Detesto facturar maletas, en especial cuando tardan, las rompen o se pierden. Pero a veces no queda más remedio y, tras unos minutos, mi último bulto apareció en la cinta mecánica. Cargué con él enfilando mi carrito hacia la puerta.
«Cristina Wilson», ponía el cartel. Me hizo ilusión ver mi nombre escrito allí, entre los que esperaban, tan lejos de casa. Miré hacia arriba, hacia la cara. Y me costó reconocerle. Era Luis Casajoana Bonaplata. Sus facciones se habían alargado, y aunque corpulento, ya no era el gordito de cara roja que yo recordaba. Cuando nuestras miradas se cruzaron, apareció en su faz esa sonrisa tan suya.
– ¡Cristina! -exclamó. No sé si fue capaz de identificar en mí a aquella adolescente de trece años que dejó Barcelona hacía catorce, o si le alertó la expresión de mi rostro al ver el cartel.
Me dio un abrazo, un par de besos y tomó mi carrito.
– ¡Cuánto has crecido! -dijo camino a la salida, lanzándome una mirada de apreciación-. ¡Qué guapa estás!
– Gracias -lo recordaba algo pegajoso y quise cortarle un exceso de entusiasmo-. Veo que tú ya no estás tan gordito.
Él lanzó un resoplido y luego una carcajada.
– Y tú eres igual de mala.
«Sí, quizá», pensé, «pero espero haberte bajado las aspiraciones». Francamente, no deseaba tenerlo encima todos aquellos días.
Fue entonces, al salir del edificio, cuando vi a ese hombre extraño por segunda vez. Descarado, no me quitaba la vista de encima. Me había fijado en él, en sus ojos, justo cuando se abrió la puerta automática, entre la gente que esperaba, un segundo antes de ver a Luis y su cartel. Me llamó la atención su aspecto, aunque no le di mayor importancia. Pero en esa segunda ocasión, al sorprenderle observándome, mantuve la mirada queriendo castigar su impertinencia. Pero él hizo lo mismo hasta que, muy incómoda, terminé yo desviando la mía.
Ese tipo me produjo un escalofrío de alerta. Era un hombre viejo cuya cabeza había sido rapada quizá un mes antes. Lucía pelo y barba blancos, de medio centímetro de largo. Vestía chaqueta negra y el resto de su ropa, también oscura, contrastaba con su pelo cano. Pero lo más significativo eran los ojos: azules desvaídos, escrutadores, fríos, agresivos.
«Qué pinta de loco tiene ése», pensé; me arrepentía de haberle retado. Ya he dicho antes que no soy temerosa pero, decididamente, ése no era un individuo para encontrárselo a solas.
Mientras, Luis me interrogaba sobre mi viaje, si estaba cansada, si había dormido… Llegando al coche, un hermoso deportivo descapotable plateado, ya se interesaba por la salud de mi familia y me explicaba que sus padres habían dejado la ciudad para irse a vivir a un encantador pueblecito del norte de la Costa Brava.
Camino del hotel, se interesó por mi vida personal.
– ¡Ah! Tienes novio.
– No, prometido -le aclaré.
– Pues yo soy licenciado en empresariales, máster en marketing y empresario.
– Te ha dado tiempo para mucho -comenté irónica.
– Ya ves. Y además divorciado.
– Sí, sí -dije riendo-, eso sí que lo puedo imaginar.
Él también se echó a reír. Lo cierto es que el bueno de Luis continuaba disfrutando de un excelente carácter.
– Eres mala -repitió.
– Eso ya me lo decías hace catorce años. Rió de nuevo.
– Era gordito, pero sabio.
Cuando Luis empezaba a hablar de sí mismo podía extenderse indefinidamente, de modo que cambié de conversación.
– ¿Y qué sabes de Oriol?
– ¿Oriol? -parecía incomodarle que le preguntara por su primo y noté que sin darse cuenta estaba acelerando su BMW.
– Sí. Oriol. ¿Te acuerdas? Tu primo.
– Sí que me acuerdo -repuso ceñudo-. Y no me presiones, marimandona.
Me hizo reír de nuevo. Era su tono y esa palabra que no había oído en catorce años. Antes me llamaba así con frecuencia.
– Bueno -continuó-, pues el superdotado de la familia… me refiero intelectualmente, claro, en lo otro el superdotado soy yo… -y me miró sonriendo con suficiencia.
– Vamos, ¡corta!
– Sí, marimandona.
Callé y esperé a que hablara. Cuando vio que yo no pensaba responder a su provocación continuó:
– Pues el superdotado de la familia se hizo hippie , anarquista y okupa .
– ¿Qué? -me quedé de piedra. Oriol, el brillante Oriol. El caballo ganador en todas las apuestas: ¿un inadaptado?
– Pues ya ves, terminó saliéndonos marginal.
– ¿No se graduó en la universidad? -estaba atónita.
– Sí, eso sí. Se graduó y se doctoró en tres o cuatro cosas. Es un cerebrito.
– Y ¿a qué se dedica?
– Da clases de historia en la universidad. Y junto a otros pirados de pantalones estrechos y pelo rasta monta centros de cultura popular y asistencia social en casonas deshabitadas. Hasta que llega la policía y los desaloja.
– Me cuesta imaginármelo.
– Bueno… Ha estado en muchas batallas. Claro, tú no te enteraste del asalto de la policía al cine Princesa, ¿verdad? Menuda movida. Pues mi primito estaba allí.
– ¿Le pasó algo?
– Una noche en la comisaría. Nuestra familia aún tiene influencias en esta ciudad y él no es de los violentos… -y Luis hizo un gesto equívoco con su mano.
Habíamos llegado al hotel, y un joven portero sonriente me abría la puerta. Otro acudía por las maletas mientras Luis entregaba las llaves de su descapotable a un tercero.
¿Qué quería decir con aquel gesto? Me dejó pensativa. ¿Qué diablos estaba insinuando Luis de Oriol?
– Ven, la recepción está en el primer piso -y tomándome del codo me condujo al ascensor.
– Te he reservado una habitación en el piso veintiocho y orientación sur. Una vista increíble. Y te advierto que normalmente no aceptan reservas en los pisos altos. Ya sé que para Nueva York este edificio es corto de talla, pero aquí es algo excepcional -y se detuvo a mirarme-. ¿No te darán miedo las alturas después de…?
– No, no importa -repuse-. He estado en oficinas mucho más elevadas desde que ocurrió aquello.
Y, efectivamente, el conserje me dio habitación en la planta veintiocho.
– Subo un momento contigo a ver la vista y a comprobar que todo está bien.
– No, gracias -le dije sonriendo-. Te conozco. Tú siempre espiabas a las chicas cuando nos cambiábamos el bañador.
– Sí, vale. De acuerdo -repuso con cara de niño malo-. Pero he cambiado. Y tú también… ahora debes de estar de mejor ver -y lanzó una mirada a mi busto.
Normalmente, de ser otro, me hubiera ofendido. Pero él me hizo reír otra vez.
– Adiós. Gracias por recogerme.
– Anda, deja que vea que todo esté bien -miraba pícaro.
– Todo está bien. Muy bien -le aseguré-. Créeme. Y ahora adiós -dije subiendo el volumen de voz, y el sonido se extendió por la gran sala entre los ascensores y la pared de cristal. Algunas de las personas sentadas en las mesitas de mimbre, cerca de la vidriera, se giraron a mirarme.
– Bueno. Al menos dame un besito de despedida… marimandona -negoció.
Luis estaba en lo cierto. La habitación miraba al sur y la vista era espléndida. A la izquierda el mar y las playas que llegaban hasta el puerto antiguo de la ciudad ahora convertido en zona de ocio. Podía ver los amarres de veleros del club náutico, una amplia zona de tiendas y entretenimiento y más lejos un par de grandes buques que parecían transatlánticos esperando a los turistas para un crucero de placer.
Al fondo, se erguía la montaña de Montjuïc, con su castillo al borde del acantilado sobre el mar, jardines arbolados en el resto de la alargada cima y, en el otro extremo, el gran conjunto de ampulosa arquitectura, de principios del siglo pasado, del palacio Nacional. El paseo marítimo y la estatua de Colón marcaban el inicio de una gran urbe que se extendía hacia unos montes llenos de vegetación.
Barcelona, ésa era la ciudad donde nací. Miré hacia la zona de Bonanova, donde vivíamos con mi familia, pero fui incapaz de distinguirla, ni siquiera adivinar su presencia en la lejanía de aquel océano de viviendas de distintas formas y tamaños que parecía poseer, en su desorden, una extraña armonía.
Pero un pensamiento me asediaba. ¿Qué había insinuado Luis de Oriol?
Los mozos subieron el equipaje y me puse a deshacerlo pensando en ello. «Bien», decidí, «tendré que aceptar una comida con Luis». Tenía demasiadas preguntas que hacer y esperaba que él tuviera respuestas. Pero a quien yo deseaba ver era a Oriol, el muchacho que me hizo descubrir el amor. «Hoy estamos a miércoles» -me dije-. «Cenaré algo y a descansar. Seguro que veo a Oriol el sábado en la lectura del testamento.» ¿Podría aguantar hasta entonces sin intentar localizarle? Mi esperanza era que él contactara conmigo. ¿Qué quiso decir Luis de Oriol? ¿Sabría Oriol que yo estaba en la ciudad? ¿Y si le llamaba yo a él? No tenía su teléfono. ¿Cómo conseguirlo aquí si desde Nueva York no había podido? Debía habérselo pedido a Luis.
Llamé a mis padres y a Mike para decirles que todo estaba bien y, a pesar del sueño, me entretuve hojeando unos libros con grandes fotografías de la ciudad que encontré encima de una mesita. No quería acostarme antes de las diez para que mi cuerpo se adaptara al nuevo horario.
Después pedí una cena ligera y la comí viendo cómo, al caer la noche, la ciudad se poblaba de luces, sombras y oscuridades. Una sensación de misterio me penetraba conforme la oscuridad avanzaba sobre la urbe. Intuía que entre aquellos edificios, apiñados allí abajó, a lo lejos, se escondían las respuestas a mis preguntas. ¿Qué era esa extraña herencia? ¿Por qué se suicidó Enric? ¿Por qué mi madre no quería que yo volviera a Barcelona? ¿Qué secreto ocultaba? ¿Qué escondía ese anillo que lucía en mi mano? Miré el rubí. Su brillo, enigmático, formaba aquella sorprendente estrella de seis puntas en el interior de la piedra. Se me antojó que su centelleo, aquí en esta ciudad, era más intenso, venía de más adentro, se mostraba más misterioso. Demasiadas preguntas. Me moría de curiosidad y añoraba lo mucho que Luis me podía contar.
Marqué su número y me respondió el contestador.
– Luis -dije-, soy Cristina. Te invito a almorzar mañana. ¿Puedes?
Me puse el pijama y apagué las luces. Decidí no bajar la cortina. La luminaria ciudadana apenas alcanzaba tan arriba y sólo las del exterior del edificio alumbraban suavemente la habitación. No pedí que me llamaran a ninguna hora, el sol sería mi despertador.