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CINCUENTA Y CINCO

Me estremecí de emoción. Efectivamente, nos encontrábamos en la parte central de una cripta de dimensiones reducidas, en un espacio despejado, pero rodeado de baúles y más allá, un montón de arquetas se apilaban contra las paredes devolviendo, alguna, un brillo metálico a la luz de la linterna.

Puse mi vela sobre uno de los arcones, fijando la base con cera, y le pregunté a Oriol si abríamos uno. Él iluminó el que yo tenía más cercano y tiré con todas mis fuerzas de la rechinante tapa. ¡Estaba vacío! Oriol abrió otro,… ¡vacío! Vacío, vacío, vacío… los seis arcones estaban vacíos.

– ¡No hay nada! -le dije desconsolada a Oriol, que me miraba chasqueado.

– Sospecho que sí hay -repuso después de pensar unos segundos-. Faltan el oro y la plata, pero creo que el tesoro más valioso para los templarios continúa aquí. Fíjate en las arquetas.

Había muchas, bellas, algunas metálicas con esmaltes tipo Limoges, otras esculpidas con figurillas de marfil, o cubiertas de damasquinados, o de madera estucada en relieve y con pinturas semejantes a las de mi tabla.

– Seguro que éstas están aún llenas… -aseguró mi amigo.

Abrí una esperando ver el brillo de oro y piedras preciosas, pero me encontré con el resplandor de los dientes de una calavera que aún llevaba pegada al hueso piel reseca y cabellos.

– ¡Dios mío! -exclamé con aprensión-. ¡Son restos humanos!

Oriol, que había ya abierto otros dos arcones, enfocó su linterna hacia mí y dijo:

– Son reliquias. No era fácil traficar ilegalmente en el mercado de reliquias -tomó una caja de madera con pinturas de santos de estilo románico. En la tapa había una cruz idéntica a la de mi anillo. Recordándolo lo iluminé para observar su brillo y me pareció sentir en la piedra rojo sangriento una extraña vibración.

– No hay duda, hemos dado con el tesoro perdido del Temple -dijo Oriol antes de abrir la arquilla.

Allí aparecieron más huesos, alguno aún con piel apergaminada adherida.

– En las crónicas que he revisado de la iglesia, se dice que en el siglo XV la orden del Santo Sepulcro fue disuelta y el convento pasó a ser colegiata agustiniana. Ya no la habitaron frailes sino canónigos regulares sin votos de castidad que fueron, en numerosas ocasiones, disciplinados por su vida disipada y de gasto incomprensible para una orden mendicante. Los huertos, rentas y limosnas que percibía la comunidad no permitían ni el pago de una centésima parte de aquel dispendio. Al leer eso, me convencí de que el tesoro había estado aquí y su parte monetaria dilapidada unos cien años después de que Arnau muriera. Pero para los templarios las reliquias de los santos tenían mucho más valor que oro y plata, y seguro que los canónigos agustinianos que aquí habitaban les tenían respeto, incluso miedo. Era muy improbable que mercaran con ellas.

– No me extraña que tuvieran reparos. Salgamos de aquí -imploré-. Esto es un cementerio.

Sentía náuseas y el estómago revuelto. No esperaba aquello. Y de pronto noté un temor supersticioso, como si hubiéramos violado una tumba, como si mereciéramos un castigo por ello. Ya he dicho que por lo general no soy miedosa, pero la noche, aquella vieja iglesia oscura, la cripta con su olor nauseabundo y los restos de difuntos en las cajas me hicieron sentir una intensa mezcla de peligro y asco. Necesitaba salir, pero quería que Oriol me acompañara. No me sentía capaz de enfrentarme de nuevo, a solas, a la lóbrega iglesia que nos esperaba arriba.

Pero me equivocaba. Arriba no nos esperaban las tinieblas, sino una luz en los ojos y una voz conocida:

– Vaya, Cristina, yo ya te hacía en América -reconocí el tono cínico de Artur, que amablemente tomó mi mano para ayudarme a salir de aquella catacumba-. O en la Costa Brava…

Conté uno, dos, tres de sus matones con linterna y revólver en mano. Oriol, que me seguía, se vio también encañonado.

– Creías que me engañabas, ¿verdad? -le espetó Artur en un tono muy distinto al usado para hablarme a mí-, siempre desconfío cuando alguien paga por una pieza en exceso. Y más si conoce su valor de mercado. ¿Cómo pudiste creerte que me tragaría ese anzuelo?

– No hay oro, sólo reliquias -adelanté yo. Pensé que quizá pudiéramos salvarnos otra vez si se convencía de que el valor de lo que había abajo no pagaba el riesgo de matarnos.

– No, querida -me dijo-. He oído lo suficiente de vuestra conversación. Docenas de arquetas, de relicarios de los siglos XII y XIII. Metal cubierto de esmaltes de Limoges, cajas estucadas y pintadas, en románico, en gótico. Cofrecillos con figuras talladas en marfil. Eso es una fortuna. No sería un tesoro para un rey de la época, aunque sí lo eran las reliquias para los frailes, pero para un anticuario del siglo XXI es una riqueza incalculable. Hay poco de esa época y cotiza muy bien.

– ¿Qué vas a hacer con las reliquias? -inquirió Oriol.

– La carroña la dejaremos donde se encuentra -repuso rápido-. Y eso te incluirá a ti.

Entonces me di cuenta de que esta vez estábamos perdidos. ¿A quién habría sobornado para obtener el acceso? ¿O tenía más llaves? No importaba, quienquiera que le hubiera ayudado no nos iba a ayudar ahora a nosotros. Empecé a pensar, desesperadamente, cómo nos podíamos librar de aquello. Vi mi propio cadáver, junto al de Oriol, yaciendo en la oscuridad sobre los restos mortales medio podridos y secos de todos aquellos santos fuera de las arquetas, amontonados en un rincón y encerrados para siempre en la cripta secreta.

– Tengo dinero, si es lo que quieres -ofreció Oriol.

– No quiero tu dinero -Artur le miró con cara de asco, como si le hubiera ofendido en lo más profundo de su dignidad-. ¿No lo entiendes? Esto puede ser el mayor descubrimiento de arte medieval de este siglo. Además, secuestrar no es mi negocio.

– ¿Y asesinar sí lo es? -inquirí indignada. No sé cómo en algún momento me pude haber sentido atraída por ese tipo fatuo, esnob, pijo de mierda…

– Lo siento, cariño -repuso él fingiendo pena-. Pero a veces eso viene en el lote.

– Artur, tiene que haber otra solución -negoció Oriol-. Llévate lo que quieras, retennos en algún lugar hasta que no quede nada. Nadie sabía que esta cripta existía, nada de lo que hay en ella está catalogado, nadie te podrá acusar. Te prometemos, te juramos, por lo que quieras, que jamás diremos nada. Tómalo todo.

El anticuario dejó perder su mirada en la oscuridad, hacia el techo, fingiendo pensar.

– No. Lo siento -dijo después de unos instantes eternos-. Lo siento de veras, no por ti sino por ella, pero tan pronto perdierais el miedo os faltaría tiempo para denunciarme. Jamás podría disfrutar tranquilo de ese arte. No se trata sólo de dinero. Las mejores piezas me las quedaré yo, para contemplarlas, para palparlas y acariciarlas, sólo por el placer de poseerlas.

Hablaba bajo, a pesar de la situación todos sentíamos un extraño respeto por el templo.

La muerte; nos iba a matar. Hubiera suplicado de no estar convencida de que de nada nos serviría, pero agradecía a Oriol que lo intentara y quise pensar que lo hacía más por mí que por él mismo. Quizá algo habría dicho si algo razonable me hubiera pasado por la mente, pero el miedo me empezaba a atenazar y miraba con pánico el agujero negro de la catacumba por el que acabábamos de salir.

– Lamento no tener más tiempo para conversaciones. Haced el favor de bajar. Si no montáis escenas nadie va a sufrir innecesariamente.

Pensé que sólo podrían meterme allí abajo ya muerta. Mi mano buscó la de Oriol y él la asió con fuerza. Siempre la había apreciado grande y cálida, pero ahora estaba fría, casi tan helada como la mía. Teníamos que hacer algo, no podíamos morir sin intentarlo, yo me sentía incapaz, en aquel momento, pero apreté su mano con vigor y me acerqué a él hasta que nuestros hombros chocaron. Estaba segura de que Oriol reaccionaría de alguna forma y yo, ahora paralizada, le seguiría hasta el último segundo de vida.

– No vamos a bajar -su voz sonaba firme, aunque yo le notaba la tensión.

– Compréndelo, Bonaplata -repuso Artur, como lamentándose de que Oriol fuera tan incívico-. Es sólo por no ensuciar la iglesia.

No hay escape, me dije, mientras evaluaba la situación. Estaba asustada, mucho, no le veía salida a aquello. Las linternas formaban un cuadrilátero de luz de lados móviles conforme los matones enfocaban una u otra cosa. Y nuestras caras eran el blanco de la luz de Artur.

Pensé que el anticuario quería que bajáramos con sus esbirros y así no presenciar nuestra muerte. Quizá aún tuviera algo de conciencia…

Pero justo cuando yo creía que Artur iba a dar orden de que nos asesinaran allí mismo, se oyó un grito, procedía de la nave de la iglesia, era uno de los matones. Las luces fueron allí e iluminaron una escena terrible. Sin soltar su linterna ni la pistola, uno de aquellos hombres trataba de forcejear con alguien que le agarraba de la mandíbula, por atrás, y en un instante, al brillo de una hoja de acero, la sangre empezó a correr a borbotones por su cuello. Un disparo estalló como una bomba en el espacio cerrado; aquel tipo disparaba sin atinar, al vacío, a su propia muerte que revoloteaba por encima de su cabeza. Reconocí al atacante, su pelo blanco corto y el brillo de locura en sus ojos. Era Arnau d'Estopinyá y acababa de seccionarle la yugular al sicario que cayó al suelo desangrándose. ¡Dios!, pensé. Sabe degollar, como en el sueño de la playa. Pero había poco tiempo para el pensamiento, los otros dos empezaron a disparar sobre el viejo y noté cómo Oriol me soltaba la mano para lanzarse encima de uno de los matones intentando arrebatarle el arma. Vi cómo Artur buscaba algo en su chaqueta. Sería otra pistola; estaba en una buena posición y casi sin pensar, como si fuera un resorte, me salió un puntapié que acertó justo donde la bragueta del pantalón se une con el culo del mismo. ¡Zas! Igualito que en Tabarca. Soltó un alarido sujetándose, otra vez tarde, las partes lesionadas. Pensé que yo debía de sentir algún tipo de atracción freudiana hacia aquel lugar de la anatomía del anticuario. Arnau intentó coger la pistola de su víctima pero cayó, en la oscuridad, abatido a tiros a un par de metros de la linterna que ahora iluminaba el suelo. Oriol forcejeaba sujetando con las dos manos la pistola de su oponente que parecía tenerla bien agarrada; su linterna había caído sobre las baldosas.

– Escapa, Cristina -me gritó-. ¡Escapa ahora! -y pude ver, entre luz y penumbra, cómo su adversario le propinaba un cabezazo en la cara.

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