Aquella noche, desde mi habitación, contemplando la ciudad, llamé a Mike. Hacía dos días que no conversaba con él y me lo reprochó. Y yo acepté su regaño; necesitaba su amor, su devoción, su afecto.
– Te amo, te añoro -me dijo después de la reprimenda-. Deja esas tonterías de búsqueda de tesoros y regresa conmigo.
– Yo también te quiero -sentía profundamente esas palabras-. Daría lo que fuera por tenerte ahora a mi lado. Pero debo quedarme hasta el final de esta historia.
Esa conversación, saber que Mike continuaba amándome, fue bálsamo para mis heridas. Porque de eso se trataba, me sentía herida. Mucho. ¿De veras quería Oriol montar un número con el travestido? De pertenecer él a ese tipo de viciosos y de perseguir eso, para tener una mínima probabilidad de éxito, debiera haber esperado a que ambos entabláramos una relación. Su propuesta era absolutamente insultante.
No, no era ése su propósito.
– No esperaba encontrarme con Susi e improvisé sobre la marcha. Era una broma -me dijo. Yo había cruzado, casi corriendo, hasta las Ramblas sin responder a su oferta indecente. Él se despidió de Susi alcanzándome en el centro del paseo.
– Pues no me gustó -respondí.
– Vamos, no te enfades, le seguí la corriente para ver cómo reaccionabas… me pareció divertido.
Sus explicaciones no me convencieron. Estaba muy dolida y al encerrarme en mi habitación me vinieron las lágrimas. Oriol me decepcionaba.
¿Dónde estaba el muchacho tímido del que yo me había enamorado de niña?
En la noche, asomada a la ventana, viendo las luces de la ciudad e hipando aún por el disgusto, no podía evitar dar vueltas y vueltas a esos dos episodios. Primero el del bar. Oriol me enfrentó a una forma de vivir, de pensar opuesta a la mía. Esa devoción de la mujer al hombre, ese sometimiento voluntario. ¿Qué quería insinuar? Y después el encuentro con Susi. ¿Lo había preparado él? ¿Mintió cuando dijo que fue casualidad? Estaba segura de que Oriol contaba con que yo me negaría a su propuesta; me cuesta encontrar una situación más inadecuada para proponerle sexo a una mujer. ¿Entonces por qué lo hizo? ¿Sería que buscaba mi negativa como coartada a su homosexualidad? Y Susi. Esa complicidad, esa confianza; sin duda se conocían hacía tiempo. ¿Cuál era su relación? Quizá fuera eso. Quizá les uniera su condición sexual. Quizá se acostaban juntos.
Cuando me metí en la cama no pude conciliar el sueño. Las imágenes de la psicometría que sufrí en las atarazanas se repetían al cerrar los ojos. Las líneas de humo de la nafta inflamada volando hacia nosotros, el terrible olor a excrecencias humanas acumuladas en los cuerpos durante meses, el tufo a carne quemada, los aullidos de los abrasados y los heridos por acero. Sentía náuseas. Me levanté a beber agua y vi ese anillo maléfico brillar en sangre. Me lo quité de la mano y lo dejé en la mesilla de noche. Dormiría con el diamante, puro y transparente, de mi prometido. Aquella noche no podría soportar otra de esas terribles visiones del pasado.
Tardé en dormir no sé cuántas horas, y cuando lo hice, lo hice mal. Esta vez no podía culpar al aro del rubí, pero volví a soñar. Al principio fue un sueño erótico, amablemente estúpido, como tantos de los que a veces nos asaltan en la noche, pero debido a cómo me sentía, su desenlace vino a aumentar mi inquietud.
Empezó de forma muy dulce, con Oriol acercándose para besarme, y yo abriendo los labios y cerrando los ojos para saborear su saliva y la sal, tal como hice, tantos años atrás, cuando de adolescentes nos dimos el primer beso.
Al notar su mano debajo de mi falda sentí el deseo desbordándome, pero cuando entreabrí los ojos me sobresalté al ver que el que acariciaba mi entrepierna era otro hombre. Quise protestar, deshice mi beso con Oriol y fue entonces cuando vi que ese segundo hombre, sin dejar de sobarme a mí, le besaba a él y él devolvía su pasión.
Yo no podía escapar de ese extraño abrazo de tres donde, buscando amor en Oriol, encontraba sexo con un individuo que parecía el amante de mi amigo. No, ese hombre no era travestido como Susi, pero su perfume olía igual.
Al despertar respiraba alterada, sintiendo una mezcla de excitación y angustia. ¿Cómo hubiera continuado el sueño? No quiero imaginarlo. Era una mezcla ambigua de horror y placer.
Y detrás de eso estaba mi miedo, ¿era Oriol homosexual? ¿O quizá le gustaran igual hombres que mujeres?
Aquel interrogante me tenía trastornada, además debía reconocerlo: continuaba sintiendo algo, quizá mucho, por él. ¿Se repetiría conmigo la historia que vivió mi madre?
Creo que aquella mañana llegué a deprimirme. Sentada en la cama miraba con temor el anillo del rubí posado en mi mesilla de noche. Y pensaba en Oriol con desesperanza. «¡Al diablo con el tesoro y con esas historias antiguas de dolor!», pensé, «haré caso a mamá y a Mike».
Deseaba sentirme querida, no me importaba incluso sentirme mimada y empecé a planear mi regreso.
Pero entonces sonó el teléfono, era Artur, que me invitaba a almorzar. Acepté de inmediato, al menos aquél era un tipo galante; en muchos aspectos más atractivo que Oriol.
– No entiendo. ¿Por qué no denunciasteis el robo de las tablas a la policía? -le interrogué.
– ¿Cómo sabes que no lo hicimos? -Artur me miraba sonriente. «Sí», me dije, «es mucho más atractivo que Oriol».
– Tengo mis fuentes de información.
Él me miró muy interesado.
– ¿Fue Alicia?
– No he hablado de eso con ella. Con quien hablé fue con el comisario Castillo. Llevó la investigación del caso. No se denunció ningún robo. ¿Lo hubo en realidad?
– Claro que sí.
– ¿Entonces cómo esperabais recuperar lo vuestro sin denuncia?
– Tenemos formas de hacerlo.
– ¿La misma que aplicasteis al amigo de mi padrino?
– Mira, Cristina. Nosotros tenemos nuestro estilo de trabajo y no queremos que la policía meta las narices donde no debe.
– Sois mafia, ¿no es así?
Artur meneó la cabeza disgustado, luego habló midiendo sus palabras y la sonrisa, ahora un poco forzada, regresó a su cara.
– Lo de mafia es un insulto, querida -hizo una pausa-. Sólo somos comerciantes que tienen sus propias reglas en los negocios.
– Que incluyen el asesinato…
– Sólo si es imprescindible…
Me quedé mirando su guapo rostro mientras decidía si me iba en aquel mismo momento. Noté mis labios apretados y eso era señal de que estaba enfadada. Sin duda ese hombre era peligroso. Pero el peligro me asustaba poco, sólo ponderaba la conveniencia de dejarlo de nuevo plantado, su arrogancia, su estar por encima de la ley me indignaba. Supongo que es la abogada que llevo dentro. Él pareció adivinar mi pensamiento y se apresuró a agregar:
– No creas que ellos son mejores…
– ¿Quiénes?
– Oriol, Alicia y los otros…
– ¿Qué pasa con ellos?
– Forman una secta.
– ¿Qué dices?
– Sí, lo son -afirmó con total convencimiento-. Al menos yo soy sincero y expongo mis intenciones a la cara. Pero ellos te ocultan las suyas.
Me quedé callada tratando de asimilar aquello y al final le dije:
– Cuéntame lo que tengas que contarme de una vez.
Me explicó que llevados por el romanticismo de finales del siglo XIX con la exaltación de todo lo medieval en las artes catalanas, desde lo poético a la arquitectura, el abuelo Bonaplata, asiduo de círculos masones y rosacruz, fundó su propio grupo secreto resucitando una versión muy sui generis de la orden de los templarios. A ese grupo pertenecían los Coll, mi familia, y también la suya, los Boix. Pero pasadas unas generaciones, cuando Enric fue nombrado maestre de la orden, el padre de Artur y su tío empezaron a sentirse incómodos por el carácter cada vez más esotérico y ritualista que tomaba el grupo. No ayudó que Enric lograra cambiar estatutos para que se admitiera a mujeres y que la primera dama templaria fuera Alicia, hembra de fuerte personalidad que gustaba de seudobrujerías y leyendas ocultistas sobre los caballeros del templo de Salomón, amén de disfrutar imponiendo su criterio.
– Así las cosas apareció Arnau d'Estopinyá.
– ¿Arnau d'Estopinyá? -inquirí extrañada.
– Sí -repuso muy serio-. Arnau d'Estopinyá, el templario.
– ¿Cómo que Arnau d'Estopinyá? -exclamé-. ¿Cómo que apareció? -no salía de mi asombro. No catalogaba a Artur como un tipo creyente en fantasmas, pero su expresión era de lo más convincente-. ¿A quién se le apareció?
– A tu padrino -me di cuenta de que el anticuario se complacía con mi desconcierto.
– ¿Que a Enric se le apareció Arnau d'Estopinyá? -mis pensamientos corrían a toda velocidad. ¿Tendría eso alguna relación con las visiones que Alicia atribuía a mi anillo?
– Sí. Un buen día ese hombre se presentó a tu padrino diciendo que también él era templario y quería ser admitido en nuestro «maestrazgo»…
– Un momento -le interrumpí-. ¡Pero si Arnau d'Estopinyá murió en el siglo XIV!
– ¿Tú crees?
– ¡Claro!
– Pues entonces será otro -repuso enigmático.
Meneé la cabeza asintiendo sin poder ocultar mi extrañeza. Me empezaba a irritar la chanza, pensé que el anticuario debía de tomarme por estúpida.
– Pues no -dijo de pronto Artur-, resulta que es el mismo Arnau d'Estopinyá de hace setecientos años.
Me quedé en silencio esperando a que él volviera a hablar; era obvio que tal cosa era imposible. Artur me estaba tomando el pelo y quise comprobar hasta dónde era capaz de llegar con esa historia descabellada.
– En realidad, ese hombre no lo es; pero él sí cree ser Arnau, el viejo templario -añadió con una sonrisa divertida-. Aunque eso no es posible, ¿no crees?
– ¡Debe de estar loco!
– Lo está. Pero en aquel momento Enric decidió darle audiencia en la orden y aprobar su candidatura. Mi padre también estuvo en la comisión que escuchó su historia y, aun recelando, votó por ello.
– ¿Pero por qué le admitieron si estaba loco?
– Por el tesoro.
– ¡El tesoro!
– Sí. Ese tipo era un fraile de verdad, pero fue expulsado de su orden por violento, sufría frecuentes cambios de humor, llegando incluso a acuchillar a otro monje en una discusión sobre qué canal de televisión ver. Pero se presentó proclamándose continuador de una estirpe de frailes guardianes del secreto del tesoro templario de las coronas de Aragón, Mallorca y Valencia. Portaba un anillo que yo nunca he visto, pero que si doy crédito a lo que me contaron se parecía mucho al que tú llevas.