el cruasán no era de esos barnizados sino que tenía los cuernos tostaditos y eso me recordaba, con placer nostálgico, a las llamadas granjas, esas cafeterías de desayuno y merienda de un estilo que sólo he visto en Barcelona, y a su chocolate a la taza espeso y amargo.
Faltaban cinco minutos para la hora cuando subí al despacho situado en la planta principal del inmueble.
El edificio era de esos antiguos, lleno de flores y bellas volutas esculpidas en piedra y paredes interiores decoradas con motivos vegetales. La puerta de la notaría, de rica madera trabajada a cincel y guarnecida con una hermosa mirilla y otros adornos de metal bruñido, no desmerecía en nada el arte del resto del inmueble.
– El señor notario la está esperando -dijo la secretaria cincuentona que vino a abrir, y me sorprendió. Los notarios casi siempre se hacen esperar.
La mujer me llevó hasta un despacho luminoso, de techos altos, con dos grandes ventanales que daban a la calle. La madera de roble calzaba el suelo y la mitad de la pared.
– ¡Señorita Wilson! -un hombre de unos sesenta años se levantó de detrás de un gran escritorio para saludarme. Se presentó como Juan Marimón e hizo gesto de besarme la mano. Sentado frente al bufete también esperaba Luis, que se levantó sonriente para darme un par de besos.
– Siéntese, señorita -dijo el hombre señalando una silla junto a la de Luis-. El señor Oriol Bonaplata llegará en unos momentos.
– Esperemos… -añadió Luis con sonrisa burlona.
– El señor Enric Bonaplata era un buen amigo -continuó el hombre haciendo caso omiso al comentario- y su muerte nos afectó mucho a todos.
– ¿Le importaría, señorita, mostrarme su pasaporte? -inquirió después-. Hay que cumplir la legalidad. A los señores Bonaplata y Casajoana los conozco ya de años.
Saqué mi pasaporte, él hizo sus anotaciones y luego empezó a disertar sobre las virtudes de Enric. Mi mirada encontró la de Luis y éste aprovechó para dedicarme un guiño simpático. Lucía un elegante traje gris, camisa salmón muy pálido, casi blanco, y corbata. Luego me fijé en mi reloj: eran ya las diez y dos minutos. Mis ojos volvieron a los del notario, que, pausado y en tono amable, no había parado de hablar desde que nos sentamos. ¿Dónde diablos estaría Oriol? ¿No iba a venir a la lectura del testamento de su padre?
– …precisamente la misma mañana del día de su muerte el señor Bonaplata estuvo en este despacho -esa frase me sacó de mis pensamientos. De repente aquí surgía la oportunidad de reconstruir las últimas horas de Enric. Pero la charla del hombre continuó en otra dirección.
– ¿Dijo usted que esa mañana estuvo aquí? -le interrumpí.
– Sí. Eso he dicho.
– ¿Sobre qué hora?
– No le podría decir con exactitud.
– Más o menos.
– El señor Bonaplata me llamó por la mañana y pidió cita para ese mismo día. Yo tenía los horarios completos, pero al tratarse de él… bueno, mi padre ya era notario del suyo, y mi abuelo del abuelo de él. Y también nuestros bisabuelos. Claro, no podía negarle un favor pedido con tanta insistencia… porque…
– Así que le dio la cita -no pude evitar cortarle.
Él calló y me miró dolido y yo me sentí culpable. Ese hombre no funcionaba al ritmo de Nueva York. Luis me contemplaba con sonrisa divertida.
– Sí. Le di cita -dijo al fin-. Hice un hueco al final de la mañana, casi a la hora del almuerzo.
– ¿Y cómo estaba? ¿Lo vio usted alterado?
– No. No recuerdo nada particular. Pero me sorprendió que quisiera hacer un segundo testamento sin cambiar el primero.
Justo entonces unos golpecitos en la puerta interrumpieron mis pensamientos.
– Adelante -dijo el notario.
– El señor Oriol Bonaplata -anunció la secretaria.
Y él apareció.
Lo primero que vi fueron sus ojos azules algo rasgados. Esos que yo recordaba. Y su sonrisa, esa misma sonrisa cálida y ancha. A pesar del paso del tiempo le hubiera reconocido entre un millón. A él, y con él, el último verano, la tormenta, las rocas, el mar y el primer beso.
– ¡Cristina! -exclamó y vino hacia mí. Me levanté, nos dimos dos besos en la mejilla y él me apretó en un abrazo que me dejó sin aliento, no por su fuerza sino por el poso de sentimientos que removió en mi interior.
– ¿Cómo estás, Oriol? -repuse. Pero de haberle dicho lo que mi acelerado corazón me dictaba en aquel momento me hubiera salido un: «Maldito seas, ¿por qué faltaste a tu promesa? ¿Por qué no respondiste a ninguna de mis cartas?»
Luis y él se saludaron con otro abrazo y después estrechó la mano al notario.
Ya no era aquel muchacho alto, con granitos en la cara, delgaducho y tímido, que no sabía qué hacer con unas piernas que le habían crecido tan largas. Alto sí era, pero ahora mostraba aspecto atlético y movimientos seguros. Se sentó en la silla libre a mi derecha y en un gesto cariñoso puso su mano en mi rodilla diciendo:
– ¿Cuándo llegaste? -y sin esperar respuesta añadió-: Estás muy guapa.
A mí casi me da algo. Noté el contacto breve de su mano cálida en mi pierna como si se tratara de una descarga de mil voltios.
– Gracias, Oriol -balbucí-. Llegué el miércoles.
– ¿Y cómo están tus viejos? -se había despreocupado de los otros dos, como si estuviéramos solos en el despacho. Eso me halagaba. Al fijarme más en él, lo vi bastante presentable, no como yo me temía después de lo anticipado por Luis. Vestía pantalón pitillo, jersey de cuello redondo y chaqueta oscura a juego. Recogía su pelo en una coleta y definitivamente se había duchado y afeitado esa mañana. Me sentí aliviada. No olía a nada. No esperaba que se hubiera perfumado pero en cuanto a olores no news, good news.
En alguno de los pensamientos de mi tormentosa noche, al ver que no aparecía por la lujosa mansión de su madre, me lo había imaginado durmiendo en un saco en el suelo de un caserón abandonado, sin agua corriente y con el pelo revuelto tipo rasta , lleno de ceniza de canutos de marihuana.
– Si no le importa, señor Bonaplata -interrumpió el notario, con sonrisa amable-, voy a proceder a la lectura del testamento de su padre. Estoy seguro de que después tendrán ustedes mucho tiempo para hablar.
Oriol estuvo de acuerdo y el notario, tras colocarse unas gafas y carraspear un poquito, se puso a leer con voz solemne.
Decía el hombre que el día uno de junio de mil novecientos ochenta y nueve compareció ante él, notario del ilustre colegio, bla, bla, bla y que consideró que Enric tenía todas sus facultades físicas y mentales y al terminar toda esa consabida retórica dijo:
– «A la señorita Cristina Wilson, mi ahijada, le lego la parte central de un tríptico de finales del siglo XIII o principios del XIV que representa a la Virgen María y al Niño. Está pintada al temple sobre tabla de madera y mide unos treinta por cuarenta y cinco centímetros».
Me sorprendió. ¿Así que mi cuadro era parte de un grupo de tres?
– «Y también un anillo del mismo siglo con un rubí engarzado en aro de oro. La tabla en cuestión obra ya en su poder, habiéndosela enviado por Pascua de este mismo año, y el anillo lo entrego en este acto al notario para que se lo envíe a Cristina para su veintisiete aniversario, meses antes de la lectura de este testamento.
»A mi sobrino Luis Casajoana Bonaplata lego la parte derecha del tríptico, una tabla de unos quince centímetros por cuarenta y cinco, y que representa a Jesucristo en el Calvario en su parte superior y a San Jorge abajo y que se encuentra en la caja fuerte de un banco.
»Y a mi hijo Oriol lego la parte izquierda de dicho tríptico, de las mismas dimensiones y que representa el Santo Sepulcro y la Resurrección arriba, y a San Juan Bautista abajo».
El notario hizo un inciso para constatar que el siguiente texto era una carta del propio Enric Bonaplata que él había autentificado y continuó su lectura:
– «Queridos míos:
»El tríptico contiene, según la tradición, las claves que permiten localizar una fabulosa fortuna. Se trata del tesoro de los templarios de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca que el rey Jaime II nunca pudo encontrar. Hay quien pretende que ese tesoro esconde nada menos que el Santo Grial, el cáliz con la verdadera sangre de Cristo coagulada que José de Arimatea recogió al pie de la Cruz. De ser eso cierto, el poder espiritual que esa Santa Copa contiene es inconmensurable.