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VEINTIUNO

Anduvimos por las callejuelas, casi desiertas, camino al aparcamiento y vi acercarse a un par de jóvenes bien vestidos. En nada se parecían a ese viejo extraño, y me sentí más tranquila. Pero al cruzarnos, uno de ellos me abordó, empujándome contra un portalón de madera cerrado.

– Si calláis y sois obedientes no os pasará nada -nos advirtió el tipo. Me asusté al verle empuñar una navaja que movía, amenazándome, frente a mi cara. De reojo me pareció percibir que Luis se encontraba en un aprieto semejante.

– ¿Qué quieren? -dijo él.

– Dame eso.

– Ni pensarlo -repuso Luis.

– Dámelo o te rajo el cuello -gritó el que le amenazaba. Y el hombre empezó a tirar de los documentos que Luis se negaba a ceder. «¡Quieren los papeles!», pensé sorprendida. Me imaginé a mi amigo moribundo, tendido en un suelo ensangrentado y yo intentando auxiliarle. Ni ese legajo, ni el tesoro, si de verdad existía, merecían su muerte. Nada merecía la muerte, eso es algo sobre lo que yo había meditado mucho desde el derrumbe de las Torres Gemelas.

– ¡Dáselo, Luis! -grité.

Pero Luis continuaba resistiéndose y el individuo que forcejeaba con él lanzó un navajazo hacia las manos de mi amigo. Por suerte Luis pegó un tirón y no le acertó. Yo apoyaba mi espalda en la puerta y el segundo facineroso, pinchando mi cuello con su navaja, gritó: -¡Suelta los papeles o la mato!

Entonces ocurrió todo a la vez. Vi que por detrás de nuestros asaltantes, como surgido de la nada, llegaba el viejo de pelo y barba blancos. Tenía los ojos desorbitados. Yo ya estaba atemorizada, pero al ver a aquel hombre noté una extraña flojera en mis piernas. Por poco se me suelta la vejiga. Puro pánico. Se abatía sobre nosotros presagiando muerte. Blandía un cuchillo de hoja ancha de brillo siniestro y llevaba enrollada su chaqueta negra sobre su brazo izquierdo. Luis soltó un lamento; la navaja del salteador le había alcanzado en la mano con la que se aferraba al legajo. Le siguió un aullido de sorpresa y dolor, al hundir el viejo su daga en el costado derecho del tipo que me amenazaba. Éste dejó caer su navaja y yo sentí un gran alivio al no percibir su filo en mi cuello. En aquel momento Luis, herido en la mano, soltaba la carpeta pero su agresor, ocupado enviándole una cuchillada al viejo que se le venía encima, no se pudo hacer con ella. El recién llegado, con una agilidad y rabia sorprendentes para su edad, desvió el navajazo con su brazo protegido por la chaqueta y de inmediato devolvió la acometida lanzándole al individuo un tajo con aquel enorme cuchillo que parecía una espada corta. El otro, más joven, lo esquivó de un salto. Yo continuaba de espaldas a la gran puerta de madera y vi cómo el forajido herido emprendía la huida renqueando. El otro, que se había quedado frente al viejo y de espaldas a Luis, trató, otra vez, de herir a su inesperado oponente, que frenó la cuchillada con el brazo protegido tal como había hecho con la anterior. No esperó más el asaltante y aprovechando el momento, antes de que el viejo reaccionara, salió corriendo en pos de su compinche.

No me quedé tranquila; aquel anciano me atemorizaba más que el par de truhanes que había ahuyentado. Envainó su daga, sin preocuparse de limpiarle la sangre, en una funda de cuero que colgaba de su cadera y tranquilo, mirándonos a uno y a otro con esos ojos azules algo extraviados, se puso su arrugada chaqueta, tan negra como el resto de su atuendo. Comprobé que con ella escondía el arma a la perfección. «¿Qué querrá ese lunático?», me pregunté. Ni Luis ni yo nos habíamos movido, estábamos como en estado de conmoción, observando con recelo a nuestro salvador; mi amigo cubriendo su mano herida con la otra y yo protegiendo mi espalda contra la puerta.

Pausado, el viejo recogió el legajo de papeles y dándomelo dijo:

– La próxima vez vaya usted con más cuidado -su voz era ronca y clavó sus ojos en los míos.

Dio media vuelta y, sin interesarse por Luis, se fue.

– ¡Ese individuo hubiera matado sin preocuparse lo más mínimo! -exclamó Luis moviendo en el aire su mano vendada. Estábamos en su apartamento de Pedralbes y el legajo descansaba encima de una mesilla de centro, rodeada de almohadones sobre los que reposábamos los tres.

– Tuvieron suerte esos tipos de poder huir -intervine yo-. Ese viejo no mostraba emoción, no había piedad en él.

– Pero acudió en vuestra ayuda -dijo Oriol-. ¿Cómo explicáis su protección si tan malo parece?

Sonreía levemente y sus ojos azul profundo, tan distintos a los del viejo de la mañana, brillaban con una luz divertida. No parecía que nuestro relato excitado le hubiera causado una gran impresión. ¡Dios! ¡Qué guapo estaba!

– No sé -repuse-. No entiendo qué ocurre. Alguien ha querido robarnos esa carpeta, cuyo contenido ignoramos, pero que se supone relacionada con un fabuloso tesoro. Entonces aparece ese hombre siniestro, que me viene siguiendo desde que llegué a Barcelona, y nos libra de los bandidos. Esos tipos sabían lo que buscaban, no pretendían robar dinero ni joyas. Ni se preocuparon de mi bolso. Iban por lo que contiene el legajo. ¡Saben del tesoro!

– ¿Y qué pinta ese hombre en esta historia? -intervino Oriol-. ¿Es posible que te siguiera para protegerte?

– No lo sé -tuve que reconocer-. Hay demasiados misterios, me da la impresión de que todos sabéis más de lo que ocurre que yo. Y que calláis cosas -miré a ambos.

Oriol, dirigiéndose a su primo, sonrió:

– Qué me dices, Luis. ¿Nos ocultas cosas que debiéramos saber?

– No. No creo, primito. ¿Y tú? ¿Qué nos ocultas tú?

– Nada importante -repuso Oriol ampliando su sonrisa-. Pero no os preocupéis, si hay algo que me venga en mente y que considere relevante os lo contaré a su tiempo.

Esa ambigüedad me indignó.

– ¡Estás diciendo que sí y que no a la vez! -exclamé-. ¡Si sabes algo dilo! ¡Hoy han estado a punto de matarnos, maldita sea!

Oriol me miró.

– Claro que sé más que tú -dijo serio-. Y Luis sabe más que tú. Todos sabemos más que tú. Has estado catorce años lejos, ¿recuerdas? En todo este tiempo han ocurrido muchas cosas. Ya te irás enterando poco a poco.

– Pero por ahí fuera hay gente dando cuchilladas -repuse señalando la mano vendada de Luis-. Hay preguntas que no tienen espera. ¿Quién es esa gente?

– No lo sé -y se encogió de hombros-. Pero sospecho que podrían ser los mismos con los que se enfrentó mi padre cuando buscaba ese tesoro templario. ¿Qué opinas tú, Luis?

– Sí, podrían ser ellos, y que sigan aún sobre la pista del tesoro. Pero tampoco tengo la certeza.

Recordé el asalto a mi apartamento y me di cuenta de que teníamos adversarios y que nos seguían muy de cerca. Pero el viejo no era de los suyos.

– ¿Y el loco? -inquirí-. ¿Y ese hombre de pelo y barba blancos?

Luis movió su cabeza negando.

– Ni idea -dijo.

Oriol se encogió de hombros mostrando ignorancia.

– Bueno. Ya vale de charla -dijo Luis impaciente-. ¿Abrimos ese legajo o qué?

En la cubierta acartonada de la carpeta se podía leer con cierta dificultad «Arnau d'Estopinyá» y estaba atada por cintas de un rojo desvaído que a su vez se sujetaban mediante varios sellos de lacre. De inmediato reconocí en ellos la cruz patada del Temple, la misma y en el mismo tamaño que la de mi anillo. Luis fue a por unas tijeras y con mucho cuidado procedió a cortar sólo las cintas imprescindibles para poder extraer los documentos del interior de la carpeta. Eran unas hojas amarillentas escritas con letra irregular y con tinta azulina. Estaban numeradas y Luis procedió a la lectura de la primera de ellas.

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