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ONCE

Decidí que la comisaría local sería un buen lugar para empezar mi investigación sobre la muerte de Enric. Regresé a mi hotel para cambiarme de ropa; un pantalón de cintura baja, de los que muestran caderas y tripita, con un cuerpo corto. Descubrir el ombligo sería la mejor tarjeta de visita si, como esperaba, la mayoría de los policías eran varones. No era coquetería, era eficiencia. Bueno, quizá también coquetería. Me acordé de Ally McBeal.

– No tiene nada que ver -me dije con una sonrisa-. Ella es abogada; yo ejerzo ahora de detective. Ella muestra piernas; yo abdomen.

En mi habitación me esperaba, parpadeando en la luz del teléfono, un mensaje.

– Doña Alicia Núñez ha llamado -me dijo la telefonista-. Le ruega que contacte con ella en cuanto pueda.

Vaya, pensé, ahí está la mujer temida por mi madre y que también asusta, aunque trate de disimularlo, a mi querido gordito. ¡Lo conozco bien!

Me picaba la curiosidad. Evoqué el aspecto de la madre de Oriol… madre e hijo tenían los mismos ojos azul profundo, algo rasgados. Esos ojos que tanto amaba cuando era niña…

Alicia no frecuentaba nuestro grupo de veraneo. En realidad Oriol pasaba el estío en la casa de los abuelos Bonaplata, con la madre de Luis, su tía. Enric venía algún fin de semana y se quedaba unos quince días de la temporada, pero Alicia y él casi nunca coincidían. Ella, cuando no estaba de viaje fuera de España u ocupada con tareas, en aquellos tiempos, impropias de su sexo, visitaba a Oriol en días laborables y nunca hacía noche en el pueblo. Muy de pequeña yo ya intuía que Alicia no era una «mamá» como las demás.

Pero no había vuelto a pensar más en ello hasta que Luis me dio la clave, en la comida, del comportamiento atípico de la madre de Oriol.

Alicia me atraía precisamente porque lo prohibido atrae, por el temor de mi madre, por las advertencias de Luis. ¿Qué querría de mí?

Me dije que no había prisa por responder a su llamada. Al menos de momento.

En la comisaría me presenté contando la verdad; que venía de visita después de catorce años y que quería saber lo ocurrido a mi padrino.

Nadie de los de allí se acordaba del incidente de un suicida en el paseo de Gracia. Quizá fuera mi sonrisa, quizá la historia de emigrante en busca de sus raíces. O sería mi ombligo de hurí. El caso es que los agentes de guardia estuvieron de lo más amables. Uno dijo que López debía de acordarse, él era de aquel tiempo. Estaba de patrulla, así que lo llamaron por radio.

– Sí que me acuerdo de un caso como ése -subieron el volumen del receptor para que yo pudiera oír-. Pero quien trabajó en ello fue Castillo. El tío ese llamó y fue mientras le hablaba por teléfono cuando se voló la cabeza de un tiro.

– Castillo ya no trabaja aquí -me comentó el agente-. Ascendió a comisario y lo destinaron a otra comisaría. Vaya a verlo allí.

Cuando me presenté en el nuevo destino del comisario me dijeron que no estaría hasta el día siguiente por la mañana. Me repuse pronto del inconveniente y me dije que al menos disfrutaría del paseo, y agarrando bien el bolso, tal como Luis me había prevenido, regresé a las Ramblas y me sumergí en el río de gente que fluía por el centro del paseo.

Una rambla es el cauce de un río, y eso son las Ramblas en Barcelona. Antes llevaban agua, ahora gente. Sólo que la gente, en las Ramblas, aun reduciendo su caudal a altas horas de la madrugada, al contrario que el líquido del primitivo arroyo paralelo a las antiguas murallas medievales, jamás se agota. ¿Cómo puede ese paseo mantener su encanto, su espíritu con una fauna humana siempre cambiante? ¿Cómo puede un mosaico ser uno si las losetas son distintas? Será que no miramos a cada elemento, sino al conjunto, al espíritu. Algunos lugares tienen alma y a veces la tienen tan grande, que absorbe nuestra pequeña energía, convirtiéndola en parte del gran todo. Así son las Ramblas en Barcelona.

Tienen lo que los paseos de pequeñas poblaciones; la gente va a ver y a ser vista, todos son actores y mirones, sólo que en grande, en cosmopolita.

Allí va la dama con su vestido largo de fiesta y su galán de esmoquin dirigiéndose a la ópera del Gran Teatro del Liceo, más allá el travestido pintarrajeado, compitiendo con las prostitutas en vender placer, acá marinos de cualquier nacionalidad y color, con sus uniformes militares, el turista rubio, el emigrante moreno, el chulo, el policía, las mujeres hermosas, los viejos vagabundos, los curiosos que todo lo miran, los atareados que no ven nada…

Así recordaba yo las Ramblas, más por lo oído que por lo visto de pequeña, y así las encontré aquella mañana radiante de primavera. Vagando entre los puestos de flores parecía que a través de mi piel, del aire respirado, iba absorbiendo la explosión de color, de belleza, de fragancia.

Me detenía en los grupitos que contemplaban a los artistas callejeros, músicos, malabaristas, estatuas vivientes empolvadas en blanco o purpurina; princesas, guerreros de gesto rígido que con un movimiento gracioso o súbito agradecían las monedas de los mirones.

Vi al muchacho, a la espera, apoyado en el tronco grueso y lleno de protuberancias del plátano centenario. Y a la chica, de ancha sonrisa traviesa, que se le acercaba sigilosa por la espalda para ofrecerle, rompiendo moldes, a él una rosa. Vi la sorpresa, la felicidad, el beso y el abrazo entre el cortejado y su galana. Todo encajaba, la brillante mañana de primavera, el bullicio vital de las gentes y ellos, cual artistas rambleros representando su amor, pero no por monedas sino por puro amor. Sentí añoranza, envidia.

Busqué consuelo mirando el diamante, constancia de mi propio querer, brillando en mi mano. Pero a su lado, intruso, con un fulgor interior rojo, destellaba irónico, como burlándose, el rubí del misterio. Sería mi imaginación, pero ese extraño anillo parecía tener vida propia, y en aquel momento sentí que me quería decir algo. Sacudí la cabeza desechando semejante bobada y contemplé a los jóvenes amantes cogidos de la mano perdiéndose entre la multitud. Y entonces me pareció verlo. Era el tipo ese del aeropuerto, el viejo de pelo blanco e indumento oscuro. Estaba de pie en uno de los kioscos que extienden su mercancía de papel en ancho frontal. Hacía como si hojeara una revista, pero me miraba a mí. Cuando nuestros ojos se encontraron volvió su vista a la publicación y dejándola en la pila se alejó. Me sobresalté y seguí mi paseo preguntándome si sería la misma persona.

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