Esta vez solos, gracias a las palancas y tras un par de intentos, la losa con el grabado de la concha de peregrino empezó a moverse y no costó mucho desprenderla. Un vaho rancio surgió de la negra apertura y Oriol acercó una de las velas, depositándola en el suelo, en la entrada del orificio, y se detuvo un momento para mirarme. Sonrió, nos dimos la mano y un beso. Sentía mi corazón latiendo alocado por la emoción y me di cuenta de que debía disfrutar de aquel momento único. ¿Estaría el legendario tesoro templario escondido en las tinieblas que vislumbraba a través del hueco? Oriol hizo el gesto amable del caballero que deja a una dama pasar delante frente a una puerta y me di cuenta de que a pesar de mi curiosidad no me hacía gracia alguna meterme allí dentro. Miré la vela que quemaba sin problemas a mis pies, le pedí a mi amigo que entráramos cogidos de la mano y diciéndome carpe diem agaché la cabeza para introducirme en el hueco que bajaba como en un escalón. Llevaba la vela por delante y por debajo de mi cintura. Me quedé tranquila al ver que no se apagaba y tuve que levantarla por encima de mi cabeza para poder ver aquello. Oriol me ayudó de inmediato con su linterna. Era una cámara bastante más pequeña que la anterior y mostraba en el techo arcos de medio punto que se apoyaban en las paredes y en un juego central de tres columnas que luego Oriol me comentaría que podían ser visigóticas. Pero en ese momento ese detalle no importaba para nada. Al ver el contenido de la catacumba Oriol exclamó:
– ¡El tesoro!